Brenda Jackson

Ardiente atracción - Un plan imperfecto


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humo por la nariz. Entonces, se quedó callado unos segundos, como si necesitara tiempo para controlar su enfado–. No pienso repetirte que soy inocente de lo que pasó esa noche. Además, si te soy sincero, no me importa lo que pienses. Porque, si preferiste creer una mentira en vez de a mí, es que no merecías mi amor. Me niego a sentirme culpable por lo que pasó.

      Su acusación hizo que ella se encogiera, no por su brusco tono de voz, sino por lo que decía. De pronto, la sombra de la duda le hizo mella. ¿Y si se había equivocado? ¿Y si Bonita había mentido? ¿Y si él era inocente y lo había juzgado mal?

      No podía dar crédito a esa posibilidad. La versión de Bonita había sido muy verosímil. Sin embargo…

      –¿Me odiabas tanto que no quisiste decirme que iba a ser padre? –preguntó él, tenso.

      –Ya no estábamos juntos y…

      –¿Y qué? –la interrumpió él.

      –Después de un tiempo, pensé que, si te decía que estaba embarazada, dudarías de que Beau fuera tuyo.

      Canyon se quedó mirándola en silencio, más y más furioso.

      –Eso es una mentira y lo sabes. No tenía razón para pensar que el niño no fuera mío. Yo confiaba en ti, no como tú. Esa excusa no cuela. Y tampoco puedo aceptar que no me lo contaras todas las veces que me has visto en Denver desde que volviste. ¿Acaso piensas que no tenía derecho a saberlo?

      Keisha decidió ser honesta con él.

      –No. Lo que me hiciste es imperdonable y te dejó sin derechos en lo que a mí y al niño se refiere. Además, lo último que quería era que eso te hiciera sentirte obligado a atarte a una mujer a la que está claro que no querías.

      –Sí te quería –afirmó él, acercándose más a la mesa–. Te lo había dicho muchas veces.

      –Pero luego me demostraste que tu amor era falso.

      –Me has apartado de mi hijo durante dos años porque no creías que te amaba, porque creías que te había traicionado –le espetó él, sin poder ocultar su furia–. Lo que has hecho es imperdonable. Un día, descubrirás que la única mentira aquí es la que tú has creído durante tres años. Te equivocaste conmigo y, cuando descubras la verdad, quiero que pienses muy bien lo que nos has hecho a Beau y a mí.

      –Beau me tenía a mí –señaló ella, poniéndose más tensa.

      –¿Y tú ibas a hacer de madre y de padre?

      –Una mujer hace lo que tenga que hacer cuando no hay un padre presente. Así lo hizo mi madre.

      –Pero tú no me diste la oportunidad de estar presente –se defendió él–. ¿Se trata de eso, Keisha? Como tu padre no quiso reconocerte, asumiste que yo tampoco iba a querer reconocer a mi hijo, ¿no es cierto? No solo no confiabas en mí, sino que pensaste que era tan idiota como lo había sido tu padre.

      Sus palabras la hirieron como flechas.

      –Ha sido un error venir esta noche.

      –Ya has cometido varios errores, Keisha –repuso él–, pero venir aquí no ha sido uno de ellos. Estoy seguro de que, algún día, te darás cuenta de que te equivocaste respecto a mí y al alejarme de mi hijo –afirmó e hizo una pausa–. Pero te advierto de que Beau y yo no vamos a volver a separarnos.

      –¿Qué quieres decir? –preguntó ella, presa del desasosiego.

      –Lo que he dicho. Si intentas separarme de mi hijo otra vez, te llevaré a juicio y lucharé por la custodia.

      –¿Me quitarías a mi hijo? –inquirió ella, lanzando un grito.

      –¿No me has hecho tú a mí lo mismo? No me dejaste estar en el embarazo, ni en el nacimiento, ni ver sus primeros pasos, ni oír sus primeras palabras. Me negaste mi derecho a todas esas cosas. Por eso, sí, te lo quitaría sin pestañear. Y tengo medios para hacerlo.

