las áreas siguientes: comunicación, cuidado personal, vida doméstica, habilidades sociales/interpersonales, utilización de recursos comunitarios, autocontrol, habilidades académicas funcionales, trabajo, ocio, salud y seguridad.
C. El inicio es anterior a los 18 años.
Vemos que el DSM IV utiliza dos criterios para caracterizar el retraso, uno cuantitativo (el CI) y el otro adaptativo-pragmático (eficiencia para).
Con respecto a la obtención de un CI, sabemos que pueden realizarse muchas críticas a la lectura dogmática de los mismos cuando obvian las situaciones individuales de los niños en el momento de la toma, hecho que puede obstaculizar una verdadera apreciación de sus competencias al evaluar solamente la perfomance en un momento específico de la vida del paciente. Estas críticas a los test mentales las analizaremos más adelante, cuando abordemos la evaluación en el RM.
Aun con esas reservas, pensamos que la obtención de un CI con alguna escala habitual (WISC, Raven, etc.) es útil como un elemento más de la clínica. Por otro lado, tiene importancia para ciertos trámites legales, como la obtención del certificado de discapacidad, la implementación de la curatela en los jóvenes ya mayores para proteger sus intereses, etc.
Con respecto a la conducta adaptativa, dijimos que implica el sentido social del concepto de Retardo Mental. Es indudable que existe una representación social del mismo; sirva como ejemplo de ello la sorpresa que se llevó un grupo de investigadores sudafricanos cuando preocupados por la aparente distinta incidencia del Síndrome de Down entre los habitantes blancos y negros de diferentes tribus, descubrieron que entre estos últimos ello se debía a que no había una representación social del síndrome como tal, por lo cual los componentes de esas etnias no consideraban a los niños con trisomía 21 como un grupo determinado; posteriormente la situación no se modificaría pese a las explicaciones realizadas por los autores de la investigación.
La capacidad adaptativa implica un elemento central de la categoría diagnóstica, ya que dos individuos con el mismo cociente pueden o no ser incluidos de acuerdo al medio social donde se encuentren, dependiendo de si son aptos o no para responder a las demandas del mismo.
Las conductas adaptativas pueden evaluarse clínicamente o a través de pruebas estandarizadas, de todos modos, cualquiera sea el método adoptado, cada individuo debe ser analizado independientemente para cada una de ellas, trazando un perfil de áreas a contemplar en la propuesta terapéutica.
Decíamos que la clasificación de la AARM propone un paradigma distinto del retardo mental, en efecto, a través de ella se plantea no sólo lo que el afectado no puede hacer (paradigma del déficit), sino lo que puede llegar a hacer con una asistencia determinada.
Para ello se dispone que en cada área se evalúen los apoyos necesarios, que pueden ser intermitentes, limitados, extensos o generalizados, de acuerdo al grado de dificultad adaptativa. La planificación de los apoyos incluye no sólo el rol de los terapeutas, sino también el de las familias, la escuela y la sociedad en general.
Desde las concepciones constructivistas de la inteligencia, de amplia difusión en nuestro país en el campo “psi” y docente, estas clasificaciones no dan cuenta en definitiva de qué es verdaderamente el Retardo Mental, por lo cual a continuación transcribimos un párrafo tomado de Reboiras en su trabajo sobre la inteligencia en el retardo mental:
“Nosotros, desde el paradigma que hemos adoptado, lo entendemos como una construcción intelectual inacabada. ‘Ser débil –dice Inhelder– es participar de las leyes generales de la construcción del pensamiento sin alcanzar el grado de su madurez…’” (Reboiras, 2002).
Veamos qué queremos decir con esto, y para tal fin utilizaremos una imagen que representará la evolución intelectual normal en su dimensión diacrónica.
N. representa el momento del nacimiento. A partir de ese instante el sujeto, a través de sus interacciones con el medio, va construyendo esquemas prácticos y conceptuales, como asimismo estructuras que le permiten gradualmente comprender la realidad e interactuar inteligentemente con ella. A medida que construye esas nuevas estructuras se le hace posible crear otras nuevas y más complejas, ya que las anteriores son condición necesaria para la elaboración de las siguientes. Se trata, pues, de una evolución secuencial que Piaget describió como una evolución constructiva por períodos: sensoriomotor, preoperatorio, operaciones concretas y operaciones formales.
Por lo dicho hasta aquí podríamos concluir que la inteligencia es un sistema abierto: cuanto más se aprende más se puede aprender, cuanto más se sabe más se puede saber, en fin, cuanto más se construye, más se puede construir.
Sin embargo, en el retardo mental esta posibilidad de evolución indefinida no se produce. Debido a diferentes causas (prenatales, perinatales, postnatales, emocionales, etc.) el sistema queda ocluido en algún momento de la evolución y el sujeto no puede acceder al pensamiento formal.
Debemos agregar, con énfasis, que esto no significa que existan diferencias cualitativas con el pensamiento de una persona normal, pero sí diferencias cuantitativas.
La persona con retardo puede terminar su evolución, como lo indica la figura, en cualquiera de estos períodos de equilibrio de la inteligencia, pero nunca accederá a las operaciones formales.
En el Cuadro 1 se muestra la correspondencia entre los grados de RM del DSM IV y los periodos de desarrollo del pensamiento según la psicología genética.
2. Prevalencia
Diversos trabajos estiman la prevalencia total de RM en el 2,5% de la población; el 85% de los casos son leves, por lo cual podrían hallarse diferencias entre los diagnósticos que dan los investigadores si se valoraran las dificultades que emergen en niños con niveles socioeconómicos bajos o con características culturales distintas, y según el valor que se le asignen a los trastornos psicológicos como inhibidores potenciales del funcionamiento intelectual.
Dada esta alternativa de inclusión de falsos retardos, y considerando que recién se están gestando en nuestro país estadísticas ciertas de prevalencia de discapacidades, nos parece aproximada a la realidad la cifra de 1,07% (sin aclarar CI en los niños no internados) obtenida en 1980 por el INDEC dentro de la encuesta permanente de hogares, efectuada en Capital y Gran Buenos Aires.
La Encuesta Nacional sobre Discapacidad (ENDI), llevada a cabo en nuestro país entre el año 2001 y el 2003, nos da una aproximación global a nuestro tema: se determinó que existen 2.176.123 personas con discapacidad y que el 7,1% de la población total de la Argentina que vive en localidades de 5.000 o más habitantes (universo seleccionado) padece algún tipo de discapacidad, esto implica que el 20,6% de los hogares alberga, por lo menos, a una persona en esas condiciones. Obviamente el porcentaje más alto se registra después de los 65 años de edad (47%), entre los 15 y los 64 años la incidencia baja al 41% y el resto se verifica desde el embarazo hasta los 14 años. El 39,5% corresponde a discapacidades motoras, el 22% es visual, el 18% auditiva y el 15,1% mental (dentro de este grupo, 63,2% retardo mental y 36,8% psicosis o autismo).
En los cuadros 1, 2, 3 y 4 se transcriben algunos datos significativos de la ENDI.