Morgan cruzó una pierna sobre la otra, pero sus palabras le picaron el interés lo suficiente como para echar un vistazo a sus espaldas.
–¿Ah, sí? ¿Y qué pasó? ¿Perdiste el gran ascenso?
Él sólo sonrió.
–¿Por qué no vienes a cenar y lo averiguas?
Ella siguió avanzando hacia la puerta.
–Tengo suficiente con mi propia carrera, gracias. Ah, de paso –se dio la vuelta y le sonrió–. Tu perro tiene la mala costumbre de dejar olorosos regalos a mi puerta. ¿Podías hacer algo al respecto?
Con eso cerró la puerta dejándolo débil y decepcionado. Y lo que era peor, descorazonado. Se había quedado sin ideas de como acceder a Denise Jenkins, sin ideas y sin oportunidad, parecía ser.
Denise cerró la puerta del despacho de Chuck e inspiró con fuerza manteniendo la expresión impenetrable. No iba a mostrarle al resto del personal lo que la afectaba el viejo Chuck. De nuevo. Dios, le gustaría darle un puñetazo para quitarle aquella sonrisa de superioridad de su fea cara.
«Pareces caliente hoy, cariño. Los más fríos en la sala de juntas son los más calientes en la habitación. Suavízalo y luego suelta la bomba».
Denise cerró los ojos un instante temiendo lo que iba a hacer. Chuck estaba intentando hacerla su segundo de a bordo de insultándola en el proceso. Por cinco centavos podría denunciarlo por acoso sexual, pero entonces tendría que decir adiós a su carrera y había trabajado demasiado duro como para perder ahora.
Cuadrándose de hombros, recorrió los interminables pasillos hasta llamar a una puerta abierta y esperar a que el joven de dentro alzara la vista y le sonriera.
–¡Señorita Jenkins!
–Ken, tengo que hablar contigo.
–¡Claro! ¿Qué pasa?
Denise no se permitió sonreír aunque el impulso de suavizar la bomba era muy fuerte.
–Aquí no. Reúnete conmigo en mi despacho en cinco minutos.
Denise vio como le cambiaba la cara e intentó no pensar que Ken Walters era un joven casado con un bebé. Según Chuck, ese era el problema. Ken no estaba poniendo toda la carne en el asador. Sus preocupaciones familiares interferían con su carrera. No le importaba que el niño hubiera nacido prematuro y tuviera una lesión cardiaca. Era evidente que Ken no estaba haciendo buenas ventas, pero era comprensible dadas las circunstancias. Y las ventas era lo único que importaba en aquella empresa. Si dependiera de ella, le hubiera transferido a un puesto menos estresante, pero no dependía de ella. Entró en su oficina resuelta a hacer lo que pudiera por Walters.
Él apenas le dio tiempo a descolgar el teléfono y entró sin molestarse en anunciarse como si ya supiera lo que le esperaba. Denise no se anduvo por las ramas. Era evidente que él no quería.
–Lo siento, Ken. Sé que es injusto, pero tengo que despedirte.
Ken se puso pálido.
–¡Maldita sea!
Denise apretó el botón del interfono.
–Betty, trae la carta en cuanto esté lista –se volvió hacia Walters–. Siéntate. Mi secretaria te está preparando una carta de recomendación y me he tomado la libertad de concertarte una entrevista con un conocido mío en Rogers –sonrió–. No creí que te importara.
Empujó un papel hacia él donde había anotado todos los detalles intentando ignorar la sorpresa de su cara. Ken tardó una eternidad en leer la hoja.
Denise se aclaró la garganta.
–Ya sé que el seguro será un problema por los problemas de salud de tu bebé, pero lo he tenido en cuenta. Da la casualidad de las dos compañías utilizan el mismo seguro y haré lo que pueda para que te cubran por completo –por primera vez sonrió con ganas–. Simplemente no estropees la entrevista, ¿entendido?
