Stella Bagwell

Un mal comienzo


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que no lo crees así, Adam –suspiró Justine–, pero hay una mujer especial allí afuera para ti.

      –No, tía Justine, en eso estás equivocada. Todas las especiales están ocupadas. De una forma u otra.

      Ambos sabían que se refería a la muerte de Susan. Pero ella decidió que no era el momento de sacar a relucir la trágica pérdida de Adam.

      –No te enfades conmigo –dijo Justine y le dio unos golpecitos en el hombro–. Es que tu tía vieja está más preocupada por tu salud mental que por el estado de ese pie flacucho.

      –Mi salud mental está fenomenal ahora que he vuelto a Nuevo México –dijo Adam, echando una mirada irónica al pie. Y no compares mi pie con el de Charlie. Tu hijo tendría que haber sido jugador de fútbol en vez de Texas Ranger. La profesión habría sido mucho más segura, si quieres mi opinión.

      –Muchísimo más –sonrió Justine y luego señaló su tobillo recién soldado–. Pero me da la impresión que trabajar en el petróleo no es tampoco demasiado seguro. No recuerdo haber visto nunca a Charlie con muletas durante seis semanas.

      –Tienes toda la razón, tía Justine –dijo Adam, dando una fuerte palmada al vinilo acolchado de la camilla–. No ha sido el petróleo lo que ha causado la rotura de mi tobillo. ¡Me lo hizo una mujer!

      Justine arqueó una ceja con divertida ironía.

      –¿De veras? Creía que te lo habías hecho trabajando.

      –Fue en el trabajo –dijo Adam, dirigiéndole una mirada cansada–. La mujer estaba chiflada…–se interrumpió, sacudiendo la cabeza y Justine se rio–. Vete a buscar al doctor, ¿quieres? Papá me espera dentro de veinte minutos.

      –De acuerdo –rio ella suavemente y se dio vuelta para marcharse–. No te molesto más por ahora. Pero uno de estos días quiero oír cómo te rompiste ese tobillo.

      Cuando Adam llegó a la oficina de Sanders Gas and Exploration treinta minutos más tarde, pasó junto a la recepcionista y tres secretarias, se dirigió directamente a la oficina de su padre y golpeó con los nudillos en la puerta de roble oscuro.

      A través del panel de madera oía voces apagadas. Bien, pensó. El geólogo que su padre había contratado ya había llegado y con un poco de suerte estaba listo para ir a trabajar. Había un montón de proyectos que esperaban que se tomasen decisiones y ahora que se hallaba libre de la molestia de su escayola, estaba que ardía por ponerse manos a la obra.

      Un segundo más tarde, la puerta se abrió. Su padre, Wyatt, que seguía teniendo el cabello oscuro y el mismo atractivo de siempre a los cincuenta y cinco años, lo agarró del hombro y lo hizo entrar a la amplia oficina.

      –¡Adam! Entra. Me preguntaba si llegarías a tiempo –exclamó afectuosamente–. Ya veo que te han quitado la maldita escayola. ¿Qué tal sientes el tobillo?

      Adam miró hacia su izquierda, donde una mesa y varios sillones de cuero se agrupaban cerca de una pared de cristal. La puntera reforzada de una bota de trabajo y parte de una pierna enfundada en vaqueros se asomaban por detrás de una silla, pero el alto respaldo le impedía tener una visión clara de la persona sentada frente al escritorio de Wyatt.

      –En este momento lo tengo tan rígido e hinchado como el extremo de un bate de béisbol –respondió Adam, volviendo su atención a su padre–. Tuve que cortar la bota para poder meter el pie dentro. Pero el doctor dice que está curado y que pronto se pondrá bien. Espero que sepa lo que dice.

      –Ya podrás correr una carrera en un par de semanas –le dijo su padre, dándole una cariñosa palmada en la espalda–. Y las botas son menos valiosas que tu cuello.

      Adam lanzó una ahogada carcajada sin alegría mientras su padre lo llevaba hacia el escritorio rodeado de sillas.