      Ella exhaló con frustración.

      –Pelearnos no nos conducirá a nada, Canyon.

      –Ya lo sé. Pero quiero dejarte clara mi postura –indicó él, y se puso en pie–. El detective Render ha llamado cuando estabas arriba. Vendrá mañana a mediodía para hablar contigo –informó–. Y ha llamado Pam.

      Ella sabía que Pam era la mujer de Dillon.

      –¿Y?

      –Nos han invitado a desayunar a las nueve.

      –No creo que…

      –En este momento, no importa lo que creas. Es hora de que mi familia conozca a mi hijo.

      –Iré, pero no fingiré.

      –¿Fingir qué? –preguntó él con rostro pétreo–. ¿Que estamos enamorados? ¿Que somos una familia? ¿Que no me odias porque crees que te traicioné, tanto como para quitarme a mi hijo durante dos años? No, Keisha, no quiero que finjas sentir nada por mí porque te aseguro de que yo no voy a fingir tampoco.

      Keisha tragó saliva con el corazón galopándole en el pecho. En otras palabras, Canyon pensaba dejar claro a su familia lo mucho que la despreciaba.

      –Bien –dijo ella con voz temblorosa–. Es tarde y quiero acostarme. Si puedes traerme mis cosas del coche, te lo agradecería.

      Keisha no había querido llevarse ninguna de sus cosas allí. Se le ponía la piel de gallina solo de imaginar que alguien las había tocado antes de tirarlas por el suelo. De camino, Canyon había parado en unos grandes almacenes, donde ella había comprado cosas de aseo, un vestido para el día siguiente y un pijama para dormir. Por suerte, siempre llevaba una muda para Beau en el coche para casos de emergencia.

      Iría de compras al día siguiente, de camino a un hotel, pensó ella. Y estaba segura de que, después de hablar con el detective, se iría a un hotel.

      De ninguna manera podía quedarse con Canyon una noche más.

      Una hora más tarde, Canyon se fue a la cama, pero no pudo dormir. Estaba demasiado enfadado. Se sentía ultrajado. ¿Cómo se atrevía Keisha a negarle tantas cosas? Se había quedado sin su amor y sin su hijo. Y todo porque ella había creído la mentira de otra mujer.

      Se levantó, pero no le sirvió para sosegarse. Solo una cosa podía ayudarle: mirar por el telescopio.

      Cómo le fascinaban las estrellas, su primo Ian, de los Westmoreland de Atlanta, le había regalado aquella belleza. Como a él, a Ian le encantaban las estrellas. Canyon meneó la cabeza, pensando en su primo, experto en astronomía. Había trabajado en la NASA y en un laboratorio de investigación, tenía un barco y un casino flotante en el lago Tahoe.

      Mirando por el telescopio, Canyon buscó su estrella especial. La había visto por primera vez con diez años y la había bautizado como Flash. En ese momento, veintidós años después, Flash seguía cautivándolo. Tardó media hora antes de poder encontrarla y, cuando lo hizo, respiró aliviado ante la belleza del universo.

      Minutos después, iba a meterse en la cama, cuando le sonó su móvil.

      –¿Hola?

      –Llamaba para ver si todo iba bien.

      Canyon se incorporó en la cama. Cuando sus padres y tíos habían muerto, Dillon se había convertido en el cuidador de todos los demás niños. Y seguía siendo el líder y el guía de la familia. Todos acudían a él en busca de consejo y confiaban en su buen juicio. Además, él siempre parecía intuir cuándo alguien tenía problemas o podía necesitar su ayuda.

      –Sí, Dillon, todo está bien –afirmó Canyon, e hizo una pausa–. Al menos, por ahora. Pero, después de haber comprobado lo que Keisha y yo sentimos el uno por el otro, mañana será otro cantar.

      –¿Y qué sentís el uno por el otro?

      –Ella me odia. Y yo la odio a ella.

      –Eso