Ken dobló el papel y lo guardó antes de mirarla a los ojos.
–Es una vergüenza que nadie de aquí sepa lo buena persona que eres. Debes haber trabajado muy duro para ocultarlo.
Ella tragó para pasar el nudo que tenía en la garganta.
–Te agradecería que no mencionaras esto a nadie.
–Ken se levantó.
–No te preocupes. No te desenmascararé.
Ella sonrió con indulgencia.
–Si te das prisa te dará tiempo a recoger las cosas de tu despacho y a llegar puntual a la entrevista!
–No sé como darte las gracias. Dios sabe que prefiero decirle a mi mujer que he cambiado de trabajo a llegar con la noticia de que me han despedido.
Denise alzó una mano en señal de advertencia.
–No está conseguido todavía. Podrías estropear esto si no vas con la actitud adecuada.
Ken lanzó una carcajada.
–Soy un vendedor y bueno. Han sido unos meses duros, pero estoy dispuesto a subir a la cima de nuevo. De hecho, no había tenido esta euforia desde que salí de la universidad. Quizá este cambio es justo lo que necesitaba. Recogeré la carta al salir.
Denise se levantó y extendió la mano. Ken se la tomó entre las suyas y dijo con intensidad:
–Gracias. Nunca olvidaré esto.
Salió con mucho más ánimo del que había entrado y Denise sintió una extraña sensación de pérdida.
No tenía mucho sentido. Ken Walters no había sido nunca un amigo suyo. Había sido su superior. Y sólo en ese momento había empezado a considerarla humana y eso porque ella lo había puesto todo, así que, ¿por qué se sentía sola ahora que se había ido? Nada había cambiado realmente. Y nada cambiaría. Ella tenía su carrera y eso era todo lo que necesitaba, ¿verdad?
Denise contempló por la ventana cómo Morgan lanzaba el Frisbi al aire riéndose cuando su perrazo, Reiver ponía sus cincuenta kilos de peso a volar y lo recogía entre sus poderosas zarpas. El perro aterrizó sobre sus cuatro patas y se lo devolvió con las orejas altas. Morgan abrió los brazos y el perro se lanzó a ellos tirándolo de espaldas soltando el disco para lamerlo con su larga lengua rosada. Morgan lanzó un aullido intentando librarse del animal y abrazarlo al mismo tiempo, pero demasiado debilitado por la risa como para conseguir ninguna de las dos cosas. Entonces se volvió y la vio, y la risa murió en sus labios. Denise sintió una punzada de culpabilidad por estropearle su buen humor. Morgan empujó al perro y se sentó mirando a su ventana. Ella intentó aparentar que no había estado espiando y dio un sorbo a su café mientras acariciaba al gato. Era evidente que él no podía soportar ni verla porque se levantó y se metió en su casa.
Denise se dio la vuelta de la ventana con un suspiro. Debería alegrarse. No había querido sus atenciones ni las de ningún otro hombre, así que, ¿qué le pasaba? No era propio de ella sentirse tan… abandonada. Bueno, no lo había sido en mucho tiempo, desde que había reconstruido con dolor su vida, desde que…
Se levantó del sillón tirando al gato de su regazo sin ceremonias y se acercó a la estantería, indecisa entre sacar el álbum de fotografías o pasar. Lo sacó, posó la taza y abrió la cubierta.
Jeremy le sonreía, un bebé gordito con un mono de color azul y la diminuta ceja un poco enarcada. Volvió la página. Jeremy empujaba su andador vestido sólo con un pañal y la cara feliz. No pudo soportarlo más. Cerró al álbum y lo volvió a guardar en la estantería. Y lo que menos podía soportar era ver cómo las fotografías se detenían a la edad de ocho años. Nunca habría otra fotografía de Jeremy. Cerró los ojos contra el punzante dolor sin esperar ya que se suavizara o disminuyera. Los años le habían enseñado que la pérdida de un hijo no se superaba nunca.
Agradeció la distracción de una