Victoria Dahl

Lo que hacen los chicos malos - Los hombres de verdad… no mienten


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una vida que construir. Y después de haber descubierto que tenía química… Bueno, aquello le abría todo un mundo de posibilidades…

      Pero cuatro horas después, su arenga había perdido la fuerza y al ver a Jamie en el aula, se sintió tan violenta como había imaginado. Él se limitó a sonreírle.

      Olivia le saludó con una sutil inclinación de cabeza e intentó no volver a mirarle mientras comenzaba la clase sobre los costes iniciales de un negocio, los seguros y la financiación. Temas áridos, desde luego, y sin ninguna aplicación para su proyecto, pero Jamie parecía estar tomando detalladas notas, si es que podía guiarse por la velocidad con la que volaban sus dedos sobre el teclado. O, a lo mejor, estaba en medio de una conversación online. En aquellos tiempos, era difícil decirlo.

      Cuando terminó de contestar la última pregunta planteada por los alumnos y los despidió, no la sorprendió que Jamie bajara las escaleras en vez de subirlas. Pero, aun así, el corazón le dio un vuelco como si acabara de recibir el mayor impacto de su vida. Era ridículo.

      Jamie le dejó una manzana en la esquina de la mesa.

      –Buenas tardes, señorita Bishop. Está usted muy guapa hoy.

      Olivia notó su propio rostro tenso por la vergüenza. Se había puesto aquel vestido pensando en él. Era de color rojo. Demasiado rojo para dar clase, pero las diminutas margaritas blancas le habían servido como excusa y se había dicho que era perfecto para el verano. Y le encantaba cómo se arremolinaba la tela en el corpiño, haciendo parecer que tenía unos senos de tamaño medio.

      El relleno del sujetador también ayudaba, pero Jamie no iba a tener oportunidad de quitarle la ropa y descubrir la diferencia.

      –¿Quieres que vayamos a comer?

      Olivia alzó la mirada bruscamente, desviándola de su ridículo regalo.

      –Son las dos.

      –De acuerdo. ¿Quieres que vayamos a tomar un café? ¿Una cerveza? ¿Un helado?

      –Estuvo mal por mi parte arrastrarte a aquella situación. Te agradezco que vinieras y aprecio que no lo hayas utilizado contra mí. Pero creo que no sería una… buena idea.

      –Una declaración demasiado solemne para un inocente helado de barquillo.

      Aquel hombre era capaz de hacer que las palabras «inocente helado de barquillo» sonaran como una perversa promesa. En sus ojos verdes parecía bailar una sonrisa.

      A Olivia le entraron ganas de encogerse, así que cuadró los hombros e intentó parecer incluso más alta. Pero continuó con la mirada fija en la manzana.

      –Eso es porque haces que no parezca inocente. Al menos, para mí.

      Jamie cambió de postura y ella alzó la mirada. El semblante de Jamie no traslucía la menor diversión.

      –¿Y eso no te parece importante?

      Sí, claro que se lo parecía. Demasiado importante. Pero jamás lo reconocería.

      –No soy una chica de dieciocho años que esté empezando a abrir las alas. Tengo que ser razonable.

      –Yo diría que hasta ahora has sido más que razonable. Dijiste que querías divertirte.

      –Y es cierto, pero…

      –Entonces, inténtalo –Olivia no sabía que la mirada de Jamie pudiera ser todavía más cálida, pero lo fue–. Yo soy capaz de hacer que cualquier cosa resulte divertida, Olivia, incluso tú.

      La excitación se abrió paso a través de ella. Debería haberse sentido ofendida, pero lo único que sintió fue anticipación ante la posibilidad que se le abría.

      –Solo eres un niño. No lo comprendes.

      –No soy ningún niño –replicó Jamie con voz queda y grave.