      –Ven –le dijo–, quiero que conozcas a nuestro nuevo geólogo. Estoy seguro de que los dos podréis hacer maravillas juntos.

      La silla se giró lentamente hacia ellos y Adam instantáneamente se detuvo.

      –¡Usted!

      La mujer se puso de pie. Estaba igual que la recordaba. Alta, de piernas largas y curvas rellenas y sensuales. Tenía el largo y castaño pelo espeso y desteñido por el sol. En ese momento lo llevaba trenzado.

      –¿Os conocéis? –preguntó Wyatt. Con el ceño fruncido, su mirada se dirigió de su hijo a la mujer que acababa de contratar para la compañía.

      –¿Es este su hijo? –le preguntó ella a Wyatt con su ronca voz.

      Adam la recorrió con la mirada desde la gruesa trenza que le caía sobre un pecho hasta la expresión de incredulidad de su rostro.

      –¡Como si no lo supiese! –dijo con sorna.

      Ella lo ignoró y dirigió su mirada castaña a Wyatt.

      –Pensé que su nombre era Sanders.

      –Sí, lo es.

      Ella miró a Adam y luego sintió como si le hubiesen dado un puntapié en medio del vientre.

      –En Sudamérica me lo presentaron como Adam Murdoch –dijo ella, con la voz teñida de confusión.

      –Soy Adam Murdock –rugió él–. Adam Murdock Sanders. No intente convencerme de que no lo sabía.

      –¡Adam! –exclamó Wyatt– ¿Qué te sucede? La señorita York no te ha hecho ningún daño.

      –¡Claro que sí! ¡Casi me mató! ¡Por su culpa fui a parar al hospital y llevé una escayola seis semanas!

      Maureen York echó chispas por los ojos cuando le lanzó una mirada que habría paralizado a un hombre menos fuerte.

      –¡Yo no le hice nada! ¡Usted se lo hizo a sí mismo!

      –Desde luego. Yo soy quien dio el viraje para esquivar a aquel perro.

      –¿Qué quería que hiciera? –preguntó ella indignada– ¿Que lo matara?

      –Habría estado mucho mejor que matarme a mí.

      Los altos pómulos se ruborizaron.

      –Nada habría sucedido si hubiese tenido puesto el cinturón de seguridad. Ya se lo dije en ese momento. Pero no. Tenía que hacerse el macho y…

      –Yo no habría…

      –¡Epa, epa! –gritó Wyatt por encima de sus voces–. Creo que ha habido algún error aquí y…

      –Por supuesto que lo ha habido –interrumpió Adam acaloradamente–. Y el error fue contratarla –hizo un gesto señalando a Maureen.

      –Lo siento, señor Sanders –dijo Maureen–. Yo no sabía que este –señaló a Adam con la cabeza– hombre era su hijo. De lo contrario, nos habría ahorrado a los dos tiempo y molestias y le habría dicho que no podía aceptar el puesto en su empresa.

      Al ver que la situación se estaba yendo de madre, Wyatt sacudió la cabeza.

      –Por favor, tome asiento, Maureen, mientras cruzo unas palabras con Adam. Solo me llevará unos momentos, se lo prometo.

      Agarró a Adam del brazo y se lo llevó por el corredor hasta un almacén.

      –¿Se puede saber qué diablos te pasa? –le espetó en cuanto cerraron la puerta– ¡Nunca en mi vida te había visto actuar de forma tan ruda y grosera! La señorita York es un excelente geólogo. De los mejores. Tenemos suerte de tenerla con nosotros. Si se queda. Gracias a ti.

      Adam respetaba a su padre profundamente y lo amaba todavía más. Desde que era pequeño quería crecer y ser exactamente como él. Quería ser un petrolero de los mejores. Quería que lo conocieran en el ramo de la misma forma que conocían a su padre. Pero había veces en que chocaba con su padre, y aquella era una de ellas.

      –Papá, Maureen York es la mujer que