Leandro Vesco

Desconocida Buenos Aires. Historias de frontera


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Maris y las mermeladas de Las Flores

      Cuando la ciudad ya no les daba felicidad, Stella Maris y Guillermo decidieron hacer lo que muchísimos sueñan, pero hacerlo de verdad: comprar un pedazo de tierra e irse a vivir al campo. Tardaron siete años en construirse su casa algunos kilómetros antes de llegar a Pardo, en el partido de Las Flores, bajo el reparo de los árboles y el canto de los jilgueros. Un buen día tuvieron que tomar la decisión: decirle adiós al cemento y darle la bienvenida al rocío. Este matrimonio que ya cumplió treinta y cinco años de casados hizo un cambio de vida. Hoy, viven de la venta de productos envasados; ella hace mermeladas y conservas con los frutos del campo, y han dado algunos otros pasos para conseguir su soberanía rural: restauraron una casa en el vecino pueblo de Pardo, que ofrecen a turistas que buscan el silencio, y abren sus tranqueras para ofrecer un típico día campestre, donde la actividad más importante es sentir el sol y el aire balsámico.

      Los comienzos no fueron fáciles. Abandonar la ciudad con su comodidad, con las soluciones en cada esquina, lleva tiempo y alma. Es un proceso anímico, el alma debe mudarse primero, pero también es la que más tarda en anclar en el puerto de destino, aunque uno esté allí un tiempo. La mudanza física se hizo y lo que parecía imposible y lejano se transformó en real y cercano: la vida rural los abrazó. Esta etapa de transición pasó rápido, el rocío, el canto de las aves y las actividades propias de las nuevas mañanas ayudaron. Stella Maris es una mujer que habla pausado, pero con determinación: “Yo quería hacer algo, y se me ocurrió hacer mermeladas, no tenía ningún conocimiento, pero aprendí”, dice. El campo donde viven ella y Guillermo en Las Flores tiene 150 hectáreas y es un verdadero paraíso, han plantado allí 4.000 árboles, muchos de ellos frutales. Caminar por el parque es hacerlo en una frutería a cielo abierto: durazneros, cítricos, nogales, ciruelos y toda clase de árboles frutales. Detrás hay dos cerdos y un gato: “Son amigos, están siempre juntos”. Los animales de granja espían los movimientos. Dicen que las rutinas y la forma de ser de los hombres se reflejan en los animales que tienen a cargo; pues aquí la teoría se confirma: nadie está apurado, todos entienden que el espacio que les ha tocado compartir es grande y que la comunitaria es la única forma de vida que se acepta.

      Con la primera etapa lista, la siguiente fue hallar una casilla para poner en la entrada del campo, a un costado de la Ruta Nacional 3, para poder vender la producción. Son todo un mundo aparte los puestos en la ruta. “Hay fidelidad en los clientes, algunos te dicen que pasan en quince días y hasta te dan el número de teléfono y cuando están a unos kilómetros llaman y yo los espero con mis productos”, explica Stella. Los primeros años se hicieron conocidos así. La ecuación es simple: la naturaleza les da frutos y tranquilidad, y ellos retribuyen, cuidan sus árboles como si fueran familiares, hasta las liebres –animal huidizo– se acercan a la pulcra casa de Stella Maris y Guillermo: “Saben que nosotros cuidamos y protegemos la tierra. Ellas se dan cuenta”, asegura el segundo, quien tuvo en la ciudad un accidente cardiovascular y al que el campo le mejoró la salud.

      “Tiene que ver mucho la calidad de vida que uno lleva acá. No se puede comparar con nada, manejar tus tiempos, estar en convivencia con la naturaleza te hace bien”, razona Guillermo, y Stella Maris completa con una mirada femenina acerca de la vida en el campo: “Vivís más descontracturada. No te importa si tenés una cana más o una menos. Acá estás tranquila, cómoda, con ropa que te permite estar ágil. Si una remera tiene una mancha o se te enganchó en una rama es lo normal, lo que importa es que esté limpia. Todos los días te llama la atención una cosa nueva. El amanecer cambia, y siempre hay un ruido diferente, los pájaros que llegan, otros que se van. Desde 2009 un cardenal copete amarillo viene al mismo árbol y nos canta al lado de la ventana”, manifiesta. Los misteriosos códigos naturales se manifiestan de graciosas formas.

      La producción de conservas y mermeladas, más la actividad en la casa que alquilan en Pardo y las visitas al campo, le permiten al matrimonio vivir en calma y soñar nuevos proyectos. La energía solar les da electricidad y la posibilidad de tener independencia energética. “Acá bajás la velocidad, incluso vas más lento en la ruta, y esto te cambia a vos internamente. Vivís a la velocidad que la naturaleza te pide, que es lenta. No tiene sentido correr, el día es largo. Pelamos ciruelas, hacemos dulce entre los dos. A la noche nos sentamos a mirar las estrellas”, resume Guillermo un día en el campo.

