tradicional y convencionalmente como derecho. El último, el derecho convencional, positivo, no es —esta era la opinión— un derecho verdadero y auténtico, no acarrea ninguna obligación verdaderamente vinculante. Esto se admite precisamente en contraste con el derecho «natural». En virtud de su origen en la naturaleza humana universalmente idéntica, tendría su sanción, ante la cual, claro está, todos deben someterse racionalmente.
Esta idea de una sanción «natural», esta reducción de lo legítimo y lo racional a lo «natural», que se refleja en la coincidencia lingüística de «natural» y «racional», es aún, sin duda, poco clara y, debido a la equivocación que se adhiere a la palabra «natural», invita directamente a la disolución escéptica, la cual también se produjo inmediatamente. No obstante, por otro lado, se debe reparar en que, por ello, dicha idea siguió siendo eficaz y determinando por siglos muy significativamente las reflexiones éticas.
En su superficial radicalismo, la sofística abandonó nuevamente la distinción, inicialmente adoptada y de gran valor para el nivel de desarrollo de entonces: en el ámbito moral, no hay una validez universal realmente legitimadora, no hay nada semejante a un imperativo por «naturaleza», a un bien en sí. Eso se desprende, pensaban, del cambio de las concepciones del derecho y del deber en las diversas épocas y en los diversos pueblos; así como en ellos cambian las medidas y los pesos, también cambian las normas morales.
Si se llama la atención sobre el hecho de que los grandes pensadores y poetas, y siguiéndoles, todos los hombres racionales, han cantado las alabanzas de la justicia como un καλὀν, entonces los sofistas respondían: ¡obviamente! Quien vive según el derecho y la moral, quien no hace daño a nadie, quien da a cada cual lo suyo, quien además es querido y del agrado de todos, obtiene por ello [36] honores y dignidades, y hace carrera. De lo contrario, es odiado y castigado. Así, la única razón comprensible que tiene el elogio general que todos tributan al actuar moral de su prójimo es la utilidad que ellos ven en esto para sí mismos. Y si todos se someten a sí mismos a las leyes morales universalmente válidas, entonces lo que los determina es la utilidad que esperan y consiguen en la forma de recompensa y castigo. Al fin y al cabo, solo hay un motivo verdaderamente natural del valorar y actuar, la utilidad propia. Si lo injusto tuviera la misma utilidad para nosotros, si pudiéramos escaparnos de las consecuencias presumiblemente malas, acaso por la apariencia de justicia, entonces estaríamos locos si no lo hiciéramos.
También aparecen otros pensamientos que concuerdan con esto, que se repiten en tiempos posteriores de distintas formas: la ley y la justicia son invenciones de los débiles para su protección contra los fuertes. O bien, las leyes crean una especie de compromiso entre la avidez, que habita naturalmente en todos los hombres, de apoderarse de todos los bienes y disfrutarlos personalmente, y el miedo de atraer las reacciones de odio que comprensiblemente se espera de todos los demás. En todo caso, quien es tan fuerte y poderoso que no tiene a quién temer no las necesita. Igual que un león, rompe semejantes cadenas, desprecia y pisotea el derecho y las leyes, y ese es su derecho natural. La naturaleza quiere que domine el más fuerte, el poderoso, el eficiente.
§ 7. La reacción de Sócrates contra la sofística inaugura una ética científica
La ética científica nació por reacción contra tales pensamientos e ideas. El impulso determinante de todo el desarrollo ulterior provino en este caso de Sócrates, aunque él mismo no era propiamente un teórico, un hombre de ciencia, sino solo un reformador práctico. Su eficacia inaugura en general la época de una nueva filosofía, que surge de las fundamentaciones más radicales. De esta manera, inaugura, para la humanidad, la época de la ciencia rigurosa. Él fue el primero en ahondar en el sentido más interno de una tensión autorresponsable a la verdad, que además en él se convierte [37] en fuerza central de su personalidad. Sujeto aún a casos singulares concretos e interesado solo en el nivel práctico, Sócrates fue el primero en practicar el método de la intuición de esencias, de la puesta en relieve de lo esencial y de lo conceptualmente verdadero; no tardó en surgir de él, como nivel superior de desarrollo, el método platónico del conocimiento a priori y la reforma platónica de la ciencia, sin la cual nunca hubiera habido una ciencia exacta.
