neuronales desquiciados: un silencio, una omisión, una presuposición, un olvido, una creencia, una petición no expresada, un derecho imaginario… En realidad, nada ha ocurrido salvo un desacuerdo que fácilmente conduce a una frustración. Y, por lo tanto, a un problema que hay que solucionar a través de una comunicación llena de empatía, es decir, en sintonía de corazones.
En la obra de Fausto, del escritor alemán Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832), se escenifica una conversación entre Fausto y su fámulo Wagner que hoy en día es de lo más actual. Tras la pregunta del aprendiz Wagner acerca de cómo comunicarse con los demás, Fausto responde: «Si no lo sentís de verdad, no lo lograréis… Os lo aseguro: si no os sale del corazón, no habrá sintonía de corazones […]. No basta con dominar el arte de la retórica, no basta con dominar la técnica de la comunicación. Haz saltar una llama de tu montón de cenizas… No seáis un bufón cascabelero»[3].
El lema del cardenal John Henry Newman (1801-1890), cor ad cor loquitur (el corazón habla al corazón), es una síntesis de lo que significa la empatía: que solo desde el corazón logramos «meternos en los zapatos del otro», entender y compartir lo que siente. Newman estaba convencido de que la verdadera comunicación entre las personas no depende de la inteligencia, sino más bien del corazón, porque eso implica querer cambiar a mejor.
Imaginémonos la siguiente escena[4]: un hombre llega a su casa a última hora de la tarde y, sin mediar palabra, comienza a hablarle a su mujer, de forma precipitada e imperiosa, acerca de una cena a la que tienen que acudir sí o sí, ya que es su jefe quien les invita. Un asunto de trabajo que tiene que ver con unos clientes importantes. La mujer no tiene ganas de ir y el marido despliega sus mejores argumentos. Ella dice entenderlo, pero, aun así, se niega a asistir. El hombre la mira, confuso, desesperado.
¿No habría sido otro el curso de la conversación si el marido se hubiera interesado primero por su mujer, por cómo había ido su día? A lo mejor con solo mirarla atentamente, se habría dado cuenta de que estaba agotada o con los nervios a flor de piel. La habría escuchado durante un buen rato, ella habría podido desahogarse… Seguro que su propuesta de asistir a la cena de la empresa habría sonado de otra manera: «Cuánto lo siento. Vaya día que has tenido… Y ahora, encima, vengo yo con lo de la cena, y además una cena de trabajo… Lo malo es que nos ha invitado expresamente el jefe… Pero…, cariño, es que intuyo que detrás hay algo importante…». En este caso habría muchas posibilidades de que la mujer hubiese respondido: «No te preocupes, no es para tanto. Vamos, y tal vez hasta nos divirtamos».
Lo más importante de este ejemplo es que nuestra propuesta sea seria y no un recurso fácil, un truco con el que manipular al otro como si fuera un tonto al que usar para nuestros fines, porque entonces se viene todo abajo. Para convencer, para mover a alguien a actuar, hay que conectar con él, pero no solo con su intelecto (tarea del Logos), sino también, y fundamentalmente, con sus emociones, lo que contribuirá a reforzar su libre decisión. Conseguir esta conexión emocional es lo que se conoce con el nombre de Pathos[5].
Hemos observado en el ejemplo que, cuando el marido empatiza con su esposa, apenas necesita argumentar o razonar…, su mujer asistirá a la cena, le hará ese favor con naturalidad, ya que ambos se ayudan mutuamente y existe entre ellos una fuerte amistad. En caso contrario, el marido no conseguirá su propósito, aunque sus argumentos sean de lo más elaborados según la lógica formal.
De este modo deducimos que en el proceso de persuasión hay factores más eficaces que la pura racionalidad, que tienen que ver no tanto con el emisor como con el receptor del mensaje: si quiere aceptar o no lo que se le propone. Bien decía Blaise Pascal a este respecto que «el corazón tiene razones que la razón ignora» (Le coeur a ses raisons que la raison ne connait pas).
