de su voluntad. Son necesarias leyes que limiten adecuadamente las esferas de lo que los individuos pueden disponer en el nivel práctico. Pero también tiene que existir un poder que dé eficacia a las leyes. Esto no se lograría con simples promesas de someterse a las leyes limitantes impuestas por la razón. El egoísmo de los individuos las infringiría a la primera ocasión. Tiene que existir una voluntad dominante, dotada de fuerza coercitiva, que dé vigor a las leyes.
Hobbes deduce así que, ante todo, los individuos tienen que renunciar completamente al ejercicio [51] propio y libre de su voluntad en favor de una voluntad general dominante. Habla de una sumisión contractual de todos a la única autoridad soberana de la voluntad omnipotente del Estado, que es la fuente de todas las restricciones legales y jurídicas, restricciones a la esfera de la voluntad que se transfieren al individuo como aquellas que le incumben. Un individuo, un príncipe, funciona mejor como representante de esta voluntad de Estado, en favor de la cual todo otro individuo, en el contrato estatal, debe, en primer lugar, renunciar completamente a su propia voluntad. Es, pues, mejor un solo egoísta a la cabeza que muchos egoístas.
Las diferencias entre derecho y ausencia de derecho, entre lo permitido y lo mandado, adquieren sentido solo con el establecimiento de las leyes del Estado, que son en cierto modo artículos de paz. Un deber, una obligación existen solo en el vínculo social, y a aquí pertenece todo aquello que es definido como éticamente bueno y éticamente malo; de acuerdo con el razonamiento hobbesiano, lo ético coincide exactamente con lo legal. Expresamente afirma que el bien ético y el mal ético indican solo la concordancia o el contraste de nuestras acciones voluntarias con una determinada ley, por medio de la cual el bien y el mal son asociados a nuestra condición según la voluntad y el poder del legislador1. Con todo, debemos recordar, no obstante, que Hobbes habla del Estado mandado por la razón. Ciertamente, sus escritos De Cive (1642)2 y Leviatán (1651)3 siguen también las tendencias prácticopolíticas; ambos textos, mediante la deducción de la necesidad racional de un poder estatal, pretenden también reforzar la autoridad del ordenamiento estatal de hecho y, en especial, la del Estado absolutista. Pero debemos descartar lo que en sus escritos hay de tendencia política y atenernos a la idea de Estado que deduce de la razón. A este respecto, es de gran interés que, en esta unilateralidad extrema, se haya hecho el intento de derivar en modo puro la necesidad de un orden estatal y, con ello, de la fuente necesaria de [52] las obligaciones sociales, de un principio egoísta y de la razón en la mera función de cálculo egoísta. Estado significa aquí el universo de todas las normas sociales a las que todo ser humano debe necesariamente someterse, en la medida en que debe poder convivir racionalmente con todo aquel con el que comparte el espacio del actuar práctico. Examinado con precisión, Estado significa también una consciente organización de la voluntad para la unidad de una voluntad general, o sea, de las personas humanas singulares en una personalidad de orden superior, en la cual todo querer individual y actuar tiene la función consciente y habitual de cumplir un querer supraindividual. Sin embargo, cada uno sirve exclusivamente a su propio interés en el momento en que crea esta forma, en unión con los otros, con el fin de satisfacer los intereses de todos en el mejor modo posible. Además, falta todo lo que sería necesario para diseñar y articular un sistema de esferas del derecho en tanto esferas de reglas universalmente exigidas y determinadas.
Quisiera aún subrayar que, según esta teoría, aquello que es conforme al deber propio del precepto legal se diferencia netamente de lo que es meramente conforme a la razón. Pues algo que es racionalmente práctico existe no solo en el Estado, sino también en el estado de naturaleza, o sea, en el cálculo racional del máximo placer individual. En el Estado, el que actúa se siente vinculado por la ley, se conforma a una voluntad estatal que manda y a su poder amenazante.
§ 11. Las repercusiones de la ética hobbesiana en Mandeville, Hartley y Bentham
Las repercusiones de la ética de Hobbes se muestran en la tendencia —imposible de extirpar de la ética inglesa de ahí en adelante y no cultivada en tal medida en ninguna otra literatura y ética como en la inglesa— de fundar la moral en el principio del amor propio, sea al desnudo como en Hobbes o como en el frívolo Mandeville y nuevamente en Bentham, sea con el disfraz psicologista como en el utilitarismo altruista desde Hartley.
