Plato

Obras Completas de Platón


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sino solo a los del oído y de la vista.

      HIPIAS. —Eso es cierto.

      SÓCRATES. —¿No es cierto igualmente, que esta cualidad es común a estos dos placeres tomados en conjunto, y no es propia a cada uno separadamente? Porque cada uno de ellos en particular no es bello mediante el oído y la vista a la vez; sino que son bellos los dos juntos mediante la vista y mediante el oído y no cada uno en particular; ¿no es así?

      HIPIAS. —Lo confieso.

      SÓCRATES. —Lo que es común a estos dos placeres, no es lo que hace bello a cada uno en particular, puesto que lo que es común a ambos, no es propio de cada uno separadamente; y, por consiguiente, se puede con razón llamar bellos a estos dos placeres juntos, pero no se puede decir, que cada uno sea bello en particular. ¿No es esto una consecuencia necesaria? ¿Es preciso también reconocerlo?

      HIPIAS. —Así me parece.

      SÓCRATES. —¿Diremos pues, que los dos juntos son bellos, y que cada uno en particular no lo es?

      HIPIAS. —¿Por qué no?

      SÓCRATES. —He aquí lo que a mi parecer lo impide; yes que nosotros hemos reconocido cualidades que se encuentran en cada objeto, y que son tales, que si son comunes a los dos objetos, ellas son propias a cada uno; y si son propias a cada uno, son comunes a los dos. Tales son todas esas que tú has referido. ¿No es así?

      HIPIAS. —Sí.

      SÓCRATES. —Mientras que no sucede lo mismo con las cualidades que yo he citado. De este número son los dos objetos, que, tomados separadamente, son uno, y, tomados conjuntamente, son dos. ¿No es así?

      HIPIAS. —Sí.

      SÓCRATES. —¿Colocaremos lo bello en la clase de los ejemplos que tú has citado? En este caso, lo mismo que si tú eres robusto y yo también, seremos los dos robustos; si tú eres justo y yo también, seremos los dos justos; y si ambos somos justos y robustos, lo seremos el uno y el otro en particular; lo mismo y en igual forma, si yo soy bello y tú también, lo seremos ambos, y si ambos lo somos, lo será cada uno de nosotros. ¿O bien acaso con lo bello sucede lo que con ciertas cosas, que tomadas conjuntamente son pares, y separadamente pueden ser impares o pares?, ¿o lo que con aquellas que separadamente no pueden enunciarse, y que, tomadas conjuntamente, tan pronto pueden enunciarse, tan pronto no; y así de otras mil semejantes que se me han presentado al espíritu? ¿En qué clase colocas tú lo bello? Porque yo no concibo que los dos juntos seamos bellos, y que ni el uno ni el otro lo seamos en particular; o por el contrario, que el uno y el otro seamos bellos en particular, y que no lo seamos conjuntamente. Así sucede con todas las cosas. ¿Piensas tú como yo o de otra manera?

      HIPIAS. —Como tú, Sócrates.

      SÓCRATES. —Tienes razón, Hipias, y nos ahorras una larga polémica. En efecto, si lo bello se refiere a tus ejemplos, es cierto que el placer que sentimos por los ojos y por los oídos no es lo bello, puesto que hace bellos a estos dos sentidos juntos, y no a cada uno de ellos en particular. Esto no puede ser, y sobre ello ya estamos de acuerdo.

      HIPIAS. —Es cierto que estamos de acuerdo.

      SÓCRATES. —Por consiguiente no es posible que el placer de la vista y del oído sea lo bello, puesto que implica una imposibilidad.

      HIPIAS. —Todo eso es cierto.

      SÓCRATES. —Aquí se presenta otra vez nuestro hombre que nos dirá: «Puesto que estáis engañados, decidme, como de nuevo, qué es lo bello, esto que atribuís a los placeres de la vista y del oído, y que les hace dignos, según vosotros, del nombre de bellos». A mi parecer no podríamos responderle nada adecuado, sino que estos placeres son bellos, porque ambos juntos y el uno y el otro separadamente son los menos perjudiciales y los mejores de todos los placeres; ¿conoces tú otra diferencia que esta entre estos placeres y los otros?

      HIPIAS. —No, porque es cierto que estos placeres son los mejores.

      SÓCRATES. —Él proseguirá: «Decís, pues, que lo bello es un placer ventajoso». Yo lo confesaré, ¿y tú?

