los días en los que había 600 habitantes en el pueblo, donde hoy quedan tan pocos. Tren, hotel y tres almacenes de ramos generales. Todo eso había. Hoy, las ruinas de aquello y algunas casas. Pero de a poco la paz de esta aldea atrae a los que quieren cambiar de vida. Bahía Blanca está a una hora, al sur. La calidad de vida de Tres Picos es única. El pueblo verdaderamente parece haber salido de una postal alpina. Los inmensos terrenos ferroviarios producen un efecto sedativo. No se ven los límites del pueblo. Parece infinito, como inconmensurable es su encanto. No se perciben rasgos del mundo urbano. Aquí son tan pocos los seres humanos que caminan que podría bajar un ser de otro mundo o tiempo y, si se le preguntara qué especie es la dominante, dudaría entre los perros, los árboles, los humanos y las ovejas. Algo es constante: el viento del sur provincial que peina los pastizales. A pocos metros de aquí, baña y refresca la tierra el arroyo Napostá Grande; el agua, cristalina, que baja de las sierras, se traslada salpicando el pasto en un lenguaje mesurado y secreto.
“Ahora tenemos más fauna que gente”, resume Rubén. En su valle, este caserío amplio y dilatado, que está dividido por las vías del tren, es una agraciada comunidad en donde es inevitable no sentirse intimidado por la omnipresencia de esos cerros bañados por la luz dorada del atardecer. Tres Picos es un pueblo con espacio. La naturaleza tiene una fuerza propia acá. El Tres Picos, que se ve cerca desde aquí, es el cerro más alto de la provincia, con 1.329 metros de altura. Es el Everest de Buenos Aires.
Las casas del pueblo, en contraste, son bajas, lindas y llamativas. Cada una tiene un jardín florido y los fondos dan directamente a las sierras. Graciela Berth es una vecina que ama a su pueblo. Me espera sin apuro en la Delegación Municipal. Me dice su edad, pero parece mucho menor. “Es el viento serrano”, me explica. Algo de verdad debe de haber. Desde que llegamos a Tres Picos nos sentimos más livianos. “Todos los habitantes tienen agua caliente por energía solar. Es el primer pueblo ciento por ciento termosolar”. Graciela señala con orgullo los techos, en cada casa hay instalado un termotanque solar. “Acá tenemos mucho sol, todo el año. No tienen costo de mantenimiento, y dan muy buena agua caliente, gratis. Están todos contentos”, sostiene. La idea debería imitarse en todos los pueblos del mapa, provincial y nacional.
En Tres Picos, como en todos los pueblos, está el Club Sportman. Una vez al año se realiza una jineteada. Hay una escuela con jardín, primaria y los dos primeros años de la secundaria, y un transporte escolar gratuito lleva a los jóvenes a Tornquist todos los días para continuar sus estudios. En Tres Picos hay un par de negocios que proveen de todo aquello que una persona necesita para vivir. “No tenemos por qué salir”, me dice Graciela. Caminamos por el pueblo. Es imposible dejar de ver las sierras, con su ondulante encanto, y también, más allá de las vías del tren, el fondo de la provincia, donde la llanura patagónica se avecina y asume su inmenso dominio. Entramos a la estación de tren, donde funciona una biblioteca. Moderna. Cómoda y muy luminosa. En sus estanterías están las últimas novedades de la industria editorial. Los socios pueden llevarse los libros a su casa. Hay servicio de internet. Tres Picos podría aislarse del mapa y continuar siendo el pueblo ideal.
“Revisando papeles encontré los planos originales. Son de Salamone”, me comenta Graciela. Si algo le faltaba al pueblo era tener una obra de Salamone. Su pequeña Delegación es de él. Acaso se trate de su diseño más pequeño. Es una perla que hace brillar más al pueblo que vive del sol, donde el aire puro de las sierras hace rejuvenecer y en donde quedan cada vez menos terrenos a la venta; se corre la voz de que es uno de los lugares más bellos de la provincia. Esa voz dice la verdad.
Las fabricantes de alfajores de Estaful que endulzan a un pueblo
Las mujeres están cambiando la realidad de los pequeños pueblos. Son ellas las que motorizan la recuperación. Fulton es una pequeña localidad de Tandil, de poco más de 80 habitantes, y un ejemplo de cómo la revolución silenciosa que se está gestando en pequeños puntos del mapa se produce en soledad y amparada por un inclaudicable amor por el lugar en el mundo donde ha tocado vivir. Es un progreso lento que se comunica con el lenguaje del arraigo. En el cándido pueblo de Fulton pasan cosas buenas. Tres amigas y vecinas decidieron superar el miedo y hacer realidad su sueño: recuperar la sala de encomiendas de la estación de trenes para montar allí su fábrica de alfajores. Lo lograron: hoy Estaful es un emprendimiento exitoso. Todo comienza dando el primer paso; superado ese movimiento, las decisiones se presentan más claras dentro del ritmo de vida en una pequeña localidad. Son pocas las trabas cuando el sol en su nacimiento y su caída diaria acompaña una idea.
