Liz Fielding

El amor secreto


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Ya sé que rompo los espejos.

      –Venga, no seas tonta –rio él–. Estarás muy bien.

      –No estoy hecha para el terciopelo y el tul –se quejó ella. Trajes de chaqueta, vestidos de estilo austero y faldas hasta la rodilla eran más su estilo; le quedaban bien a sus anchos hombros y disimulaban su falta de curvas–. Y no me apetece nada meter los pies en un par de merceditas ni ponerme flores en el pelo. Pareceré una cría.

      –¿Qué son merceditas?

      –Esos zapatos de niña que llevan una tira en el empeine. No entiendo por qué se han puesto de moda.

      –Te entiendo. Eres demasiado mayor…

      –Robert, no te pases.

      Él tomó su mano y Daisy decidió que podía seguir insultándola durante todo el día.

      –Nunca te he visto así de preocupada por una tontería –dijo él–. Dile a Ginny que no puedes hacerlo. Puede tener solo tres damas de honor, ¿no?

      Claro que podía. Pero no quería. Ginny quería tener una boda perfecta y Daisy no quería, ni podía desilusionar a su futura cuñada.

      Pero Robert no podía entenderlo, por supuesto. Durante toda su vida, la gente había hecho lo imposible para darle lo que quería. La mayoría de los hombres con sus ventajas se habrían convertido en auténticos monstruos pero, además de ser el hombre más deseable del mundo, Robert Furneval era un hombre amable y generoso y legiones de sus abandonadas novias declararían en su lecho de muerte que era el hombre más bueno del mundo.

      –Por supuesto, mi madre está encantada.

      –Si tanta ilusión le hace a tu madre, cariño, lo mejor es que te rindas graciosamente.

      Con una hija casada y un hijo a punto de seguir sus pasos, Margaret Galbraith estaba obsesionada con el miembro de la familia más recalcitrante. Daisy. Veinticuatro años y ni un pretendiente a la vista.

      La primera fase del plan de su madre incluía cambiar su imagen. Quería hacerla más femenina, más guapa. Llevaba semanas intentando convencerla de que fuera con ella de compras para aprovechar una boda en la que, sin duda, habría docenas de hombres solteros y, con una de las damas de honor con una pierna rota, no había ninguna posibilidad de escape.

      Las fases dos y tres indudablemente incluían un maquillador y un peluquero para poner sus rubios rizos en orden. Tarea, por otra parte, imposible.

      Daisy miró la mano de Robert. Tenía unas manos preciosas, con dedos largos y delgados. Una diminuta cicatriz en los nudillos les añadía atractivo; se la había hecho un perro cuando tenía doce años. Ella ya lo amaba entonces.

      Por un momento, se permitió a sí misma disfrutar del roce de su mano. Solo por un momento. Después, la apartó y tomó su copa de vino.

      –Mi madre cree que soy demasiado tímida y que ser el centro de atención me vendrá bien.

      Él seguía sonriendo, pero con suficiente simpatía como para que Daisy no se lo tomara en cuenta.

      –Lo siento mucho por ti, pero me temo que vas a tener que soportarlo con una sonrisa.

      –¿Lo harías tú?

      –Cualquier cosa para que me dejaran tranquilo –dijo él–. Y me pondré un chaleco amarillo para demostrarte mi solidaridad.

      –¿Un chaleco amarillo? –repitió ella, divertida.

      –Si eso es lo que tengo que hacer para que te sientas mejor, lo haré –afirmó él–. O tú podrías teñirte el pelo de negro para parecerte a las otras damas de honor, aunque no sé si un patito negro sería igual de atractivo…

      –No te lo estás tomando en serio –lo interrumpió ella. Pero, ¿cuándo Robert se tomaba nada en serio? Podía estar un poco triste porque su última novia lo había dejado una semana antes de que lo hiciera él, pero como pronto tendría docenas de mujeres deseosas de ocupar su puesto, la tristeza no duraría demasiado.

      Daisy tomó un sorbo de vino en un silencioso brindis por la ex novia; pocas de las conquistas de Robert eran tan inteligentes.

