Vlady Kociancich

La octava maravilla


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en la terraza. Ahí me detuve. No lo hice a propósito. La sorpresa de recordarme en esa situación ridícula (en piyama, bajo la lluvia y además llorando), me impidió continuar. No me reconozco, no puedo creer que la escena pertenezca a ese pasado que inten­to recuperar y explicarme. Una pieza de otro juego; una de las comunes trampas de la memoria.

      La chica de la estación de Villa del Parque duerme todavía, pero falta poco para que suene el despertador. Idea de ella.

      –Es un lindo reloj –había dicho, tomándolo con esas manos delicadas como si el despertador fuera una cosa viva.

      Le dio cuerda, observó la posición de las agujas antes de colocarlo en la mesa de luz, entre la lámpara y el cenicero de ónix que me regaló Victoria para el último cumpleaños celebrado en pareja.

      Tan absorto la miraba que tuvo que repetir la pregunta:

      –¿Me acompañarás?

      –Sí, sí –contesté.

      –Sos muy bueno.

      Y sonrió. Yo ya sabía que iba a sonreír. Todo en esta muchacha es tan lento. En el gris de los ojos, por detrás de una corola de pétalos dorados, se alza una tenue luz que inunda progresivamente la mirada hasta convertirla en un único brillo de metal. Pero, independientemente de los ojos, durante dos, tres segundos, no demasiado tiempo, el suficiente para que yo lo advierta y me asombre, el rostro continúa suspendido en la expresión previa: grave, concentrado o vacío. Luego, paso a paso, la risa hace su obra. Se abre el arco de las cejas, los altos pómulos aplacan su severidad, el labio se desprende del labio, la bella boca de dibujo grueso, con el finísimo vello de las mujeres nórdicas, comienza a distenderse hacia las comisuras y, entre dos paréntesis y dos puntos de hoyuelos, aparece entera, de pie, la sonrisa.

      No es extraño que me distraiga en la contemplación de estos singulares procesos. Sólo cuando agregó que tomaría el tren de las ocho y veintiséis –el único defecto que le descubro es un maniático respeto por el reloj–, entendí que no me preguntaba si la acompañaría en el amor o la felicidad. Quería que la llevara a la estación Retiro.

      Si al describirla doy la impresión de que la juzgo estúpida, aclaro que no soy el tipo de hombre que confunde velocidad de movimiento con inteligencia. Más rápida que Victoria no hubo otra y sin embargo, con todo lo que la quería, nunca fui ciego a las irrefutables pruebas de su estupidez.

      A propósito de Victoria: esta muchacha es tan diferente a ella, que a cada rato las comparo. No necesito mirar la fotografía de mi mujer que, en parte por pereza y en parte porque sentí que las dos o tres cosas que podía hacer con el retrato –romperlo, quemarlo, esconderlo en un cajón– implicaban una venganza repugnante, sigue encima de la cómoda, donde siempre estuvo.

      A Victoria le gustaba mucho esa fotografía. Lograba adularla más que el espejo. Y le disgustaba la mía, que hacía juego, porque según su opinión, la cámara, la luz y el fotógrafo, me habían inventado un fuego en los ojos, una sonrisa divertida en los labios, una expresión de curiosidad apasionada, rasgos que ni por asomo pertenecían al hombre frío, aburrido e indiferente, que vivía con ella. A mí, para decir verdad, me parecía ridículo tener fotos de ambos ocupantes del dormitorio como si estuviéramos ausentes o muertos, pero Victoria se enojó tanto cuando protesté, que no volví a tocar el tema.

      El día en que Victoria se fue de casa, destruí mi fotografía. Tuve que romper el vidrio para sacarla del marquito. Me costó, de puro torpe, una cortadura en el dedo. Pero ni loco me arriesgaba a que el portero le contase a todos los vecinos que había hallado mi imbécil cara sonriendo en el tacho de la basura.

      8

      Del todo no me siento culpable. Hay personas que nacen con una aversión natural por la mentira y yo soy una de ellas. Creo, tal vez ingenuamente, que en el respeto a la verdad se encuentra el único camino de salida del infierno. Si mentí, fue porque a la verdad no la creyeron.

