Olivia sonrió de oreja a oreja mientras se deslizaba bajo el edredón, disfrutando incluso de aquella diferencia. Jamie alargó los brazos hacia ella para que se acercara. Y a Olivia se le hizo extraño ser abrazada desde el lado izquierdo de la cama, en vez del derecho.
–Espera –le pidió Olivia, mientras se movía.
–¿Qué pasa?
–Nada, es solo la luz –alargó la mano y al instante los envolvió la oscuridad.
Al principio le abrazó con cierta tensión, pero era imposible estar tensa con Jamie. Su cuerpo lánguido y hundido en la cama era todo calor y relajación. Poco a poco, fue ablandándose contra él. Jamie le acarició el pelo. La fragancia de su piel llenaba los pulmones de Olivia. Podía sentir la presión de su pecho contra ella, pero se sentía flotando, suspendida en la oscuridad y anclada a él.
–Buenas noches –murmuró Jamie con la voz ronca por el sueño.
Disminuyó el ritmo de su respiración. Su mano descansaba pesada sobre su espalda. Y Olivia se permitió fingir que era suyo. Suyo de verdad.
Una idea terrible, pero eran las dos de la madrugada, había bebido media botella de vino y le importaban un comino la sensatez y la prudencia. Aquella noche podía fingir. Al día siguiente volvería a ser responsable y adulta. De momento, Jamie era suyo.
12
–Ya voy de camino –dijo Olivia por el móvil.
Fingía estar entrecerrando los ojos por culpa del sol, pero la verdad era que sonreía de tal manera que los ojos apenas se le veían.
–Más te vale no estar mintiendo –le advirtió Gwen–. Ayer por la noche te llamé por lo menos diez veces.
–Estaba ocupada –respondió Olivia mientras entraba a paso ligero en su edificio.
Se había puesto unos tacones demasiado altos para el trabajo, pero hacían un ruido fantástico contra el suelo de mármol.
–¡Ah! Así que estabas ocupada, ¿eh? Eres una brujita perversa. Te odio.
El eco de la risa de Olivia resonó en todo el pasillo y decidió que sería mejor que colgara para evitar molestar a los grupos que estaban en clase.
–¿Ahora mismo estás ocupada?
–No.
–De acuerdo. Voy a llevar las cosas a mi despacho y después me pasaré…
–Tardarás demasiado. Dejarás las cosas en tu oficina, comprobarás el correo electrónico y tu correo. Ven ahora mismo aquí porque estoy a punto de explotar.
–Vale, voy hacia allí.
Gwen todavía estaba aullando cuando Olivia colgó el teléfono y dio media vuelta en el pasillo. Su progreso fue de pronto interrumpido por la dureza del hombro contra el que chocó.
–¡Ay! –exclamó–. Lo siento.
Un hombre la agarró del brazo para sujetarla.
–No, ha sido culpa mía –dijo mientras ella se volvía hacia él. Era un hombre atractivo, quizá algo mayor que ella–. Estaba intentando adelantarte sin molestarte mientras hablabas.
–Espero que eso no signifique que me he convertido en uno de esos usuarios de móvil tan molestos.
La sonrisa de aquel desconocido le resultaba vagamente familiar, pero no era capaz de identificarle.
–Por supuesto que no. Pero, tengo que reconocer que he perdido el criterio al respecto. El año pasado tuve una cita a ciegas con una mujer que estuvo manteniendo una conversación mediante mensajes de texto durante toda la cena. Soy Paul, por cierto. Paul Summers. Nos conocimos hace unos meses.
Olivia debía de seguir pareciendo perpleja, porque la sonrisa de su interlocutor vaciló.
–Me encargué de las clases de Johnson cuando él se jubiló.
–¡Ah, sí! Lo siento. Cada vez que tengo un grupo nuevo de estudiantes, mi capacidad para recordar nombres disminuye. Venías de Chicago, ¿verdad? ¿Qué tal te va por aquí?
–Muy bien. El invierno es genial. Y, claro, mucho menos húmedo.
Olivia sonrió y se obligó a no mirar hacia la escalera. Estaba deseando ir a ver a Gwen para hablar de Jamie. Burbujeaba por dentro pensando en él. Necesitaba…
–Supongo que no es una buena idea, puesto que ni siquiera te acordabas de mí, pero podríamos salir a tomar un café algún día, o a comer.
–Yo… ¿qué?
–¿Te apetecería salir a tomar un café? –repitió, arqueando las cejas–. ¿A comer? ¿O a lo mejor no?
–¡Ah! –no pudo evitar sonreír al ver la mueca con la que parecía estar cuestionándose a sí mismo–. Eh, yo…
–Eh, tranquila. Lo intentaré en otro momento…
–No, no es eso. Es que no se me dan muy bien este… este tipo de cosas.
–¿Es que hay alguien a quien se le den bien?
Olivia pensó al instante en Jamie, aunque no estaba segura de que debiera estar pensando en él. En realidad, no estaban saliendo juntos, solo se estaban… divirtiendo. Era una relación temporal. Lo habían dejado claro. Jamie era joven, despreocupado y, lo más importante, un hombre libre. Su relación terminaría al cabo de una semana o dos. Después él continuaría con su vida. Y también ella debería continuar con la suya.
Pero aun así…
Olivia tragó saliva, intentando aliviar la sequedad de su garganta.
–La verdad es que –comenzó a decir con mucho cuidado– estaría bien tomar un café. Pero ahora mismo no puedo. ¿Qué tal si lo dejamos para otro momento?
–De acuerdo. Creo que podré soportarlo. Volveré a preguntártelo, y considéralo una advertencia.
–Lo haré.
–Me alegro de volver a verte, Olivia –le guiñó el ojo con un gesto amistoso antes de alejarse por el pasillo.
Paul era encantador. Educado. Y un hombre bien entrado en los treinta años. Era la clase de hombre con el que saldría si fuera una mujer seria. Pero, en aquel terreno, ser una mujer seria le parecía mucho más peligroso que ser divertida.
Pensaría en ello más adelante si volvía a invitarla. Pero, en aquel momento, estaba dedicada a Jamie a manos llenas.
Riendo con disimulo por aquel involuntario juego de palabras, corrió hacia las escaleras para dirigirse al despacho de Gwen.
Gwen la estaba esperando en la puerta.
–¡Dios mío, mírate! –dijo, y soltó un silbido.
Olivia bajó la mirada hacia los zapatos.
–Lo sé. Los he visto en el armario y…
–No, no me refiero a los zapatos, que son preciosos. Me refiero a ti. A los zapatos, al botón que te has dejado desabrochado. Y a esa mirada que está diciendo «tómame».
–¡Gwen! –exclamó, empujándola al interior del despacho.
–Es verdad. Ese hombre debe de ser tan milagroso como parece. ¿Le has hecho ponerse la falda escocesa?
–No.
–Pues deberías. Y deberías grabarlo todo.
Olivia cerró la puerta y se apoyó contra ella. Intentó reprimir una carcajada, pero no lo consiguió.
–Eres malísima.
–Sí. Y también estoy muerta de celos. Me gustaría poder pasearme con esa expresión en la cara.
–¿De verdad estoy tan distinta?