Aquí, ejerce siempre una especial fascinación el pensamiento de la armonía entre el bienestar general y el interés propio de los individuos, correctamente entendido, y el [53] pensamiento, conectado con el anterior, de que las virtudes morales tienen la fuente de su valor en la promoción del bienestar general, que comprende él mismo el bien de los individuos, sobre el cual de alguna forma debería estar fundado. Esta forma de pensar proviene de manera manifiesta de la teoría hobbesiana del Estado. Ya ella muestra, a su manera, cómo el bien de cada uno de los hombres está entrelazado con el de los otros hombres, que compiten con él en egoísmo y cómo, finalmente, si la guerra de todos contra todos debe ser evitada, cada uno puede obtener su máximo bien solamente poniéndose como meta el máximo bien de la totalidad. Ciertamente, este pensamiento pierde el firme marco del razonamiento hobbesiano y es tratado como un hecho psicológico de la vida social.
Es interesante la reacción cínica o irónica contra esta difundida interpretación en La fábula de las abejas (1705) de Mandeville4, en la que se intenta mostrar detalladamente, y de un modo muy impresionante, que una amplia difusión de las virtudes morales elogiadas, las virtudes de la renuncia altruista de sí, del amor al prójimo, debería hacer completamente imposible un bienestar general y anular el progreso de la humanidad. Obviamente, este ataque descarado a la virtud provocó reacciones violentas que no llevaron, sin embargo, al abandono del utilitarismo. Al contrario, este adquirió una nueva fuerza y, hasta tiempos recientes, ejerció una fascinación enorme, especialmente desde que adoptó, por así decir, la forma clásica de una moral psicologista, de una moral inspirada en el empirismo lockeano.
Al respecto, la obra de Hartley On Man (1749)5 hizo época en la medida en que logró mostrar, de una manera aparentemente convincente, que la virtud del amor altruista al prójimo se había de explicar según leyes psicológicas en tanto productos evolutivos necesarios procedentes de la naturaleza humana originaria y puramente egoísta; que, por lo tanto, según leyes psicológicas, en el hombre orientado de manera egoísta, [54] que vive en una relación social, debían surgir necesariamente los principios morales del puro altruismo. De Hartley proviene la línea del utilitarismo altruista que, por mediación de James Mill, se transmite a su hijo John Stuart Mill y que, en el siglo XIX, tuvo muchos partidarios.
Pero, de otro lado, también el desnudo utilitarismo egoísta encontró siempre nuevos representantes, como en la Ilustración francesa del siglo XVIII (menciono aquí a Helvétius); y, en Inglaterra, está Bentham, conocido jurista y filósofo del derecho de finales del siglo XVIII, cuya obra principal se publicó a partir de 17896. Quiero decir todavía algunas palabras sobre él, porque su extraordinaria influencia muestra la fuerza de los motivos utilitaristas.
Escribe Mill: «Bentham encontró la filosofía del derecho como un caos y la dejó como una ciencia»7. De hecho, Bentham intentó fundamentar sobre la base del utilitarismo egoísta, que, en principio, no ponía en discusión, una doctrina filosófica del derecho desarrollada hasta los más mínimos detalles. Define la ética como el arte de guiar el comportamiento humano a lo útil, o sea, a la producción de la máxima felicidad. El único bien en sí para todos y cada uno es el propio placer y la liberación del dolor; de modo correspondiente, se define el mal en sí. En términos generales, Bentham afirma que las palabras bien y mal, así como virtud y vicio, tienen sentido solo en relación con los propios sentimientos de placer y de dolor. Por lo tanto, un actuar verdaderamente desinteresado es impensable, absurdo.
Para Bentham, la ética se convierte en una «aritmética moral», una doctrina de la estimación correcta del valor de [55] los deleites y de los dolores, y del cálculo correcto de la suma máxima del excedente de placer alcanzable. El vicio se configura como un error en esta estimación y este cálculo; es una falsa aritmética moral. Bentham no hace ningún uso del razonamiento ni de la teoría del contrato de Hobbes,