Vlady Kociancich

La octava maravilla


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no le faltará.

      –Está perfecto. Por un lado se asegura el puchero con la abogacía, por el otro, se proyecta a la fama.

      –No sé. Mira que hay libros que te llenan de plata y abogados que no salen de la estantería.

      –Depende, che. Pero igual Alberto es una luz. Ponele la firma, éste siempre va a salir adelante.

      –Una novela, qué amor.

      –¿No te dije que Alberto tenía un algo espiritual?

      Y mi madre, por fin, pudo usar el pañuelito. Pero ahora lloraba de or­gullo.

      Los muchachos del club, resentidos, leales, me palmearon la espalda hasta doblarme.

      –Pico de loro, cómo hablás.

      –Y con esa labia, ¿qué querés? Fíjate, encima de abogado, escribe. Vos hasta el Nobel no te para nadie.

      Mis condiscípulos de la facultad se sonreían, más medidos, indecisos entre la aceptación inmediata de un hecho corriente para jóvenes universitarios y la incredulidad.

      –Qué raro, nunca mostraste nada.

      –No conocés a Paradella. Reservado como pocos. Hizo bien, esperó su oportunidad.

      –No le gusta la promoción. Nos garantiza un autor serio.

      En medio del alboroto, mi padre estaba escandalosamente callado. Lo interrogué con la mirada.

      –Así que era para tanto –dijo.

      Cundió una orden: “Brindemos”. Victoria me susurró al oído:

      –Tomá en mi vaso, porque no hay más secretos entre los dos.

      Quise hablar. No me dejaron.

      –¡Por el abogado!

      –¡Por el novelista!

      –¡Por la fama!

      –¡Por la novela!

      –¡Por el éxito!

      Mis ojos se encontraron con los de Paco Stein, que bizqueaba furiosamente, la boca abierta, la melena roja erizada. Le envié un mudo, desesperado pedido de socorro. “Vos sabes, deciles la verdad, yo no me animo. Vos sabés bien que era una broma.”

      Alzó una mano y exigió silencio. Dejó de bizquear. La sonrisa se abrió lenta y burlona. Hizo una profunda reverencia. Luego, la voz clara y vibrante en el patio callado, ante las caras expectantes, levantó su copa y dijo:

      –Brindo por un hombre de genio.

      11

      Durante algunos años fui correctamente feliz.

      Mi doble personalidad de escritor y abogado me permitía zafarme de las trampas que ya sólo por hábito colocaban los otros a mi paso. Cuando mi empleador en el estudio jurídico inquiría la razón que me apartaba de un desempeño más brillante, yo sonreía melancólicamente, extraía la tar­jeta de identidad literaria. Cuando la familia y los amigos pedían noticias de la obra, declaraba que la creación es un proceso lento y solitario, les recordaba mi necesidad de ganarme la vida, de respetar el horario de tri­bunales.

      Me casé con Victoria. Compramos esta casa. Cómo olvidar el día en que la visitamos, acompañados por el vendedor de la inmobiliaria.

      Llovía a cántaros. Victoria, impaciente, sin quitarse el impermeable rojo, con el pelo tan negro, las mejillas sonrosadas húmedas de lluvia, un suéter celeste y el verde de sus ojos más verde que nunca, aleteaba como una di­minuta ave del paraíso por aquellas habitaciones sombrías que olían a tierra mojada.

      En el mismo recibidor, le dije:

      –Es muy grande para dos personas.

      –Traje la plata de la seña –contestó riendo y sin mirarme.

      –Una oportunidad única –se apuró a señalarme el vendedor.

      Era un hombre de unos cincuenta años, enorme y panzón, de cara redonda y bonachona, entristecida por un violento resfrío. Los estornudos y la necesidad de mostrarse jovial para vendernos el departamento lo obligaban a una serie de cabriolas faciales, que me habrían divertido mucho si no hubiera sentido pena por él y algo de miedo de que me contagiara.

      –El precio es una ganga. Cinco dormitorios, dos baños, cocina, sala, vestíbulo.

      Y abría la boca en una sonrisa gigantesca, cuadraba los hombros, sacaba panza, señalaba esas ruinas oscuras con un brazo portentoso, un gesto que nos incluía en su afable magnanimidad.

      –Espacio, luz, buena ubicación.

      Y un desgarrador estornudo. La bocaza invertía su curva, gemía; se doblaba la espalda; la mano regia buscaba temblorosa el pañuelo, limpiaba la nariz, doblaba el pañuelo, mientras los ojos lacrimosos lo miraban con in­finita tristeza antes de guardarlo en el bolsillo, luego se posaban en nosotros dos, cargados de llanto enfermo y de congoja, un segundo de conmiseración por los dolores de la existencia, y otra vez a cuadrar los hombros, sacar panza, sonreír teatralmente y elogiar el departamento.

      Esos cambios de expresión eran tan rápidos y diestros, que desde ese día hasta que firmamos el bolero de compra, lo llamé Las Dos Carátulas. A Victoria no le gustó mi broma; aprovechó para acusarme de insensibilidad.

      Las Dos Carátulas insistía:

      –No se va a arrepentir, joven. Por supuesto, hay que ponerle unos pesos encima, para la reparación adecuada. O sea, una manita de albañilería, un toque de plomería, un llamado al carpintero, alguna pincelada aquí y allá. Pero dónde va a conseguir un departamento en pleno centro, o sea, con semejante capacidad habitacional, al precio que se le pide.

      –Me parece muy grande –repetí.

      –No es tan grande –dijo Victoria– si pensamos en tener chicos. Vos necesitas una pieza para escribir la novela, también. Y mucha tranquilidad.

      –Ah –exclamó La Comedia–, si es por tranquilidad, le firmamos una garantía. Los vecinos son gente mayor. O sea, viejos al borde de la tumba. Fíjese las ventajas. Punto número uno: el anciano tipo cuida el centavo, o sea, que no los van a arruinar con las expensas, que manejan, les aseguro, como el avaro de la obra. Punto número dos: con la edad disminuye la capacidad auditiva. O sea, ustedes atruenan con el estereofónico, las criaturitas berrean, y los viejos como si nada. O sea, tienen el saludo asegurado para la mañana siguiente. Punto número tres…

      –Igual ya la compramos –lo interrumpió Victoria. Y le explicó:

      –Usted sabe cómo son los hombres. No tienen imaginación, no ven el futuro, como una, que si usted me pregunta, ya sé cómo va a quedar, cuando se limpie y se arregle y todo eso.

      –O sea, que nos va a llevar unos cuantos meses y unos cuantos pesos –suspiré, echando un vistazo al largo canal del pasillo, a las puertas y más puertas, que exigían reparación con alaridos.

      –Tenemos la vida por delante –dijo Victoria.

      Me tomó del brazo y empezó a arrastrarme en dirección a las piezas del fondo. Las Dos Carátulas estornudó, sacó el pañuelo, lo aplicó a la cóncava mueca de sufrimiento, de pies a cabeza lo sacudió un chucho, quiso hablar, no le salió la voz. Encorvado, temblando, con gestos nos comunicó que nos esperaría en el vestíbulo.

      El brillante impermeable rojo de Victoria flotaba delante de mí por el pasillo en sombras. Lo seguí, extendiendo los brazos como un sonámbulo, hacia una oscuridad aún más gruesa en la que entramos, Victoria rectamente, yo en zigzag. Choqué contra el marco de la puerta.

      –¿No hay luz? –protesté.

      –Arruina el efecto. Vos cerrás los ojos y los abrís cuando te diga.

      Sus pasos se alejaron. Oí un ruido de metales oxidados, luego el estrépito