      –¿Cómo? Entonces no querés trabajar –exclamó mi madre, mientras la mano tironeaba del pañuelito escondido en la manga de su blusa.

      No alcanzaba a sacarlo. Yo aclaraba:

      –Por supuesto que quiero trabajar.

      Y la acusación de haraganería me obligaba a defenderme, recordándole cómo había trabajado todos esos años sobre los aburridos libros de texto.

      Mi madre postergaba el pañuelito.

      –La verdad, nunca fuiste un vago, a Dios gracias.

      –Voy a trabajar. Dije que no quería ejercer.

      –¿No qué?

      –No usar el título. Me gustaría emplearme en otra cosa. Ayudar a papá en la carpintería, por ejemplo.

      –¡Un abogado en la carpintería!

      –Te aseguro que papá gana más plata con la carpintería que un abogado que no sabe hacer plata.

      –Tu pobre padre. Enterrado en la viruta, del día a la noche, sin ver gente.

      La carpintería, lo juro, era un club. Iba a replicar que si algo no le faltaba a mi padre, conversador famoso del barrio, era gente, cuando entendí que ella se refería a trajes, corbatas, automóviles y casas-quintas, no a las personas que los habitan.

      Necesitaba la complicidad de mi madre. La mítica indulgencia maternal que todo lo acepta y lo perdona y de paso ayuda a convencer a su futura nuera de que, abogado o no, el hijo es un hombre de valía. Insistí: ni coche, ni yate, ni viaje a Europa, apenas un abogado mediocre y encima triste. No me negaba a trabajar. Me negaba a la selva, al tigre, al inevitable fracaso.

      Yo era un típico estudiante argentino. Quiero decir que la universidad me educaba para recibirme, no para andar perdiendo el tiempo en pavadas que desmerecen al caballero instruido. Si mi padre hubiera sido abogado, me habría refugiado en su oficina; si ingeniero, en su empresa. Pero mi padre era carpintero, todo el panorama laboral se reducía al limbo de los avisos clasificados, así que imprudentemente insistí en la carpintería.

      Con astucia de madre y femenino sentido común, replicó:

      –Jamás pudiste ni sostener derecha una herramienta. ¿Por qué te creés que te mandamos a estudiar?

      Y agregó, persuasiva:

      –Con toda tu salud, siempre fuiste un chico delicado. Siempre soñando, siempre en babia. Los chicos inteligentes son así. No sirven para nada. Por eso uno les da una carrera. Sin un título, los pasan por encima.

      En el tono de mi madre había esa conmiseración por la inteligencia, que yo creí nativa y propia de Villa del Parque, de mi barrio y mi gente, hasta que descubrí que era nativa y propia del mundo.

      Con apesadumbrada ternura, me dijo:

      –¿Vos creés que a tu padre no le hubiera gustado que trabajaras con él? Pero unos tienen fuerza en las manos, otros en la cabeza. Y, Albertito, cada vez que te ofrecías a ayudarlo, temblábamos. O rompías algo, o algo se te rompía a vos en el cuerpo. Nunca vimos chico más inútil, pobrecito.

      Seamos francos: ella no mentía.

      –No verás abogado más inútil, tampoco.

      –¡Ah, eso no! Para algo estudiaste, para algo sacaste tan buenas notas. Lo que pasa es que sos muy modesto, no como otros…

      Y empezaba la nómina de los horribles otros: el hijo de Fulana, el sobrino de Mengana, etcétera.

      Exhausto, derrotado, yo asentía en silencio.

      Con mi padre no me fue mejor. En un punto del monólogo que emprendí para describir un futuro muy diferente al que él imaginaba, alzó los ojos de la madera que estaba lijando y me miró.

      Mi padre, Antonio Paradella, era alto, flaco y de cara angulosa, con unos matorrales de cejas negras sobre los ojos grises, a su edad tan limpios como los de un niño. En el cuerpo magro pero duro, en la nariz