      En un mundo en donde tanta gente no sabe qué hacer en departamentos pequeños y amurallados, Stella Maris y Guillermo hicieron un trato con las semillas y la tierra, con las aves y las ovejas, las liebres y los cascarudos: todos se respetan y todos se ayudan para vivir. Mal no les va.

      Doña Irma y su hotel de pueblo

      En los hoteles de pueblo siempre hay aroma a café con leche, pero hay uno que solo es posible sentir dentro de estas paredes acostumbradas a recibir viajantes que hojean cuentas que nunca cierran en libretas de espiral o novios que visitan a sus prometidas con las horas contadas, antes de regresar al cruce a esperar el colectivo. Doña Irma hace cincuenta y nueve años que atiende este hotel que lleva su nombre, y que está en Las Marianas, Navarro. Recibe peregrinos de todas partes para probar los ravioles caseros que hace los domingos, porque lo que más le importa es eso: dar de comer a sus pasajeros y, de paso, a todo aquel que se arrime. León Gieco fue uno de sus ilustres comensales. Una vieja radio emite unas canciones acorazadas en la melancolía. El tiempo, tal como se conoce, no entra en la posada.

      Irma no tiene edad, el hotel y ella son lo mismo. Sus pasos van de la cocina –su lugar en el mundo– al mostrador, donde cae una luz cenicienta; un libro de pasajeros, viejo como el tiempo, sostiene el espíritu del hospedaje. A un costado de la ventana hay un aparato telefónico que semeja el dispositivo de un submarino; “Anda cuando quiere”, advierte. Hay docenas de cuadros en el salón de entrada de este hotel que abrió sus puertas en 1950. Aquí se come y se sirve el desayuno, también se usa para ver pasar la tarde, apurando alguna caña. “En el pueblo había más de mil y pico de habitantes, y pasaba el tren”, confirma. La estación está enfrente, una calle de tierra y una arboleda le dan un marco nostálgico a este viejo hospedaje que ha resistido el paso de los almanaques y acompañado el crecimiento de un pueblo típico de la campiña bonaerense, de calles arboladas y niños en bicicleta paseando por ellas.

      La actividad en un hotel de pueblo es silenciosa, pero continua. Siempre hay alguien que necesita pasar una noche. “Tengo gente fija, por lo general viajantes que se quedan. O gente que no puede salir por la lluvia”, explica Irma mientras otea el humo que sale de una olla. La cocina está en el medio del edificio, entre el comedor y el salón del fondo, que es un espacio donde se distribuyen las cinco piezas que tiene el hotel; en un rincón hay un mueble de cocina con una colección de Selecciones que termina en la década de los setenta. A un costado, con pulcritud, sobre una mesa, están ordenados tazas y vasos, que brillan. Una fuente, servilletas y el atrayente murmullo de un cuchillo picando –acaso perejil, morrón– en una tabla, que se oye como un mantra criollo. Un almanaque de mayo de 1984 todavía está vigente en la pared.

      El hotel posee el ritmo del pueblo. Las Marianas tiene 500 habitantes, y el movimiento se acelera al mediodía y a la tardecita, cuando la gente sale a comprar provisiones; luego, las palomas bajan a las veredas a pellizcar algo que nunca se ve y el estridente ruido de los ciclomotores se oye cruzando por la plaza. “Somos muy unidos, nos conocemos todos”, afirma Irma, quien recuerda que al hotel lo compró su suegro, lo atendieron junto con su marido, pero, con la ausencia de él, solo están ella y su hijo. Toda su vida estuvo consagrada a la cocina. Los pasajeros reciben pensión completa, desayuno: café con leche, pan con manteca y dulce de leche. Mucho pan. Almuerzo y cena, lo que Irma decida. Ella es el menú. Su cocina está bien consagrada en recetas familiares.

      Los viajantes, principales clientes del hotel, son una raza de hombres de la que se nutren los pueblos. Estos vendedores son el puente entre la comunidad y el mundo exterior, ellos traen los rumores que luego serán temas obligados en el almacén La Media Luna, a pocas cuadras de aquí, y en la panadería. El viajante es un comunicador social que transmite una certeza aunque no sea verdad. Muchas veces y durante décadas hacen las mismas rutas, entregando los mismos productos que cambian de etiqueta con los años. Irma tiene varios que se quedan para probar los ravioles, que tienen fama regional. A pesar de