      –O podrías llevar peluca –sugirió él. Daisy le dijo, con términos que no admitían discusión, dónde podía meterse la peluca y Robert soltó una carcajada–. No te desplumes, patito –bromeó él–. Estás sacando las cosas de quicio. ¿Quién se va a dar cuenta? Todo el mundo estará mirando a la novia.

      Para ser un hombre conocido por volver locas a las mujeres con su galantería, aquel comentario era bastante grosero, pensaba ella. Pero Robert siempre la había tratado como si fuera su hermana pequeña y ningún hombre está dispuesto a ser galante con su hermana. Su propio hermano nunca lo había sido, ¿por qué iba a ser diferente su mejor amigo? Especialmente, porque ella siempre había querido que sus relaciones con Robert tuvieran ese carácter. Nada de coqueteos. Ni vestidos bonitos ni tacones cuando quedaban a comer.

      Podía amarlo hasta lo más profundo de su ser, pero ese era un secreto que solo compartía con su diario. Robert Furneval no era el tipo de hombre que podía mantener una relación duradera con una mujer y cuando se ama a alguien, eso es lo único que se desea.

      Daisy dejó la copa de vino sobre la mesa y se levantó. Separarse de Robert siempre le resultaba difícil, pero tenía que hacer un esfuerzo.

      –La próxima vez que necesites un hombro sobre el que llorar, Robert Furneval, busca en las Páginas Amarillas. Ya que te gusta tanto ese color…

      –Venga, Daisy. Tú eres la única mujer en la que puedo confiar –protestó él, mirando su bolso–. Excepto por esa tendencia tuya a usar la ropa de tu abuela –añadió. Daisy ni siquiera se molestó en contradecirlo. Su hermana le había regalado aquel precioso bolsito de mano cubierto de perlas, probablemente siguiendo los consejos de su madre para modernizar su imagen–. No te pongas tan tonta solo por un traje. Ni siquiera tendrás que enseñar las piernas.

      –¿Qué sabes tú de mis piernas? –replicó ella.

      –Nada. Aunque acabo de recordar que tienes las rodillas huesudas. Supongo que es por eso por lo que nunca las enseñas. Pantalones, faldas largas… –sonrió el hombre con aquella sonrisa de niño malo. Aquella sonrisa que siempre la ablandaba y la reducía a gelatina, destrozando su decisión de dejar de ver a Robert Furneval para siempre–. ¿No querrás que mienta, diciendo que estarás maravillosa de amarillo? –preguntó. Pues no estaría tan mal que la mintiera de vez en cuando, pensaba Daisy. Aunque fuera una sola vez. Pero ellos nunca se habían mentido–. Somos amigos. Y los amigos no tienen que mentirse.

      Sí, eran amigos. Daisy lo sabía.

      Robert no le regalaba rosas, pero tampoco la dejaba después de un par de meses. Eran amigos de verdad. Y ella sabía que, si quería seguir formando parte de su vida, tendría que seguir siendo así.

      Daisy sabía cosas sobre Robert que ni siquiera sabía su hermano. Ella siempre lo escuchaba y estaba a su lado cada vez que rompía con alguna de sus interminables novias… para comer, o como pareja en las fiestas. Mientras no se engañara a sí misma esperando que él la acompañara a casa después…

      Aunque Robert nunca la dejaba abandonada. Siempre encontraba algún acompañante para ella y después la tomaba el pelo sobre sus «novios».

      –¿Verdad?

      –¿Qué? –preguntó ella, confusa–. Ah, ya. No, los amigos no se mienten. Y no quiero que tú me mientas nunca –dijo, mirando su reloj–. Bueno, ahora tengo que someterme a la indignidad de probarme el traje de pato. Tienen que arreglar… bueno, ya sabes –explicó, haciendo un gesto sobre su pecho–. Es de estilo imperio, y las demás chicas tienen escote suficiente, pero yo no.

      –Ponte uno de esos sujetadores que levantan… bueno, ya sabes, hacia arriba.

      –Pues como no sea una grúa.

      Robert no se lo discutió. El