      Y ella sabía que tenía razón. Lo sabía. Pero había algo alegre y puro en él. Algo que le decía que todavía era capaz de disfrutar de la vida, a diferencia del resto de la triste población, que a duras penas conseguía ir abriéndose camino. Aquello era lo que atraía a las mujeres como moscas. Desde luego, era lo que la atraía a ella.

      Olivia se cruzó de brazos y recorrió con la mirada las sillas vacías, la moqueta oscura y el gris de las paredes que resplandecía bajo las luces fluorescentes. Aquel lugar era la parte más importante de su vida y la cuestión era que… que ni siquiera era algo que hubiera deseado. Su vida no podía ser más triste.

      –Un café.

      Jamie arqueó las cejas.

      –¿Un café? De acuerdo, el café es bastante divertido, pero…

      –Solo un café. Después tengo otros planes.

      Jamie le concedió un simpático guiño de ojos. Ni siquiera protestó cuando le dijo que era mejor que quedaran en la cafetería. De hecho, su sonrisa le indicó que conocía el motivo por el que se lo decía: no porque quisiera ir desde allí al museo, sino porque tenía miedo de lo que podía pasar si Jamie volvía a llevarla a su casa.

      Al final, pasó un rato muy agradable. Jamie resultó ser mejor conversador de lo que esperaba. Por supuesto, hablar formaba parte de su trabajo, pero cuando se habían atrevido a meterse en el terreno de la política, le había parecido un hombre reflexivo y bien informado. Y la había hecho reír. Estuvieron sentados en una terraza en sombra. Olivia se pidió un café con leche descremada y él un macchiato de caramelo con hielo con doble ración de nata.

      Cuando Jamie la acompañó al coche, estaba tan nerviosa como una adolescente. Y con motivo, porque en cuanto le abrió la puerta, Olivia quedó atrapada entre esta y el coche, con Jamie inclinándose hacia ella.

      –¿Puedo llamarte? –le preguntó Jamie.

      –Jamie… –no podía permitir que aquello continuara, pero tampoco podía pasarse la vida resistiéndose.

      –Solo tienes que decir que sí –susurró él.

      Y entonces la besó, de manera que Olivia tuvo la boca demasiado ocupada como para decir nada.

      La había dejado marchar con un beso. Con un maldito beso, nada más. Pero incluso aquello le hizo sonreír. No se lo diría a Olivia jamás en su vida, pero salir con ella le hacía sentirse… más adulto. Menos como un ligón y más como un hombre dispuesto a pasar el tiempo con una mujer interesante. Y no porque no estuviera dispuesto a acostarse con ella si surgiera la oportunidad. Aquel único beso le había dejado duro como una piedra. Por supuesto, había sido un beso, largo, húmedo y profundo.

      –¡Diablos, sí! –musitó mientras aparcaba en la cervecería.

      Rodeó el edificio antes de entrar para asegurarse de que las puertas y ventanas estaban aseguradas y las aceras limpias, pero cuando llegó a la puerta principal, todavía estaba pensando en Olivia.

      –¿Dónde demonios has estado? –le preguntó su hermano Eric antes de que Jamie hubiera puesto un pie en el umbral.

      La agradable calidez que fluía por sus músculos se transformó en hielo.

      –Ya te dije que los jueves llegaría más tarde a partir de ahora.

      –Dijiste que llegarías a las cuatro. Y son las cuatro y media.

      Jamie sintió que le ardía la sangre. El calor le quemaba la piel. Quería responder. Quería gritar que la semana anterior había trabajado sesenta y dos horas y que si le daba la gana podía llegar media hora tarde. No había un solo cliente en el bar, por el amor de Dios.

      Pero no podía contestar porque lo último que quería era que Eric comenzara a preguntarle dónde había estado o por qué de pronto había decidido tomarse los martes libres en vez de los lunes, o por qué necesitaba llegar tarde los jueves. Así que se sirvió de toda su fuerza de voluntad para reprimirse y limitarse a susurrar:

      –Lo siento.

      Eric