No olvidemos que el ser humano es un microcosmos pleno de riqueza; una riqueza misteriosa y difícil de analizar, de diseccionar y dividir en compartimentos separados. También es Pascal quien nos recuerda que «solo el corazón posee el sentido del misterio». Por lo tanto, todo intento de querer clasificar las diferentes experiencias humanas, equivaldría a hacer violencia a la realidad.
[1] Antiguamente, los expertos en Humanidades decían: «Lo que se recibe, lo que se conoce, lo que se adquiere, toma la forma del que lo recibe, conoce o adquiere». Es una perspectiva hecha desde el sujeto que da forma, interpreta y «colorea» los datos recibidos.
[2] Alfred SONNENFELD, Serenidad. La sabiduría de gobernarse, Madrid, 2018.
[3] «Wenn ihr’s nicht fühlt, ihr werdet’s nicht erjagen,» en: http://www.digbib.org/Johann_Wolfgang_von_Goethe_1749/Faust_I_.pdf
[4] Ejemplo tomado del libro de Alberto Gil, Wie man wirklich überzeugt. Einführung in eine wertorientierte Rhetorik, St. Ingbert, 2013, pp. 25-26.
[5] Ibídem, p. 26.
1.
SOMOS SERES RELACIONALES
Llamamos conversación a los intercambios de WhatsApp, chats o mensajes, pero nunca podrán contener la riqueza de matices y señales sutiles que tiene una charla cara a cara.
SHERRY TURKLE
COMUNICAR ES SABER VIVIR EN RESONANCIA CON OTRA PERSONA
Las sociedades modernas, a pesar de los avances técnicos, fomentan el aislamiento y la falta de comunicación. Pero el ser humano es, por naturaleza, relacional. Los conocimientos neurobiológicos nos dicen que estamos hechos para vivir en un ambiente de resonancia social y de cooperación. Para que podamos hablar de una vida lograda o malograda hemos de tener muy en cuenta el ámbito de relaciones en el que se desarrolla nuestra existencia. Antiguamente se decía que el ser humano es «por otro y para otro» (un ens ab alio). Muchos casos de inestabilidad emocional, de baja tolerancia a la frustración o numerosos desequilibrios en la personalidad, se deben al sencillo hecho de querer ser por sí mismo (a se), de valerse por sí mismo sin necesidad de ayuda.
Thomas Insel, que ha sido durante las dos primeras décadas de nuestro siglo director del Instituto Nacional de Salud de Estados Unidos, fue el primer neurobiólogo que utilizó, junto con Russell Fernald, catedrático de biología humana en Stanford, la expresión inglesa social brain (cerebro social). Gracias a sus experimentos sabemos que no hay nada que active tan positivamente nuestro cerebro como saberse reconocido, querido y amado de verdad. La naturaleza nos dice que estamos hechos para la cooperación. Vivir en un ambiente de amabilidad social nos es de gran ayuda.
Comunicar es saber vivir en resonancia con otra persona con la que estoy interactuando. El dramaturgo alemán Heiner Müller[1], quien, poco antes de su muerte se quejaba con pesar de la desaparición de la metafísica, solía decir que, «no se puede tensar una cuerda si tan solo está atada a un cabo». Nos advertía así de que la vida siempre se desarrolla con tensiones. Pensemos en lo que sucedería si no hubiese otro alguien que nos reconociera, nos escuchara, y aceptara el diálogo y el don que le ofrecemos. Por supuesto, no habría tensiones, pero nuestra existencia se convertiría en un fracaso, en una tragedia. Seríamos como el solitario Robinson Crusoe, tan solo un personaje ficticio.
A veces pensamos, de forma errónea, que estaríamos más seguros tras una coraza o un caparazón, manteniendo nuestra existencia en conserva, enlatada. Pero una vida así sería insípida y aburrida. Carente de la pulsión propia de la existencia, se acabaría pudriendo. Si mi única preocupación fuese conservarme, mi vida sería estéril, inmadura, dejaría de dar frutos. Quien no arriesga, no gana. Quien no arriesga, va languideciendo hasta morir. Hay que saber trascender los propios límites, para vivir y no quedar recluidos en nosotros mismos.
La maduración de la persona