lo menos Alicia Martínez que ustedes puedan imaginarse. En la punta de la lengua tengo un nombre para esta mujer, pero no logro articularlo. Supongo que se trata (en el mejor de los casos) de esa manía de rebautizar que ataca a los enamorados, como si ofendiera el uso de un viejo nombre en una nueva situación amorosa; en el peor, bueno, tan poco tiempo no le permite a nadie hallar el sustituto íntimo, el atajo afectuoso para evitar la cédula.
Alicia Martínez. Es curioso cómo pronuncia Alicia. Suena Álicia, el acento sobre la primera vocal. Mis ganas, espero, de que su singularidad física se extienda al nombre. Porque a veces oigo el saltito, la arritmia, y otras no.
Cuando uno trata de escribir sobre sí mismo, descubre, si es honesto, que la emoción fundamental convive con una cantidad de pavadas. El terror que sentí cuando dijo “estoy lista” lo produjo, por supuesto, la inminencia de la partida. Pero también, a que negarlo, la visión de Alicia Martínez en el living de casa, preparada para salir.
Tenía puesta la misma ropa del viernes. Lo afirmo porque de la estación vinimos directamente aquí, aunque algo caminamos, no mucho, por el barrio, aunque quizás entramos en un café. Yo estaba demasiado perturbado por el encuentro para fijarme en su vestido. Luego, todo el fin de semana transcurrió entre estas cuatro paredes y ella no me acompañó cuando fui a la rotisería en busca de comida y de una botella de vino. Además, con esa perezosa languidez que me conmueve tanto, que en ningún momento sugiere vanidad y menos todavía impudor, estuvo casi siempre desnuda; sólo se cubrió una o dos veces, echando mano de la sábana, para asomarse al jardín, que parece atraerla de un modo especial, porque lo mira absorta, como si buscara a alguien ahí abajo y la defraudara encontrar lo único que hubo en estos días: verde y silencio.
Ahora, lejos del impacto de nuestro encuentro en la estación, la vi por primera vez. Quiero decir que la vi como la verían otros en la calle.
El vestido era de una tela muy fina, de color celeste, seguramente lo más apropiado para un verano de Buenos Aires: sin hombros, sin breteles, con una falda amplia y –como diría Victoria– vaporosa. Realmente la envolvía como una especie de vapor, ya que la ligera corriente de aire que entraba por la ventana abierta, lo hacía temblar y despejarse y adherirse, en suaves movimientos de traslación alrededor del cuerpo. Una nube celeste. Debajo de la nube no había nada, salvo ella misma.
Me pregunté cómo habíamos llegado de Villa del Parque sin provocar un escándalo en la vía pública. Me pregunté cómo llegaríamos a Retiro. Estaba a punto de rogarle que se cubriera con algo, cuando preguntó, inocente, femenina:
–¿Estoy bien?
Oír su voz (me llega adelantada o con retraso, como esas películas checas, polacas, rusas, tan mal traducidas que el texto nunca se lee en la escena a la que corresponde), me avergonzó.
–Estás perfecta.
El alarde de coraje respondía a la necesidad de actuar naturalmente y me duró hasta que salimos del departamento. Tenía media cuadra para llegar al coche. La recorrí como un ladrón, con Alicia Martínez colgada de mi brazo. Sin embargo, ninguno de los vecinos, esos reclutas de imaginaria en la vereda, la miró dos veces. Tampoco, desde la silla instalada contra la pared, desde los improvisados bancos de plaza que hacen el saliente de las vidrieras de cuatro esquinas, donde se instala, por turnos, el vecindario ocioso y conversador, me negaron el saludo.
–Qué tal, doctor.
La cabeza baja, agité la mano unas cuantas veces, irritado por el inevitable doctor. Oyen la máquina de escribir y deciden que en mi departamento trabaja un abogado. No he podido convencer ni al portero de que ahora me gano la vida como periodista. Me confunden con el abogado del quinto, un hombre viejo e inválido, de rotundos bigotes grises, sombrero de fieltro y chalina, que transportan a su estudio cada mañana, milímetro a milímetro, dos muletas y dos hijos fuertes. Del fondo del pequeño cuerpo de títere, una voz ronca, de hierro, me saluda cada vez que lo cruzo en su heroica trayectoria de caracol: “Buenos días, doctor”. Hasta él me confunde con él.
