Vlady Kociancich

La octava maravilla


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Victoria, no cuelgues. Tengo que verte y explicarte. Vos sos la única que…

      Antes del clic me alcanzan las atroces palabras de mi mujer al otro.

      –Un chiflado, un borracho. Anda a saber.

      5

      Conocí a Victoria en Argentinos Juniors el mismo día en que dos amigos míos, integrantes del equipo juvenil de básquet que salió campeón esa temporada, se expulsaron voluntariamente del club. Tiraron la biblioteca del presidente a la recién estrenada pileta de natación.

      Yo estaba entre los que se agolparon a mirar cómo los peones sacaban el mueble de la pileta –una biblioteca matrona, con anchas molduras talladas– y los socios cadetes pescaban lo que había quedado de los libros después de una noche en el agua.

      –El crimen –gemía el presidente– fue cometido al amparo de las sombras nocturnas, sí señor.

      Miraba, repito, más asombrado que divertido, pero con la turbia satisfacción de contarme entre los testigos del acontecimiento del año, cuando oí que alguien gritaba mi nombre desde el otro lado de la pileta. Era Paco Stein, mi amigo de toda la vida y quien me presentaría a Victoria.

      Que se llamara Paco Stein jamás nos sorprendió, ni a mí ni a la barrita de la cuadra y del club. Quiero decir que aceptamos sin curiosidad alguna ese curioso apodo, tal como corresponde a muchachos criados en medio de nacionalidades confusas. Ignoro por qué grieta se filtró ese nombre –el verdadero es Boris y lo descubrí o me lo dijo cuando ya no vivíamos en Villa del Parque– en una familia tan estrictamente judía como la suya. Pero Paco mismo era una misteriosa digresión en el relato bíblico de los Stein.

      No heredó un solo rasgo de su padre, hombre callado, de sonrisa aguachenta, que raras veces salía de su taller de sastre; tampoco de la madre, rubia, menuda, pálida y de movimientos cautelosos, como si convaleciera de alguna grave enfermedad, cuyo aspecto frágil estaba desmentido por la salud de hierro y la acerada legislación que imponía a la casa, al marido, a los tres hijos y a un gato blanco, Mitsi, que, aunque gordo y lerdón, sabía hacer pruebas de habilidad como los perros y maravillaba a los vecinos. Las dos hermanas mayores, también rubias, vulnerables y enérgicas, no se daban con nadie, se casaron muy jóvenes y desaparecieron del barrio.

      Paco Stein tenía el pelo erizado y rojo, la cara redonda, pecosa, los ojos grandes y saltones intensamente azules, la nariz chica, los labios gruesos, los dientes desparejos y mal cuidados, la risa fácil y cierta inclinación por la bebida fuerte más común al irlandés típico que al judío. Y hablaba con la volubilidad y desaprensión de un gallego.

      Nunca conocí persona más sociable. También había en él algo de Mitsi, esa impertinente destreza para concertar los variados asombros de sus espectadores. Uno tenía su pequeño circuito de amistades y relaciones; Paco, hasta de chico, era habitué de un mundo que no se cerraba en la frontera de cuatro o cinco calles. Estaba en todas partes y su presencia verborrágica, risueña y feroz de vivacidad, brotaba en todo suelo. Se podía sospechar que ese pelirrojo de físico endeble, petiso, flaco, sin músculo, encerraba a unos cuantos pelirrojos diplomados en diferentes especialidades. Gran jugador de truco, imaginativo bailarín, asador impecable de nuestras escapadas al Tigre, centro-forward de nuestro primer equipo de fútbol, combinaba estas habilidades de índole social con un cerebro cuya actividad admirábamos y sólo a medias comprendíamos.

      Porque le interesaba todo: la ciencia, la filosofía, la pintura, el teatro, el cine, la literatura. De sus viajes al centro –frecuentes, solitarias incursiones que respetábamos como otras tantas pruebas de su excentricidad– volvía con una cargazón de libros de segunda mano y una experiencia que trataba infructuosamente de comunicarnos. Como si fuera hoy, recuerdo una famosa partida de truco en el Café Juncal. Coincidió con su descubrimiento, aquella tarde, de una película que (gesticulando, colorado de excitación, el rojo pelo alborotado), calificaba de revolución en la historia del cine. Nadie le creyó porque la había visto en el Lorraine, que era una sala para dormirse.