La conducción sócratica del diálogo (y, como es sabido, toda su vida y obra se realiza discutiendo) apunta en todo a la intelección perfecta de la esencia, esto es, a un ver espiritual que se manifiesta en un esfuerzo cognoscitivo como claridad definitiva, como cumplimiento intuitivo de las intenciones del pensar antes oscuras; apunta, más de cerca, a un ver la esencia de valores prácticos, aquello que constituye su autenticidad y verdad. Sócrates es el primero en reconocer que hay algo indudable, porque lo verdadero y auténtico mismo ofrece en su esencialidad propia una intelección intuitiva, y que a nadie le cae como una inspiración divina, sino que se adquiere en un proceso metódico de trabajo del pensamiento. La intelección, sin embargo, es algo completamente diferente de un mentar vacío, por más ingenioso que sea. Frente a las muchas menciones y sus valores mentados, se encuentra el único, verdadero y auténtico bien, que es aprehendido en el ver espiritual y que se da en él como algo absolutamente fijo, como algo que es y vale absolutamente, al cual uno se tiene que orientar.
Sócrates no era un filósofo sistemático y, por eso, los principios que tradicionalmente se le atribuyen no son teoremas con una composición conceptual exacta y una correspondiente fundamentación científica. Son, por ello, interpretables de manera más o menos profunda. Solo quien los interprete desde la perspectiva de la filosofía platónica, el más auténtico efecto del impulso socrático, comprenderá su profunda e ilimitada, aunque poco desarrollada, sabiduría. Esto tiene que ver con principios que todo el mundo conoce, como, por ejemplo, «la virtud es enseñable», «el conocer justo conduce al actuar justo». Inversamente: «toda falta ética reposa en un error ético, o sea, en un carencia de conocimiento». Según su naturaleza, dice Sócrates, cada uno aspira a lo que considera bueno. Nadie es voluntariamente malo.
Como comprenderemos más adelante, hay sabiduría incluso en el muy reprobado hedonismo de Sócrates. Sin duda, suena duro que lo bueno coincida con lo útil y con lo que [38] proporciona al hombre la verdadera eudaimonia; pero quien interpreta cuidadosamente tales aserciones del Sócrates de los diálogos platónicos y las comprende en su espíritu reconoce pronto la intención profunda: quien, guiado por la φρόνησις, por la intelección racional, elige el verdadero bien obtiene con esto la única auténtica y última satisfacción, es decir, la verdadera felicidad. La verdadera felicidad no viene del exterior, no cae del cielo como don de los dioses. La fuente de toda felicidad auténtica reside en nosotros, en nuestra razón, en la propia actividad de la intelección pura y la consecuente dirección práctica hacia lo verdaderamente bueno, en el trabajo ético. Sócrates piensa tan poco en despreciar todo placer y en desacreditar la tendencia natural al placer y a la felicidad como lejos está de defender una ética eudaimonista en el sentido del hedonismo posterior de Aristipo, aunque se basa únicamente en él, como si la verdadera meta fuera aspirar a la mayor cantidad posible de placer. Más bien, su ética se podría caracterizar como una ética de la perfección en la medida en que, sin duda, su opinión es que la virtud auténtica se ha de ver como un cierto estado interior del alma, armonioso y conforme a la ley en todo su valorar y querer práctico, es decir, se ha de ver como una perfección anímica, tal como la salud del cuerpo es la perfección corpórea. Según él, no puede, pues, ser de otro modo y se debe racionalmente ver con evidencia que una vida dirigida consecuentemente al respectivo bien verdadero —y solo en esto— obtiene siempre una satisfacción completa.
Aquí no podemos dejarnos engañar por la presentación contradictoria y además degradante que Jenofonte hace de la figura de Sócrates, la cual lo convierte en un pobre maestro del placer como si no se remontase a este el noble pensamiento de que no puede haber nada más bello para el hombre que llegar a ser mejor él mismo y tener amigos que, en las relaciones con él, lleguen a ser mejores.
Mas es seguro que la ética socrática es ética solamente en un estado germinal, no desarrollada científicamente; evoca importantes y profundos motivos, incluso los expresa sin tratamiento científico sistemático. Pero primero debía venir la ciencia que manifestara estos valores en una forma lógica definitiva.