y la montaña eran lo más importante en su vida. Algunas veces, eran suficiente motivación. Otras veces, se sentía solo y vacío.
Pero en días como ese, recordaba por qué hacía lo que hacía, tanto como médico como socorrista voluntario. Sentía una gran satisfacción.
La misión había sido un éxito y creía que no había nada mejor que eso. Y, teniendo en cuenta la distancia de la caída y las graves lesiones del escalador, creía que había sido un milagro. No uno de Navidad, porque era mayo, pero igualmente asombroso y mágico.
Aunque era médico y más dado a la ciencia que a esas cosas, el año que había pasado en ese pueblo le había abierto la mente. Se había dado cuenta de que había cosas para las que no había una explicación científica. A veces, los pacientes desafiaban su diagnóstico y conseguían recuperarse sin que él pudiera explicar cómo lo habían conseguido.
En cuanto llegó a la mesa, se quitó la mochila y sintió un alivio casi instantáneo. La dejó caer al suelo con gran estruendo y todos lo miraron sobresaltados, pero ya no le importaba nada.
A pesar del cansancio que sentía, creía que nada podría arruinar ese día.
–Buen trabajo allí arriba, doctor –le dijo Bill Paulson mientras le ofrecía una taza de café.
Era otro voluntario del grupo de rescate.
–Has conseguido salvarle la vida a ese hombre –añadió.
Cullen se agachó para aflojarse las botas. Le incomodaba que otras personas halagaran su trabajo, sobre todo si se trataba de un hombre, como Bill, que era socorrista de montaña. No quería esas alabanzas. El resultado de su trabajo, poder salvar vidas, era pago suficiente.
–Me he limitado a hacer mi trabajo.
–Sí, pero en vez de en un quirófano, dentro de una grieta en la montaña –le recordó Paulson mientras levantaba su taza–. A la primera ronda en el bar invito yo.
Después del día que habían tenido, le apetecía mucho tomarse una cerveza con todos ellos.
–De acuerdo –repuso Cullen.
–¿Quieres algo más? –le pregunto Zoe, la bella esposa de Sean Hughes, el jefe del grupo.
–No, gracias –le dijo él mientras dejaba que el calor de la taza de café calentara sus frías manos.
–Bueno, dime si quieres más café –le ofreció Zoe con una gran sonrisa–. He oído que hoy has sido un verdadero héroe allí arriba.
Se sintió incómodo al oírlo. Muchos creían que el rescate en alta montaña era una temeridad, pero era todo lo contrario. La seguridad era siempre una prioridad para ellos.
–Solo he hecho mi trabajo, nada más –repitió Cullen.
–Sean tampoco se ve como un héroe, pero lo sois. Lo que hacéis es un trabajo de héroes.
–¿A que sí? –intervino Paulson–. Por eso ligamos tanto –añadió con un guiño–. Esta noche conseguiremos tantos teléfonos que vamos a necesitar más memoria en nuestros móviles.
El bombero Paulson era un mujeriego. Él, en cambio, no lo era. Había estado viviendo como un monje, pero eso estaba a punto de cambiar. Hasta entonces…
Se quedó mirando el café, tratando de no perderse en sus recuerdos.
Si salía alguna noche era para tomarse una cerveza y comer una hamburguesa, nada más. El resto no le interesaba lo más mínimo. La única mujer que quería no deseaba estar con él y se había dado cuenta de que había llegado el momento de seguir adelante con su vida.
–No me necesitas para conseguir todos esos números de teléfono.
–Es verdad –asintió Paulson–. Pero piensa en lo bien que lo pasaremos juntos.
–Uno de estos días vas a tener que crecer y darte cuenta de que las mujeres no están en este planeta para tu disfrute –le advirtió Zoe.
–No creo que llegue ese día –repuso Paulson con una gran sonrisa.
–Es una lástima, porque el amor puede conquistarlo todo.
–El amor es una porquería –espetó Paulson.
Cullen había estado a punto de decir lo mismo.
–A veces –reconoció Zoe–. Pero otras veces es pura magia.
«Sí, claro», se dijo Cullen tomando otro sorbo de café.
Creía que el amor no hacía otra cosa que llenar la vida de uno de problemas y dolor.
Se terminó el café y Zoe le sirvió otra taza. Llegaron más miembros del equipo de rescate a la cafetería. También entró un hombre que les hizo fotos.
–¿Por qué están tardando tanto? –preguntó Cullen mirando su reloj.
–Hughes debe de estar aún afuera, hablando con los periodistas –le contestó Paulson.
A Cullen no le gustaban demasiado los medios de comunicación, que trataban siempre de dramatizar las misiones de rescate en el monte Hood para hacerlas más atractivas.
–Bueno, mejor que se encargue Hughes de eso –comentó Cullen tomando una galleta.
–Ya verás cuando se entere la prensa de que bajaste por la grieta para atender a ese hombre.
–¿Y si les decimos que fuiste tú? –le planteó Cullen.
–Me parece bien –le dijo Paulson–. Sobre todo si la periodista rubia del Canal Nueve quiere hablar conmigo.
Cullen dio otro mordisco a la galleta. Supuso que las habría hecho Carly Porter. Su marido, Jake, también había participado en la misión y era el dueño de la compañía cervecera local y del bar. En esos momentos, nada le apetecía más que tomarse una pinta de la cerveza dorada de Porter con sus amigos.
El agente de policía Will Townsend se acercó a su mesa y también lo hizo Sean Hughes. Vio que parecían preocupados. Se quedó sin aliento al pensar que iban a decirle que el escalador había muerto o que estaba mucho peor. Era un hombre joven, casado y con dos niños.
–Hola, doctor –le dijo Will–. ¿Tienes el teléfono móvil apagado?
–Me he quedado sin batería –repuso Cullen–. Y por aquí no hay muchos lugares para recargar.
–El caso es que hemos estado tratando de localizarte –le dijo Will.
A Cullen se le hizo un nudo en la garganta.
–¿Por qué? ¿Qué ha pasado?
–Se trata de Sarah Purcell. Han encontrado tu nombre como persona de contacto en caso de emergencia.
Al oír su nombre, se quedó sin aliento y tiró la taza de café al suelo.
–No te preocupes, yo lo limpio –le dijo Paulson tomando rápidamente un puñado de servilletas.
Cullen se puso en pie y miró al policía.
–¿Qué le ha pasado a Sarah?
–Ha habido un accidente en el monte Baker –le dijo Townsend.
–¿Un accidente? –preguntó Cullen.
–Aún no tenemos muchos detalles, pero parece que Sarah estaba en el cráter cuando se produjo una explosión de vapor. La golpeó una roca y cayó desde bastante altura.
Se quedó sin aliento y sintió que se estremecía. Ni siquiera veía con claridad. Hughes lo sujetó por el brazo para evitar que se cayera.
–Tranquilo, respira hondo –le dijo Paulson.
Sintió que lo sentaban de nuevo en la silla. No podía creerlo.
«Sarah… Por favor, Señor. No, ella no», se dijo a modo de oración.
Sus