      La memoria produce asociaciones insólitas. Hoy, tantos años después, cuando alguien dice El ciudadano, el impresionado muchacho que fui le contestaría: “Por el río Paraná, iba navegando un piojo”. Aquel día, casi lo echaron del café. Lo salvó ganar, ante el asombro de su compañero de juego, el campeonato. Lo salvó su simpatía. Lo salvó la conciencia generalizada de que Paco o no Paco, su apellido era Stein, su inteligencia una marca de fábrica.

      Es extraño. Escribo sobre Paco como si hubiera muerto. Peor, como uno evoca los fantasmas de su pasado. Y no es así. Paco perteneció a mi vida hasta hace un año. Pero ¿qué digo? Pertenece aún. Es verdad que no hablo con él desde… No sé. No entiendo a qué vino este desvío nostálgico de mi relato, si yo me proponía hablar de Victoria.

      6

      Yo me reí del amor a primera vista hasta ese día en Argentinos Juniors cuando vi, antes que a Paco Stein, a la chica que lo acompañaba.

      Cabello negro, ojos verdes, naricita respingada, una boca de las que llaman generosas y con los labios sin pintar. La visión de esa cabeza adorable me cortó el aliento. Del cuerpo que la sostenía no recabé información hasta que torpemente empecé a abrirme paso entre la multitud, di una vuelta que me pareció inacabable alrededor de la pileta, llegué a ellos, la vi entera: una graciosa, diminuta réplica de la mujer ideal.

      Mientras mis amigos se desvivían argentinamente por las rubias, yo siempre tuve una firme debilidad por las morenas de ojos claros. Victoria no solamente cumplía con el color del pelo y de los ojos; era lindísima. Tan pequeña que hasta Paco parecía alto al lado de ella, y sin embargo concentraba en su escasa superficie todas las miradas de los socios más próximos. Miradas de admiración y pena, el mudo y triste ruego que provoca la belleza en los meros espectadores.

      –Esta es Victoria –dijo Paco–, mi invitada especial al acto depredador que ha tenido lugar en nuestra magna sede deportiva.

      Rodeaba los hombros de la chica con un brazo amistoso.

      –Lástima los libros, che. Policiales de tercera categoría, dos o tres ejemplares del Manual del alumno bonaerense, una docena de Platero y yo. Ese burro flota como un corcho.

      A la mujer ideal no la soltaba.

      –La víctima incolora, inodora e insípida, desluce al victimario. Decí que la biblioteca, el mueble imperialista le da un toque de fuerza, o no valía el viaje de Victoria, que se viene de Flores.

      Me miró fijamente y bizqueó. Tenía ese curioso tic. Cuando clavaba los ojos en un punto, bizqueaba. No era bizco.

      –Victoria, este buzón de carne es mi gran amigo Alberto Paradella.

      El codazo disimulado pero certero me despertó. Extendí una mano que temblaba.

      –Encantado.

      –Mucho gusto –dijo ella, formal.

      Me observaba con el frío interés que yo había aprendido a reconocer en las chicas del club: gesto aprobatorio antes de lanzarse al ataque, el general que mide el campo de batalla y lo encuentra adecuado a su estrategia. Se trataba de la mujer ideal y dudé. ¿Cómo compararla con otras? Pero el centelleo en el mar verde de su mirada me recordó uno similar, casi olvidado: el de los ojos también verdes de la vecina en la terraza.

      La mano que estreché con avidez y grandes ilusiones era la de una criatura, blanda, tierna, confiada. Las uñas, arrasadas por una mordedura constante, me llegaron al corazón; un defecto infantil que humanizaba al sueño, que me ensanchaba de ganas de protegerla y de mimarla, y que años después, en la butaca del cine o leyendo en la cama, no cesaría de reprocharle porque me irritaría tanto el ruidito de las pobres uñas esquiladas, el eterno clic-clac de los dientes voraces.

      No le solté la mano. Ella tampoco intentó zafarla.

      Paco retiró el brazo del hombro de Victoria y se lo miró como a un objeto extraño,