Blythe Gifford

El truhan y la doncella


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seca se mezclaba con el pan recién hecho, y los mozos corrían a obedecer las furiosas órdenes del cocinero tan rápidamente como ella había escapado de la ira del Salvador.

      Le había recordado a un Moisés furibundo. Seguramente sabía que ella les había dicho al simpático joven y a su mujer que había rescatado a lord William de la muerte. Pero ¿y qué? Si ella hubiese hecho algo tan milagroso querría que todo el mundo lo supiera. Aunque, por otro lado, la priora siempre le decía que el orgullo solo conducía a la destrucción. Era una de las máximas favoritas de la madre Juliana.

      —¡Guardad cola! ¡Dadme un minuto! —gritaba el cocinero. Un joven mozo entró corriendo y añadió una hogaza del pan del día anterior a la abigarrada colección de quesos y verduras cubiertas de tierra que se amontonaban en la mesa y que el cocinero, sin dejar de mascullar, trataba de dividir en once partes iguales.

      —El conde podría haber avisado de su generosidad con un día de antelación.

      Dominica aguardó pacientemente al final de la cola, junto a la mujer medio sorda y su capa de exquisita calidad. La mujer agachó la cabeza y le sonrió al hombre alto y delgado que tenía delante, quien le devolvió la sonrisa. Dominica bajó la mirada para que no la descubrieran mirando y se sorprendió al ver las calzas rojas en los amplios tobillos de la mujer. A pesar de todas las insignias que llevaba al pecho no parecía una peregrina. ¿Podría ser una prostituta arrepentida?

      —La comida es importante —dijo el hombre alto—. Ayuda a equilibrar los humores.

      La mujer se llevó la mano a su oreja buena.

      —¿Es usted médico, buen señor?

      —Soy James Ardene —hizo una reverencia—. Médico de St. John’s.

      —Vaya, nos alegrará contar con su compañía en el viaje.

      —¿Dónde vive usted, buena mujer?

      —En Bath. Y soy viuda. Agnes Cropton —el médico hizo otra reverencia antes de alejarse con su ración correspondiente, y ella movió los dedos a modo de despedida.

      Una viuda… Dominica se arrepintió de haber sacado conclusiones precipitadas y recordó las palabras del Mesías: «No juzguéis y no seréis juzgados».

      —Lamento su pérdida.

      —¿Cuál?

      —La de su marido. Y la de su oído también —Dominica suspiró, echando de menos el silencio del convento. Era mucho más fácil hablar con Dios que con desconocidos.

      —Me refiero a qué marido —la mujer se llevó un trozo de queso a la boca aprovechando que el cocinero estaba de espaldas—. Y en cuanto a la sordera, me la provocaron las palizas de mi segundo marido. Dios lo castigó con una muerte temprana… Pero de eso hace muchos años.

      —¡El siguiente! —gritó el cocinero—. Vamos.

      Dominica dio un respingo.

      —Me alegra contar con un médico en el grupo —continuó la viuda—. En el viaje podemos contraer enfermedades horribles. Cuando yo estaba en…

      El cocinero le tiró de la manga.

      —He dicho «vamos». ¿Es que está sorda?

      —Pues sí, lo estoy —respondió la mujer, arqueando las cejas—. Dios lo guarde por su interés.

      El cocinero le arrojó de malos modos la bolsa de comida.

      —¡Mantén a ese chucho lejos de la mesa! —le gritó a Dominica—. ¡Ya se ha comido un trozo de queso! No pienso alimentar animales también.

      La viuda hizo un guiño.

      Inocencio no podría alcanzar la mesa ni estirándose sobre sus patas traseras. Dominica lo levantó con el brazo izquierdo y con el derecho agarró las tres últimas bolsas de comida.

      —Para la hermana Marian y El Salvador —le dijo al ceñudo cocinero mientras salía de la cocina junto a la viuda Cropton—. En días como hoy no me importaría estar sorda de un oído…

      —Puede ser muy útil cuando no quiero aburrirme. ¿Cómo te llamas, querida? ¿De dónde eres?

      —Dominica —escudriñó el patio en busca de la hermana Marian y El Salvador mientras dejaba a Inocencio en el suelo—. Y vivo en el priorato.

      —No pareces una monja.

      —Todavía no lo soy, pero lo seré —afirmarlo ya la hacía sonreír.

      La viuda carraspeó.

      —Con esa cara no parece que vayas a serlo…

      Dominica se llevó la mano a la cara y se tocó las mejillas, la frente, la nariz y las orejas. La priora le había dicho que sus ojos eran aterradores. ¿Qué más defectos tendría? ¿Estaría deformada y nunca lo había sabido?

      —¿Qué le pasa a mi cara? No tenemos espejos en el priorato.

      —No le pasa nada, querida… —la viuda le pellizcó cariñosamente la mejilla—. Deberías sonreír más a menudo y enseñar ese hoyuelo tan delicioso. No te preocupes… Encontrarás un buen marido.

      —Pero yo no quiero un marido. Quiero ser monja.

      La viuda Cropton sacudió la cabeza con incredulidad y desaprobación.

      —Ser monja es el último recurso para una mujer, querida. Una joven guapa y lozana como tú no tiene que desaprovechar su vida en un convento.

      Difundir la palabra de Dios no sería desaprovechar su vida, pensó Dominica, pero decidió que no le correspondía a ella explicarle los planes divinos a la viuda Cropton.

      —¿Va a peregrinar para pedirle a santa Larina que la cure del oído?

      La viuda resopló con desdén y se tocó las insignias que colgaban sobre su amplio busto.

      —Supongo, aunque ni San Santiago el Apóstol ni Santo Tomás Becket hicieron nada. A lo mejor una buena santa puede echarme una mano…

      —Entonces, ¿ya ha ido antes de peregrinación? —vio al Salvador y a la hermana Marian junto al gran caballo zaino.

      —Cinco veces —se echó a reír—. Una después de cada marido.

      —¿Cinco? —Dominica se volvió hacia la viuda, asombrada—. ¿Qué fue de ellos?

      —Todos murieron. Eran mucho mayores que yo… Los hombres son unas criaturas muy débiles, querida. Si no mueren en la guerra se caen de un caballo, se ahogan en un río o contraen la viruela.

      Dominica intentaba escucharla, pero seguía mirando a sir Garren. El Salvador no parecía débil. Se había arremangado la camisa y el sol calentaba sus musculosos brazos mientras ataba una alforja a la silla del caballo. No se parecía en nada a los retratos de santos que colgaban de las paredes de la iglesia. Se asemejaba más bien a un roble fuerte y recio.

      Pero, obviamente, la viuda sabía mucho más de hombres que ella.

      —¿Ahora no está casada?

      —Si lo estuviera no tendría que hacer este viaje —respondió la viuda con un guiño—. Siempre hay más de una razón para visitar a los santos, querida… En Bath nunca ocurre nada.

      —Tampoco en el priorato, pero me gustaría quedarme allí —a salvo con Dios y el silencio—. Nunca había salido al mundo.

      —Vaya, pues prepárate para una emocionante aventura. Nunca se sabe lo que puedes encontrarte en el camino, aunque si hubiera sabido lo que me esperaba quizá me habría quedado en casa… ¡Todo el mundo ha de ir a pie y llevar capas grises! Cuando fui a la tumba de Santiago, en España, viajé a lomos de un burro todo el trayecto y nadie se quejó de que no mostrase la devoción debida.

      Dominica asintió y volvió a mirar con preocupación a la hermana Marian. Con suerte estarían de regreso antes del día de san Suituno, pero los pasos de