El proceso de recuperación de un pueblo tiene un momento exacto en el que sucede algo (es el resplandor del nacimiento de una idea) que provoca una reacción positiva en la comunidad. Yanina Loustaunau, Peri Santamaría y Marta Ojeda supieron que era el momento. Las tres viven en Fulton, sus maridos pasan la mayor parte del día en el campo y sus niños van a la escuela del pueblo; allí estaba la estación de trenes sin uso y tenían tiempo. Un vecino habló con el intendente y este contacto les posibilitó la cesión de la antigua sala de encomiendas. No hubo vuelta atrás. Modificaron su agenda, privilegiando su desarrollo personal. “Dejamos a nuestros maridos en casa y nos vinimos a trabajar”, resume Yanina, acaso mejor que nadie, el proceso de cambio que la mujer rural ha tenido en los pueblos. De ser testigos o acompañantes en el trabajo y dedicar su tiempo casi exclusivamente a las labores hogareñas, a convertirse en emprendedoras y protagonistas. Estaful resulta un arquetipo de este cambio silencioso, pero acometido por sólidas estructuras de voluntad.
Fulton es un pueblo hermoso. No hay otra forma de definirlo. Pegado a la ruta provincial 74, está a 40 kilómetros de Tandil, y su buen acceso lo vuelve un destino posible para cualquier vehículo. La estación de trenes se halla a un costado del pueblo, que tiene casas muy bien mantenidas, pintadas y cada una con su jardín florecido. El almacén Adela es un punto de encuentro para aquellos que vienen en busca de la comida típica de pueblo, con sabores puros y aromas olvidados en las ciudades. Acá también se produce miel orgánica y se la defiende como si fuera un tesoro. Amasan su pasta y cosechan sus tomates para hacer salsa.
Estaful nació como nace un sueño: de forma natural. Las tres amigas entendieron que debían hacer algo, y esa fuerza las impulsó. “Nos anotamos en un curso de confitero y luego de alfajores regionales. Queríamos hacer el alfajor de Fulton. Nos pusimos a estudiar el tema y supimos que los primeros alfajores eran cuadrados, de tamaño grande, y luego se compartían”. La semilla creció y el primer brote fue cuando el municipio les cedió la vieja sala de encomiendas de la estación de trenes, un edificio señorial, grande y dominante, que nos recuerda la importancia que tuvo en su momento el pueblo, cuando el modelo de país era más justo y las venas ferroviarias palpitaban con vida. Trabajaron cinco meses en ponerla en valor, y una vez que lo lograron, comenzaron a hornear las tapas y a hacer los alfajores. Los hicieron cuadrados, respetando su origen.
El emprendimiento le dio a Fulton mayor presencia en la región y, fundamentalmente, movimiento al pueblo. “Vendemos mucho en el invierno. Ayuda a lo que es la economía de la casa. Trabajar acá es muy lindo. Nos organizamos, venimos a la hora que queremos, nadie nos manda”. Cuando la escuela, que está cruzando las vías, entrega los alumnos, las madres buscan a sus hijos y al otro día siguen con sus tareas. Esto se llama independencia económica y laboral. En los pueblos como Fulton es posible tenerla y por eso cada vez son más las familias que quieren dejar su vida en la ciudad para formar parte de una comunidad rural, donde la vida camina con el ritmo de los aleteos de las mariposas.
Estos alfajores, además de emancipadores, son deliciosos. Se hacen con amor, tienen un gusto diferente y en cada uno de ellos se nota la elaboración manual, la fina trascendencia de lo que está hecho con tiempo y ganas. Fabrican de varios gustos, pero sobresale el de chocolate relleno con dulce de leche y pasas embebidas en licor. No hace falta mucho para alcanzar la felicidad en el ámbito rural. Las tres amigas se reparten el trabajo, una hace los alfajores de limón, otra los que llevan nuez, y el viernes es el día de repartir los pedidos.
En la soledad de la recuperada habitación de las encomiendas, el tren ya no pasa para dejar paquetes, pero hay un horno que emana calor y aroma a esencia, el chocolate aporta su sugerente perfume. De esta pieza ahora salen paquetes con alfajores que se han convertido en