      HIPIAS. —Yo también.

      SÓCRATES. —Nuestro hombre en el momento dirá: «¿No es lo ventajoso lo que produce el bien?» Pero el efecto y la causa que produce el efecto son dos, como lo hemos visto, y henos aquí sumidos otra vez en nuestro primer embarazo; porque el bien no sería lo bello, ni lo bello sería el bien, puesto que son dos cosas diferentes. A no haber perdido la razón, Hipias, será preciso confesar que tiene razón, porque es un crimen no rendirse a la verdad.

      HIPIAS. —¿Qué son todos esos miserables razonamientos, Sócrates, más que pequeñeces y sutilezas, como te decía antes? ¿Quieres saber en qué consiste la verdadera belleza, la que es digna de este nombre? Pues consiste en hablar con elocuencia en la asamblea, delante de un tribunal o de un magistrado cualquiera, hasta producir la convicción y conseguir una recompensa, que no es pequeña, y sí la mayor de todas, cual es el placer de salvar su vida, su fortuna y la de sus amigos. A esto es a lo que debes aplicarte seriamente, y no a bagatelas y niñerías, pobre y necia ocupación, que te hará pasar por un insensato.

      SÓCRATES. —¡Cuán dichoso eres, Hipias, por haber sabido conocer las cosas en que un hombre debe ocuparse, y haber consagrado a ellas una gran parte de tu vida, según me has manifestado! Respecto a mí, un destino fatal me condena a continuas incertidumbres, y cuando llego a descubrir estas dificultades a vosotros que sois sabios, solo os merezco palabras de desprecio. Me echáis en cara, como acabas de hacerlo tú ahora, que solo me ocupo de pequeñeces, de necedades, de miserias; sí, os creo, y por creeros, intento decir como vosotros, que hacer bellos discursos, hablar con elegancia y con brillantez ante la asamblea o ante los jueces o cualquier otra asamblea, es una cosa muy ventajosa; en el momento, alguno de mis amigos, y principalmente este hombre que me critica sin cesar, me ataca, me persigue con sus reprensiones y tengo los oídos cansados de sus quejas, con la circunstancia de que lo tengo cerca de mí y vivimos juntos. Así es que, cuando estamos en casa y me oye hablar de esta manera, me pregunta si no me avergüenzo de razonar sobre las bellas ocupaciones, yo que manifiestamente no tengo ningún conocimiento de lo bello. «¿Cómo puedes juzgar», me dice, «si una arenga, si una acción cualquiera es bella, sin saber lo que es bello? Si no mudas de opinión ¿crees que la muerte no es preferible a una vida semejante?» Me sucede lo que te decía antes, que me persigue con sus reprimendas, como tú. Pero quizá es necesario que sufra yo todos estos cargos y no sería imposible que de ello me resultara alguna utilidad. Por lo menos, la polémica, que he sostenido con vosotros dos, me ha valido ya alguna cosa, Hipias, y es el comprender, yo creo, el proverbio popular:

      Las cosas bellas son difíciles.[3]

HIPIAS MENOR

      Argumento del Hipias Menor[1] por Patricio de Azcárate

      Sin gracia en la forma, sin verdad y sin interés en el fondo, este diálogo parece indigno en todos conceptos de figurar ni aun entre las composiciones de menos mérito de Platón. Sin embargo, el Hipias Menor es citado muchas veces por Aristóteles,[2] principalmente en su Metafísica,[3] del mismo modo que los demás diálogos reconocidos como auténticos; y estando por medio esta autoridad, será siempre temerario negar gratuitamente que sea auténtico. ¿No es permitido suponer, que llegó un día, en que el adversario de los sofistas quiso ejercitarse, para mejor atacarles, con sus propias armas, como lo hizo en el Protágoras y en el Eutidemo, y que quiso tener la complacencia de probarse a sí mismo y probar a los sofistas que sabía, cuando llegaba el caso, ser más sutil, más exagerado, más falso, más sofista, en una palabra, que ellos mismos? Ésta es la mejor prueba de que los conocía bien. Sólo así podría explicarse que Platón se tomase el trabajo de sostener en una conversación de muchas páginas paradojas, tales como las que nos limitamos a reproducir para que sirvan como de resumen del diálogo.

      Hipias Menor o de la mentira