Rafael E. López-Corvo

La maldición eterna


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sido consecuencia inmediata de los avances de la ciencia moderna, ante todo la electrónica, lo cual ha facilitado la comunicación entre los hombres en todas sus formas, incrementando la velocidad de movilización y reduciendo el espacio físico, en el sentido calificado por McLuhan como el fenómeno de la “aldea global”. Es esta circunstancia la que permite, por ejemplo, que la planta de coca pueda ser cultivada en su geografía autóctona de los altiplanos de Bolivia para luego ser procesada en laboratorios clandestinos en Colombia almacenada en Venezuela y despachada a los Estados Unidos y Europa como lugares de gran consumo, pero dejando su cuota en cada uno de los sitios por donde va pasando, invadiendo otros confines, desmoralizando, corrompiendo instituciones, matando o desestabilizando al Estado, tanto económica como políticamente; en fin, violentando otros pueblos que no cuentan con la preparación ni la prudencia que proporciona la manipulación de tantos años: en un pasado no muy lejano la coca había sido sólo privilegio de la nobleza incaica.

      Había calles enteras dedicadas al opio... Sobre bajas tarimas se extendían los fumadores... El opio no era el paraíso de los exotistas que me habían pintado, sino la escapatoria de los explotados... Todos aquellos del fumadero eran pobres diablos... No había ningún cojín bordado, ningún indicio de la menor riqueza... Nada brillaba en el recinto, ni siquiera los semicerrados ojos de los fumadores... Descansaban, dormían?... Nunca lo supe... Nadie hablaba... Nadie hablaba nunca... No había muebles, alfombras, nada... Sobre las tarimas gastadas, suavísimas de tanto tacto humano, se veían unas pequeñas almohadas de madera... Nada más, sino el silencio y el aroma del opio, extrañamente repulsivo y poderoso... Sin duda existía allí un camino hacia el aniquilamiento...

      Así describió Pablo Neruda (1974)3 su experiencia en la India con los fumadores del opio hacia los años 20; en la actualidad, sin embargo, ya no hay que ir tan lejos para saber del poder repulsivo y aniquilante del opio: basta rebuscar en alguna callejuela de Nueva York, Madrid, Ámsterdam, Bogotá, México, Caracas o cualquier otra ciudad en el mundo, para encontrar no ya los fumaderos del opio de los asiáticos pasmados para la historia en la hermosa descripción del poeta, sino algo aún más poderoso: la inyección intravenosa de la heroína, hija bastarda pero más eficaz que la amapola madre.

      Hasta 1800 las drogas eran consumidas casi en forma natural, disolviéndose su contenido mediante el uso de bebidas alcohólicas de otra índole, pero ignorándose su intimidad química, hasta que un mayor conocimiento científico desandó sus enredos naturales y liberó los agentes básicos responsables de los efectos psicoactivos. La morfina, por ejemplo, fue aislada alrededor de 1810, aunque fue en 1874 cuando se logró sintetizar la acetilmorfina, mejor conocida como heroína, y luego patentada por los laboratorios Bayer en 1898. En igual forma Niemann aisló la cocaína en 1859 y Hofmann al LSD en los años 40 del siglo pasado. La invención de la aguja hipodérmica4 a mediados del 1800 también violentó en forma radical la vía de administración de las drogas.

      Por años todas estas sustancias fueron de libre tráfico, ante todo por ignorancia, aunque también por las aseveraciones de muchos investigadores o personas de relevancia, quienes exaltaron sus efectos hasta el punto de la idealización. Pareciera que con frecuencia, a lo largo de la historia, las drogas han encontrado defensores, muchos de los cuales han rayado en un verdadero fanatismo, tal es el caso de Tomás de Quincey en 1822 en relación al opio, de Baudelaire con el haschisch, de Sigmund Freud a finales del 1800 respecto a la cocaína, y Aldous Huxley más recientemente con los alucinógenos. La diferencia, por lo tanto, entre entonces y ahora no consiste tanto en el descubrimiento de nuevas sustancias, como muchos podrían imaginar, sino más bien en la masificación del consumo de antiguas drogas, en el aumento de la producción para servir a toda la población y con ello, el inmenso poder económico que esta masificación representa. Muy diferente del uso restringido por un pequeño grupo de abusadores que se sintieron privilegiados en virtud de su producción literaria y creatividad artística, como aconteció en el pasado. No es por lo tanto extraño que el poeta Baudelaire escribiese su colección titulada Los paraísos artificiales y Las flores del mal, dedicadas ante todo a los efectos del haschisch y del opio; o el gran escritor, poeta y filósofo inglés Samuel Taylor Coleridge, quien escribió su poema El Kublai Khan inspirado, según él, bajo los efectos del láudano y además expresó en algún momento que la existencia de la nariz en el ser humano estaba solamente justificada por el consumo del rapé. Sigmund Freud, por su parte, exaltó los efectos de la cocaína en su célebre artículo Uber Coca, o Doyle por boca de Sherlock Holmes, Stevenson en Dr. Jekyll y Mr. Hyde y De Quencey en sus Confesiones. Es impresionante el número de personas, tanto artistas como hombres de letras que abusaron del láudano, del haschisch o de la cocaína; además de los ya mencionados, también lo hicieron Gautier, Rimbeau, Delacroix, Nerval, Dumas, Balzac, Víctor Hugo, Poe, Benjamín Franklin, William James, entre otros.

      Creo importante mencionar la influencia que ejercieron dos libros en el pensamiento de la juventud de los finales de los años 70, de los cuales supe por muchos de mis pacientes, quienes en ese entonces, como el caso de Denis, se iniciaron con el abuso de marihuana y alucinógenos. Me refiero a las experiencias de Aldous Huxley con la mezcalina descritas en Las puertas de la percepción, obra a la cual me referiré en la siguiente parte, así como la tesis antropológica de Carlos Castaneda publicada como Las enseñanzas de Don Juan.

      2 El subrayado es mío. Citado por Escohotado, A., 1989, Madrid: Alianza.

      3 Pablo Neruda, Confieso que he vivido. Memorias, 1974, Buenos Aires: Losada.

      4 La aguja hipodérmica fue perfeccionada a mediados del 1800 y se convirtió para 1870 en un instrumento de uso médico común. Véase: The origine of the hypodermic medication, Norman Howard-Jones, Scientific American, enero, 1971.

Primera parte Drogas: la maldición del siglo

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