Blythe Gifford

El truhan y la doncella


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dicho? —gritó la mujer rolliza—. Repita, por favor. Estoy sorda de este oído —se tocó la oreja derecha—. Hable alto. ¿Alguien ha hecho antes este viaje? Cuando fui de peregrinación a Santiago de Compostela teníamos un guía nuevo y nos perdimos en los Pirineos. Tardamos una semana en entrar en España y a punto estuvimos de…

      Mientras hablaba, Garren sintió el peso de la venera que llevaba al pecho y se preguntó si Dios y el Apóstol Santiago habrían respondido a sus oraciones.

      Dominica le tocó el brazo a la mujer para llamar su atención sin necesidad de gritar.

      —La hermana Marian ha visitado el santuario de santa Larina, y más de una vez.

      La monja le tiró de la manga a Dominica.

      —Nica, por favor…

      Nica. La llamaban Nica. Garren lo pronunció en silencio y se hizo cosquillas con la lengua en el cielo de la boca.

      La esposa del mercader miró de arriba abajo a la pequeña monja, a la que doblaba en tamaño.

      —¿Más de una vez? Entonces debería ser ella quien nos guiara en vez del Salvador este.

      Garren se unió a la carcajada que soltó el hombre de las cicatrices.

      La mujer, riendo también, se acercó a Garren. La venera de Santiago de Compostela resonaba al chocar con la cruz y la insignia que representaba al santo Thomas Becket montado a caballo. Agarró a Garren por el brazo y se puso a palpar sus músculos como si estuviera examinando una bestia de carga.

      El gemido ahogado de Dominica le hizo gracia a Garren.

      —Pareces estar bien formado… Anchos hombros, fuertes brazos… ¿Luchaste en Poitiers?

      Garren apretó el puño. Aquel nombre evocaba el hedor de la sangre en suelo francés.

      —Sí.

      —Fue una gran victoria. Y devolviste a la vida al conde de Readington… Si Dios te ha protegido hasta ahora, cuidará de todos nosotros.

      Dios no tenía nada que ver con aquello, pensó Garren mientras se sacudía de encima la mano de la mujer.

      —Soy un soldado, no un santo. Vuestras almas son asunto vuestro —la espalda le dolía por el peso de una responsabilidad indeseada—. Recoged la comida y despedíos de vuestros seres queridos. Partiremos dentro de una hora.

      Todos se dispersaron como una bandada de palomas, salvo Dominica y la monja. La chica tenía la culpa de que lo tomasen por un santo.

      —Dominica…

      Ella retrocedió ante su ceñuda mirada.

      —Voy a por tu comida, hermana —le dijo por encima del hombro a la monja, y echó a correr hacia las cocinas con el perro peludo pisándole los talones.

      —Me parece que su fe es una carga indeseada para ti —comentó la monja.

      Garren la examinó con atención. Su hábito era largo y holgado y le daba el aspecto de una niña con la ropa de su madre. Una expresión de cansancio y desánimo entrecerraba sus pálidos ojos azules.

      «La hermana Marian quiere que la chica cumpla su promesa», le había dicho la priora, y Garren se preguntó si sería cierto.

      —Gracias por aceptar ser nuestro guía —continuó hablando la monja—. Esto no debe de ser fácil para ti.

      Garren se estremeció como si le hubiera hablado un espíritu. No quería que aquella monja pensara que era un devoto peregrino. Si hacía aquello era por William, no por buscar la gloria de Dios.

      —No soy lo que ellos creen, hermana.

      —Nadie es lo que cree ser, hijo mío —respondió ella con una voz melódica y sosegada, como si hubiera oído los pensamientos de Garren—. Solo Dios sabe quiénes somos realmente.

      —Entonces Dios sabe que soy un impostor —dijo él con una bravuconería que estaba lejos de sentir—. Un mentiroso. Un fraude. Soy un palmero, hermana —declaró en voz alta, como si se sintiera orgulloso de ello—. Me van a pagar por hacer esta peregrinación.

      Y por otras cosas que no quería revelar.

      —Muchos son los peregrinos que ocultan sus motivos —repuso ella—. Pero Dios nos quiere a pesar de nuestros secretos.

      Garren intentó extraer algún significado oculto de sus palabras, pero decidió que aquella monja no sabía los planes de la priora para su preciosa Nica.

      —Te has pasado toda tu vida apartada de las tentaciones mundanas. ¿Qué secretos puedes tener tú, hermana?

      —Los que Dios me ha ayudado a guardar.

      Garren sintió envidia por la fortaleza de su fe, forjada, no mediante un ritual litúrgico, sino por un pacto entre ella y Dios. Y Dios había mantenido su promesa. Hasta el momento.

      Si los eclesiásticos que él había conocido hubieran sido como ella, Garren seguiría seguramente en el claustro.

      —La has llamado Nica —observó, intentando reprimir el remordimiento por lo que iba a hacer.

      El rostro de la monja se puso aún más pálido de lo que era.

      —¿Qué has dicho?

      —Has llamado Nica a la chica. ¿Por qué?

      Una sonrisa suavizó las arrugas alrededor de sus ojos.

      —La conozco desde que nació, y ella misma se puso ese diminutivo cuando aprendió a hablar.

      —¿Desde que nació? Creía que… —se detuvo a tiempo para no decirle que había hablado con la priora.

      —¿He dicho eso? Quería decir desde que Dios la dejó a nuestro cuidado —le tocó suavemente el brazo, siendo demasiado baja para alcanzar su hombro—. Y ahora estará al tuyo.

      Garren no quería que le siguieran recordando su traición.

      —De modo que ya has hecho antes este viaje…

      —Tres veces. Fui el año de la peste para rezar por todas las almas que estaban al cuidado del conde. Solo murieron el conde y la hermana que viajaba conmigo —sus ojos aún arrastraban la sombra de aquellas muertes—. La santa nos protegió al resto, y desde entonces hemos enviado a alguien todos los años para agradecérselo. Yo volví a ir el primer año del pontificado de Inocencio.

      —¿Y la tercera vez?

      La monja desvió la mirada hacia las cocinas.

      —Fue años antes —recogió su cayado y se apoyó rígidamente para dar el primer paso—. Si me disculpas, debo ir a recoger mis cosas.

      Garren la observó alejarse y sintió en sus carnes el esfuerzo que le suponía cada pisada. Tal vez hubiera hecho el viaje otras veces, pero siendo mucho más joven.

      —Hermana, quisiera pedirte un favor.

      —¿A mí? ¿De qué se trata, hijo mío?

      —Ya sé que quieres hacer el viaje a pie como los demás, pero… —¿pero qué? ¿Qué excusa podía darle para que se ahorrara el suplicio de la caminata?—. Pero mi caballo, Roucoud, está acostumbrado a llevar un peso encima y le resultará muy duro caminar sin nadie —en realidad, su caballo de guerra apenas notaría la diferencia entre caminar sin jinete y con la pequeña monja en el lomo—. Además, como ya has hecho esta ruta podrías observar el camino desde el caballo y ayudar a guiar al grupo.

      —Que Dios te bendiga por tu amabilidad, señor —un hoyuelo apareció en su mejilla al sonreír—. Estaba rezándole a Dios para que me brindase un poco de ayuda y apareces tú con un caballo que necesita el peso de un jinete.

      —No confundas mi ayuda con la de Dios, hermana. Son dos cosas completamente distintas —y ella no tardaría en descubrirlo.

      —A veces la ayuda de Dios aparece donde menos te