El chico de la playa de estacionamiento, que de ávido no discrimina y piropea a todo lo que pasa y merece, siquiera genéricamente, la denominación de mujer, se portó como un caballero, me acompañó hasta el auto haciendo las preguntas de costumbre, que tienen que ver con mis viajes al extranjero y su necesidad de consejo sobre el tema. Siempre está por viajar. Esta vez, inquieto ante la diáfana presencia de Alicia Martínez, le contesté brutalmente.
–No dudes un segundo. Entre Mar Chiquita y Lobos, la mejor elección es Berlín.
–No me cargue, doctor, que le hablo en serio.
La muchacha ya estaba a cubierto en el auto. Me di vuelta para mirar al chico.
Tendrá unos cinco años menos que yo, pero en el barrio le decimos el chico. Y está bien, no ha dejado de serlo, no lo imagino viejo, se ha instalado en el límite de la infancia, crecido y sin maduración, como la casilla de la playa de estacionamiento donde pasa su día. Es flaco, desgarbado, de piel amarillenta, tiene el pelo lacio y negro, demasiado largo, demasiado brilloso, peinado hacia atrás y sin raya, que forma una rampa curva sobre el cuello de una camisa no muy limpia pero de colores que aturden.
Es alegre, parece feliz. Me ha ayudado a cargar tantas valijas, me ha despedido tantas veces, me ha recibido y preguntado, curioso, sin ninguna timidez, dónde estuvo, cómo le fue, que a la larga, sin contacto alguno fuera de esa playa y esa vereda, ha logrado que me sienta menos solo cuando me voy y cuando vuelvo. A la larga, sin serlo, somos muy amigos.
–Perdóname. Estoy en contra de los viajes, sabés.
Sacudió la melena, se echó a reír a carcajadas.
–Ahí estuvo genial, doctor. Dele nomás que hay aire para que salga su catramina.
Dos cosas me irritan en el chico: una, no consigo que me tutee y así me obliga a ese desagradable tic porteño del voceo al mozo, al chófer, al cadete de la oficina, obligados, por tradición jerárquica, al usted. Otra, que llame catramina a mi coche y se ofenda porque no he comprado un modelo nuevo y lujoso. Pero ni una palabra, ni un guiño, por Alicia Martínez. En suma, cuando quiere, sabe portarse como un señor.
En la estación Retiro, profundamente aliviado ante la indiferencia de una multitud de varones, me dije: “Soy yo el que exagera. Veo más ese cuerpo porque lo conozco mejor. Porque lo conozco, lo adivino. No era para tanto”.
Mi preocupación (una prueba de la capacidad que tengo para distraerme con tonterías), desapareció mientras esperábamos el tren. Y fue inmediatamente reemplazada por la angustia de la despedida.
Le hice jurar que me llamaría por teléfono a la tarde, que nos veríamos esa misma noche, a las nueve. Llegó el tren, se detuvo, bajó la gente, subió todo el mundo y yo aún la aferraba de un brazo y suplicaba. Mi desesperación no perturbó esa calma, ese maravilloso equilibrio que me admira tanto como su belleza. Apenas durante unos instantes se mostró indecisa. Parecía perturbada. Miró el reloj.
–¿Qué pasa? ¿No vas a venir?
Sonrió a su modo: lentamente.
–No nos separaremos nunca –dijo al fin.
Debí alegrarme. En cambio, me sentí extrañamente triste. Esas lindas palabras, tan indispensables, no me sonaron bien.
Dudo antes de escribir mi impresión, pero tengo que hacerlo: sonaron como golpes de formón en una piedra. Me recordaron esas tumbas del cementerio que nadie visita, esa lápida de un muerto que nadie reconoce, y en ella el texto claro, pero sin sentido, que nadie lee. Me estremecí.
De puro hábito, fui a la oficina. La encontré medio desierta, porque era muy temprano. Alguna cara de día lunes me miró sorprendida y preguntó:
–¿Qué haces aquí?
En la confusión de este fin de semana, me había olvidado: estoy de vacaciones. Disimulé mi estupidez con una excusa.
–Vine a buscar el material para la nota de la itb.
La