Victoria Dahl

Lo que hacen los chicos malos - Los hombres de verdad… no mienten


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Gwen. Señorita Bishop.

      La puerta se cerró en silencio tras él, dejando a Olivia a solas con Gwen.

      –¡Ay, Dios mío!

      –Gwen…

      –Por favor, dime que te llama señorita Bishop mientras te lame como si fueras una piruleta.

      –¡Gwen! –Olivia la agarró del brazo y tiró de ella hacia un lado del pasillo–. ¡Cállate!

      –¡Mierda, Olivia! ¿Está en tu clase? No lo soporto. Te lo juro por Dios, es demasiado perfecto.

      Olivia estaba intentando mantener una expresión de firmeza. Al fin y al cabo, una diminuta parte de sí misma todavía era capaz de conservarla. Por desgracia, otras parecían haber empezado a montar un número de baile en el pasillo, aderezado con patadas al aire y confeti brillante.

      –No puedes decírselo a nadie –le advirtió, manteniendo la voz a medio camino entre una orden y un grito histérico.

      Gwen se puso a dar saltitos con las manos unidas.

      –¡Debería haberme imaginado que estaba pasando algo cuando ayer no me devolviste la llamada! ¿Lo has hecho verdad? ¡Te has acostado con Donovan! ¡Ay, Dios mío! Lo veo, se te nota en todo el cuerpo.

      Olivia se asustó, pensando que podía haber pasado algo por alto mientras se duchaba.

      –¿Qué?

      –Pareces… relajada. Hasta tienes el pelo más suelto. ¿Y te has pintado los ojos para venir a clase? ¡Qué descaro, Olivia!

      –¿Me prometes que no se lo contarás a nadie?

      –Te lo juro. No pienso repetir nada de lo que me cuentes.

      La tensión de Olivia cedió un poco. Se reclinó contra la pared, apoyándose en ella.

      –Jamie es… es… ¡Ay, Gwen!

      Gwen unió las manos y apoyó en ellas la barbilla, como si fuera una niña esperando un regalo de Navidad.

      –Es… ¡Oh, maldita sea! –gimió–. No puedo contarte nada. Me parece mal. Me siento como si fuéramos jugadores de fútbol hablando de mujeres en el pasillo.

      Su amiga se entristeció.

      –¡Vamos, Olivia!

      –No, lo siento. Y ahora tengo que irme. Empiezo la clase dentro de un minuto.

      Gwen hizo un gesto restándole importancia.

      –¡Bah! Es un curso de verano. Si no quieres darme detalles, por lo menos contesta a esto: ¿es como he pasado horas imaginando que sería?

      –¡Gwen!

      –Lo digo en serio. ¿He estado empleando bien mis fantasías? Es imposible que sea tan guapo y sea bueno en la cama, ¿verdad? El universo no puede concederle tantas virtudes a un solo hombre.

      Olivia sacudió la cabeza con feliz exasperación y se apartó de la pared.

      –Tengo que marcharme.

      Pero la siguió el último gemido lastimero de Gwen. Y la verdad era que Olivia no quería guardárselo todo. Estaba burbujeando de alegría por lo que había hecho. Así que, antes de marcharse, se acercó y le susurró al oído:

      –El universo le ha concedido muchas virtudes. Muchas. En cantidades vergonzosas, te lo juro.

      –¡No! –gritó Gwen, haciendo reír a Olivia a carcajadas mientras corría hacia la clase.

      Se obligó a sofocar las risas antes de entrar, pero, al parecer, las puertas no estaban insonorizadas. Todos los alumnos estaban pendientes de ella cuando entró y Jamie parecía incluso algo nervioso. Aunque pareció hacerle mucha gracia verla trastabillar hasta detenerse y estirarse el jersey.

      La miró con ojos ardientes mientras ella bajaba la escalera y pasaba a solo unos centímetros de él.

      –¿Está todo el mundo preparado? –les preguntó a los alumnos.

