Victoria Dahl

Lo que hacen los chicos malos - Los hombres de verdad… no mienten


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de las razones por las que él prefería mantener sus proyectos en secreto hasta que pudieran hacerse realidad. Si no lo tenía todo planificado a la perfección, Eric le tumbaría el plan antes de que hubiera salido la primera palabra de sus labios. De hecho, ya se lo había tumbado en una ocasión, pero Jamie no estaba dispuesto a rendirse.

      –¿Algo especial para hoy?

      –Wallace ha recibido por fin ese chocolate mexicano que estaba esperando. Va a preparar otra cerveza negra con sabor a chocolate.

      –Genial.

      –Quiere llamarla Devil’s Cock.

      Jamie arqueó las cejas.

      –¿Devil’s Cock?

      –Sí, y poner un gallo en la etiqueta.

      –¿Y tú qué le has dicho?

      –Le he dicho que me lo pensaría. Después de la feria de Santa Fe, decidí que podríamos ser un poco más atrevidos. Ahora mismo la gente no se anda con demasiadas sutilezas.

      –Bueno, supongo que no me sorprende. Y creo que podría ser una etiqueta fantástica. Podrías pedir una muestra antes de tomar una decisión.

      –Sí, es una buena idea. A lo mejor lo hago.

      Jamie apretó los dientes al percibir el tono de sorpresa de Eric.

      –Y ya está la nueva –Eric le tendió una copia plastificada de la carta de verano.

      –¡Vaya! Bonita presentación.

      –Es de la nueva empresa de marketing. Supongo que está funcionando bien.

      –¿Dónde está Tessa? –preguntó Jamie.

      Su hermana era una compañía mucho más relajante y Jamie preferiría ponerse al día con ella, pero, al parecer, tenía el día libre. Aquello explicaba el mal humor de Eric. Tessa calmaba y alegraba a los dos hermanos por igual.

      –¿Tienes que irte pronto? –Jamie miró el reloj.

      Debió de ser muy poco sutil, porque Eric echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.

      –Te dejaré solo. Chester ha organizado la barra. Ya está todo listo.

      –Gracias.

      –¡Ah! Y Tessa ha comentado algo sobre un especial.

      Jamie gimió mientras Eric pasaba por delante de él.

      –Espera, ¿qué clase de especial?

      La carcajada de su hermano fue la única respuesta. La risa fue perdiéndose mientras Eric se dirigía hacia la parte de atrás y las puertas abatibles se cerraban tras él.

      –Dios mío.

      Entonces fue Jamie el que murmuró malhumorado. Por mucho que quisiera a Tessa, estaba volviéndole loco con aquellas travesuras de Twitter. Era ella la que se encargaba de la red social de la cervecería. Por desgracia, Jamie no sabía nada de Internet que fuera más allá de Google y el correo electrónico. Y, para mayor desgracia de Jamie, Tessa utilizaba el Twitter con su nombre y disfrutaba poniéndole en situaciones incómodas. Dos semanas atrás había organizado una campaña llamada «¿Dónde está Jamie?», en la que incitaba a las clientas a fotografiarle allí donde le vieran. La campaña había ido bien en la cervecería, aunque había ralentizado su trabajo. Pero había sido mucho menos agradable cuando estaba en el supermercado o paseando en bicicleta.

      Había intentado dejarse llevar, pero comenzaba a estar paranoico. Asomó la cabeza por la parte trasera del bar.

      –¡Chester! –llamó a un camarero que trabajaba allí a tiempo parcial–. ¿Puedes mirar la cuenta de Twitter en tu teléfono? Cuando hayas terminado de limpiar, mira a ver qué ha preparado Tessa para esta noche.

      –¡Entendido! –respondió Chester.

      Jamie corrió de nuevo a la barra para estar listo antes de la avalancha de clientes que se acercaban al salir del trabajo. Sí, Chester ya había preparado la barra, pero nadie era tan exigente como él. Comenzó a arreglar las mesas para que estuvieran preparadas para los clientes. Limpió las mesas, las sillas y las cartas. Barrió después todo el salón y regresó a la barra para terminar de prepararla.

      –¡Eh! –Chester se asomó al cabo de un rato–. Tessa ofrece pintas a mitad de precio de cinco a seis a cualquiera que te cuente un chiste. Y no tiene por qué ser gracioso.

      Jamie sonrió mientras limpiaba la barra hasta sacarle brillo. Podría soportar unos cuantos chistes. O, por lo menos, eso creía.

      Para cuando dieron las seis de la tarde, la garganta le dolía de tanto reír. Y también de gemir horrorizado. No era consciente de la cantidad de chistes malos que existían y, mucho menos, de que pudiera oírlos todos en una hora. Pero tenía que admitir que había sido una hora bastante buena. Pasó el resto de la tarde de buen humor, hasta que, a las nueve menos cuarto, comenzó por fin a cerrar. A las nueve en punto vio marcharse al último cliente, que se despidió saludándole con la mano, cerró la puerta y sacó el teléfono a toda velocidad para llamar a Olivia.

      –Hola, señorita Bishop.

      –¿Jamie? –parecía dormida. Y accesible.

      –Lo siento, ¿estabas durmiendo?

      Miró perplejo el reloj. ¿Había gente que se acostaba a las nueve?

      –No, todavía no. Estoy leyendo en la cama.

      –Tenía la esperanza de que te apeteciera acercarte a echar una partida de billar.

      –¿Ahora? –se echó a reír como si fuera algo inaudito.

      –¿Podría ser?

      –Ya estoy en pijama y en la cama.

      –¿Ah, sí? –Jamie se dejó caer en una silla y apoyó los pies en la mesa–. ¿Qué tipo de pijama?

      Olivia se echó a reír como si estuviera de broma. Genial. Jamie decidió imaginarla con un pijama corto de seda y botones y las gafas negras. Una imagen muy sexy.

      –¿Qué tal ha ido la noche? –le preguntó Olivia.

      –Me has hecho llegar tarde.

      –Ha sido culpa tuya

      –No –la corrigió–, la que me ha subido la camiseta has sido tú.

      Jamie decidió en aquel momento que jamás se cansaría de oírla reír. Le encantaba cómo se le quebraba la voz cuando se sentía avergonzada.

      –Lo siento. No suelo ser tan atrevida. Y menos en el aparcamiento de una cafetería.

      –No has podido controlarte –dijo él–. Nos pasa a todos. Pero prometo no decírselo al decano.

      –¡Basta! –la risa de Olivia comenzaba a ser somnolienta.

      –¿Qué estás leyendo? –le preguntó Jamie, intentando mantenerla al teléfono. Olivia le dijo el título de un libro del que Jamie nunca había oído hablar. Un libro que sonaba serio y difícil–. Mi madre leía mucho, pero no me transmitió el amor por la lectura –admitió.

      –¿Leía? ¿Ha muerto?

      –Sí, hace mucho.

      A Jamie no le gustaba hablar sobre ello. No le gustaba nada hablar de aquel tema. Así que cerró la boca, dejando patente que no tenía nada más que decir. Pero Olivia no entendió la indirecta.

      –¿Hace cuánto tiempo?

      –Hace trece años.

      –¡Dios mío! Entonces solo eras un adolescente.

      –Sí.

      Jamie se aclaró la garganta e intentó decirse que se alegraba de que no le hubiera preguntado por su padre, porque entonces habría tenido que contar toda la tragedia. Pasando por alto los detalles del papel que había jugado en ella, por