entendía qué le ocurría. Después de todo, era médico. La muerte era algo con lo que convivía a diario en el hospital. Pero en ese momento, ni siquiera se atrevía a decir la palabra.
Will se inclinó hacia adelante y lo miró a los ojos.
–Sarah está en un hospital de Seattle –le dijo.
No estaba muerta…Sintió que se le quitaba un inmenso peso de encima y se le llenaron de lágrimas los ojos. Llevaba meses sin verla. Su intención había sido salir de la vida de Sarah y seguir su camino, pero nunca había querido que le pasara nada malo.
Estaba ingresada en uno de los mejores centros del noroeste del país.
Cullen parpadeó y tragó saliva. Tenía que calmarse y tomar una decisión. Él vivía en Hood Hamlet y sabía que Sarah recibiría el mejor tratamiento posible en ese hospital, pero tenía que asegurarse de que era la atención adecuada. Pensó que era un alivio que Seattle estuviera solo a cuatro horas en coche.
Se puso de pie. Estaba cansado, pero tenía que ir.
–Voy para allá –les dijo.
–Espera, no tan rápido –le dijo Hughes–. Nos han estado informando. Sarah está en el quirófano de nuevo.
Apretó con fuerza los puños al oírlo. No le parecía buena señal que ya la hubieran operado más de una vez. Esa cirugía podía significar cualquier cosa. A lo mejor trataban de aliviar la presión sobre el cerebro. Sabía que los volcanes no eran lugares seguros. Ser vulcanóloga había puesto a Sarah en peligro en más de una ocasión, pero hasta entonces se había limitado a tener algún golpe o contusión. Pero eso…
Cullen se pasó la mano por el pelo. Recordó que era médico y que tenía que controlarse.
–¿Os han dado ya algún pronóstico? ¿Qué es exactamente lo que tiene?
Hughes tocó el hombro de Cullen con la compasión de un amigo.
–Está en estado crítico –le dijo su compañero.
No podía creer que, mientras él había estado en la montaña salvando una vida, Sarah había estado luchando por la suya. Estaba muerto de miedo y sintió cierta culpabilidad, algo que le resultaba muy familiar. No había sido capaz de ayudar a Blaine, pero necesitaba estar al lado de Sarah y ayudarla al menos a ella.
Se dio cuenta de que no podía perder más tiempo. Sarah necesitaba a alguien con ella.
–Tengo que irme a Seattle –les dijo mientras agarraba su mochila.
–Johnny Gearhart tiene un avión y Porter ya está hablando con él para arreglarlo todo. Te llevaré en tu coche a casa para que te cambies y hagas la maleta. ¿De acuerdo?
Abrió la boca para protestar. Llevaba poco tiempo viviendo en Hood Hamlet. De vez en cuando, se tomaba alguna cerveza y veía los partidos con esos hombres, pero no confiaba más que en sí mismo y no le gustaba pedir ayuda. Se tragó sus palabras y decidió aceptar lo que le ofrecían de manera tan generosa.
–Gracias –les dijo.
–Para eso estamos los amigos –repuso Hughes–. Venga, vámonos.
Cullen asintió con la cabeza mientras Paulson recogía su equipo e iba tras ellos.
–Entonces, ¿quién es Sarah? ¿Un familiar? ¿Tu hermana? –le preguntó el hombre.
–No –dijo Cullen–. Sarah es mi esposa.
«¿Dónde estoy?», se preguntó Sarah Purcell.
Quería abrir los ojos, pero le daba la impresión de que tenía los párpados pegados. Por mucho que lo intentara, no podía abrirlos. No entendía qué le estaba pasando.
Sintió un fuerte dolor y tardó un minuto o más en darse cuenta de que era la cabeza lo que le dolía. Notó poco después que, aunque el dolor en la cabeza era el más intenso, le dolía todo.
Pero era un dolor lejano, como si no fuera del todo suyo. Había sufrido dolores peores.
Sintió frío por todo el cuerpo y de pronto, mucho calor. Y el aire olía diferente. Sabía que debía estar imaginándolo, pero le daba la impresión de que tenía algo metido en la nariz.
Oyó de repente un pitido electrónico. No reconoció el sonido, pero ese ritmo constante le dio más sueño aún. Decidió que no había motivo alguno para abrir los ojos. No cuando lo que quería era volver a dormirse.
–Sarah.
La voz del hombre atravesó la espesa neblina que rodeaba a su mente. Le sonaba de algo, pero no sabía de qué. No le extrañó. Después de todo, no tenía ni idea de dónde estaba, por qué estaba tan oscuro ni de dónde salía ese pitido.
Tenía muchas preguntas.
Abrió los labios para hablar, para preguntar qué pasaba, pero no le salieron las palabras. Solo un sonido ahogado escapó de su seca garganta. Necesitaba agua.
–Está bien, Sarah –le dijo alguien en un tono tranquilizador–. Te vas a poner bien.
Le alegró que ese hombre lo creyera, ella no estaba segura de nada. No entendía qué podía haberle pasado.
Recordó entonces que las nubes se habían estado moviendo y que un ruido horrible llenó el aire. Hubo una explosión y el terreno se agrietó. Se estremeció cuando recordó el estruendo.
Sintió que una gran mano cubría la de ella. Era una mano cálida y le resultaba tan familiar como la voz. Se preguntó si sería la misma persona. No tenía ni idea, pero la caricia consiguió tranquilizarla. Esperaba poder volver a dormirse.
–Su pulso ha incrementado –dijo el hombre con preocupación–. Y ha separado los labios. Se ha despertado.
Alguien le tocó la frente. No era la misma persona que seguía sin soltarle la mano. Esa tenía la piel lisa y fría.
–Yo no veo ningún cambio –dijo otro hombre–. Lleva aquí mucho tiempo. Tómese un descanso. Vaya a comer fuera del hospital y duerma en una cama de verdad. Lo llamaremos si hay algún cambio.
Pero el primer hombre no soltó su mano e incluso la apretó ligeramente.
–No, no voy a dejar a mi esposa.
Esposa.
La palabra se filtró en su mente hasta que la entendió. Se le vino entonces una imagen a la cabeza. La de sus ojos, tan azules como el cielo. Había hecho que se sintiera como la única mujer en el mundo. No sonreía a menudo. Pero, cuando lo hacía, era una sonrisa generosa que le calentaba el corazón y le había hecho creer que el suyo podía ser un amor para toda la vida.
Pensó en su hermoso rostro, en sus fuertes pómulos, su nariz recta y en el hoyuelo que tenía en la barbilla. Esa cara había estado en todos sus sueños hasta un año antes.
Cullen…
Estaba allí y sintió que una oleada de calor recorría su cuerpo. Había ido a buscarla. Necesitaba abrir los ojos y verlo para asegurarse de que no estaba soñando.
Pero no podía abrir los párpados. Trató de mover los dedos bajo la mano de Cullen, pero no podía. Trató de hablar, pero le fue imposible.
Aun así, se sintió mejor al saber que Cullen estaba allí con ella. Tenía que decírselo, quería que él supiera lo mucho que…
Pero, de repente, recobró el sentido común y se dio cuenta de que Cullen no debería estar allí. Él había estado de acuerdo con que el divorcio era la mejor opción. Ya no vivían en la misma ciudad, ni siquiera en el mismo estado. No entendía por qué estaba allí.
Sarah trató de mover los labios, pero no salió ningún sonido.
–Mire –le dijo Cullen a alguien–. Se está despertando.
–Estaba equivocado, doctor Gray –contestó la otra persona–. Parece