      –Yo sí –sonó una voz por encima de los susurros de asentimiento.

      –Muy bien –Olivia ocupó su lugar en la mesa y miró las filas de estudiantes. Pero, al final, miró a Jamie a los ojos–. Vamos a empezar.

      Olivia jamás había terminado una clase con aquel grado de excitación, pero había una primera vez para todo. Y Jamie estaba allí, justo delante de ella, rezumando su carisma por todo el aula. Cada vez que posaba los ojos en él, la hacía consciente de su especial presencia. O bien observándola con intensidad o tecleando sus notas con una sonrisa ladeada. Olivia estaba comenzando a preguntarse si después de una hora y media sonrojándose podría terminar desmayándose. De lo que estaba segura era de que estaba ya un poco mareada.

      La clase terminó por fin. Y estuvo a punto de gemir cuando vio que dos estudiantes dejaban sus cosas en sus respectivos pupitres para acercarse a preguntarle algo. Una reacción terrible en una profesora, así que se sacudió aquella actitud e hizo un esfuerzo consciente por analizar sin precipitación las hojas de cálculo para las que necesitaban ayuda.

      Diez minutos después había terminado y Jamie seguía esperando con paciencia en su silla. Parecía demasiado grande para el pequeño espacio que se esperaba que ocupara un estudiante.

      Arqueó las cejas y ella volvió a sonrojarse. Se alisó la falda, en un esfuerzo por secarse el sudor de las manos.

      –¿Ya puedes atenderme? –le preguntó.

      Durante una décima de segundo, Olivia se imaginó sentándose encima de él. Se levantaría la falda y recrearía el encuentro del jacuzzi en el aula. A lo mejor Jamie le desgarraba la camisa, haciendo volar los botones, para poder posar su boca sobre ella otra vez.

      Olivia tragó con fuerza y cerró el ordenador.

      –Sí, ya puedo.

      Se dirigió hacia su despacho con la espalda ardiendo al saber que Jamie la seguía. Jamás se había sentido así. Como si tuviera hasta el último nervio a flor de piel. Como si la mera caricia de un hombre en el brazo pudiera hacerla gritar de placer. Pero no de cualquier hombre…

      Cuando llegaron a su despacho, Jamie alargó la mano para abrirle la puerta y la acarició con el brazo. Ella contuvo la respiración, sintió que el vello se le erizaba y la piel le ardía.

      –¡Dios mío! ¡Qué bien hueles! –susurró Jamie.

      Cuando abrió la puerta, se presionó contra la espalda de Olivia.

      Olivia se estremeció con fuerza y esperó que Jamie no lo notara. Pero cuando rodeó el escritorio, descubrió que tenía la mirada fija en sus senos. Los pezones se irguieron e imaginó que debían de ser visibles bajo la camisa y el jersey.

      Jamie ya no sonreía.

      Olivia no pudo evitar preguntarse qué pasaría si cerrara la puerta con cerrojo. ¿Querría volver a hacer el amor con ella? Era imposible que la deseara tanto como él, pero, al menos, la deseaba. Eso era evidente.

      Sin embargo, por mucho que Olivia hubiera cambiado, no se había transformado en una persona diferente. No era capaz de acostarse con alguien en su despacho. No podía. En cualquier caso, estaban allí para que ella cumpliera con su parte del compromiso. Jamie podía disfrutar del sexo donde quisiera. Lo que necesitaba de ella era un consejo.

      Olivia dejó el portátil en el suelo para despejar la mesa y señaló la zona que acababa de quedar liberada.

      –Enséñame lo que tienes –le pidió a Jamie.

      Por un instante, Jamie pareció sobresaltarse.

      –Me refiero al proyecto –le aclaró.

      –¡Ah! El proyecto. Estaba pensando en otra cosa.

      Olivia intentó con todas sus fuerzas no emocionarse demasiado. Era un hombre.