deslizándose entre sus piernas–. ¡Smithson, vuelve aquí!
Consiguió agarrarlo por la cola gris azulada. Morgan entró con rapidez y cerró al puerta.
El gato se enroscó al instante entre sus tobillos maullando.
–¿Ruso azul?
–Una mezcla, supongo –dijo Denise agachándose para recoger al gato. Era un macho arrogante y corpulento, completamente despreocupado de que le hubieran cortado las garras de delante y le hubiera esterilizado. Con casi siete kilos, se consideraba así mismo el emperador del mundo aunque apenas había salido del apartamento y cuando lo había hecho, había sido en un cesto de viaje. Ladeó la cabeza y cuando Denise intentó acariciarlo entre las orejas, empujándole el vientre con las patas traseras, saltó de su regazo para seguir con su inspección de los tobillos de Morgan.
–¿Cómo dijiste que se llamaba?
–Smithson.
–Ya tenemos algo en común.
–¿Y qué es?
–El amor por los animales.
Denise puso un gesto de duda.
–Supongo que somos tan compatibles como los gatos y los perros.
Él se rió.
–Nunca se sabe. Ah, acerca de esto –alargó la cazuela humeante–. Es una disculpa. No debería haber dado tu nombre para usar el gimnasio sin tu permiso. Lo siento. O algo así.
Ella no pudo evitar sonreír. ¿Qué tipo de disculpa era aquella?
–Es curioso, no parece una disculpa. Parece y huele a un guiso.
Morgan lanzó una carcajada.
–Un guiso de disculpa. Pensé… Esperaba… bueno, digamos que me conformo con que seamos amigos. Amigos ocasionales.
Denise no estaba preparada para la decepción que la asaltó, pero la apartó al instante aprovechando la oferta de paz.
–¿Qué es?
–Pollo; todo carne blanca con queso, arroz, brócoli y coliflor. Muy bajo en calorías.
Olía de maravilla, pero ella alzó una ceja al escucharla última arte.
–¿Queso bajo en calorías?
Morgan dibujó una cruz sobre su corazón.
–Palabra de boy scout.
Ella lo miró dudosa. No tenía aspecto de tener que preocuparse por la grasa en su dieta. Recordó los músculos duros y bien definidos de su torso desnudo y sus piernas y por algún motivo, el recuerdo la incomodó. Hizo un gesto para que siguiera a la cocina.
–¿Y se supone que debo creer que comes de forma tan sensata siempre?
Morgan posó la cazuela con la base en la encimera y se tocó el plano vientre.
–Eh, mantenerse en forma a los cuarenta y cinco no es tan fácil como crees. Lo descubrirás uno de estos días.
–Eres mayor de lo que pensaba.
–Gracias.
Denise se lavó con rapidez las manos, sacó un plato del armario y después de una imperceptible vacilación sacó otro. ¡Qué diablos! Hasta los amigos ocasionales exigían cierta reciprocidad. Sacó los vasos, la cubertería y las servilletas y lo puso en la mesa.
–¿Estoy invitado a cenar?
–Los amigos cenan juntos en ocasiones.
Morgan se rió.
–En ocasiones. ¿Y qué hay de tu trabajo?
Denise sintió vergüenza de repente de haber mentido.
–Eh… puede esperar.
Morgan se frotó las manos.
–De acuerdo. ¿Tienes algo de pan? ¿Una ensalada quizá?
Ella señaló la puerta de un armario antes de abrir la nevera y mirar dentro.
–Tengo algunas verduras, pero nada con qué aliñarlas.
Morgan sacó una botella de vino tinto de un armario junto con el pan.
–Creo que yo podré encargarme de eso. ¿Me permites?
Denise sacó la ensalada diciendo:
–Lúcete.
Morgan se puso a trabajar y enseguida fue evidente que sabía muy bien lo que estaba haciendo y le gustaba hacerlo. Para ella, cocinar era una tarea que prefería no hacer.
Y los resultados merecieron la pena. Morgan sirvió tostadas de ajo, ensalada aliñada con vino tinto y especias y la cazuela de pollo al queso y Denise se encontró sonriendo por primera vez en varios días. Su sonrisa se transformó en un sonido de placer en cuanto probó el primer bocado.
Morgan sonrió.
–Bueno, ¿verdad? ¿Quieres la receta?
–Sí, está bueno, pero no, no quiero la receta.
–No te gusta cocinar, ¿eh?
Ella se encogió de hombros.
–No tengo tiempo.
–Ya sé lo que quieres decir. Yo siempre he disfrutado de la cocina, pero me enganché tanto en la carrera corporativa que cosas como cocinar y todo lo que me gustaba, quedaron apartadas a un lado.
–Pero si disfrutabas de tu carrera…
–No. Bueno, tenía sus momentos. Me enganché a la excitación de ganar hasta que un día se me ocurrió que si yo siempre ganaba, alguien tendría que perder. Empecé a preguntarme por qué no se podría empatar a veces y me dijeron en términos tajantes que había perdido mi toque, que el negocio era lo único que importaba y me lancé otra vez a muerte.
Morgan siguió comiendo, pero ella no pudo evitar sentir que había dejado la historia inconclusa.
–¿Y qué pasó? –preguntó irritada cuando se tomó su tiempo en masticar y tragar
–Lo que pasó es que mi mujer insistió en que fuera a un psicólogo. No podía entender por qué yo era infeliz y estaba convencida de que el problema estaba en mi cabeza.
–¿Y?
–Y el psicólogo tenía una mente muy abierta. Sólo hicieron falta unas pocas sesiones para que los dos comprendiéramos que había estado años intentando encajar en el molde de otra persona.
Denise no pudo evitar una oleada de resentimiento.
–Todo era culpa de la esposa, supongo.
–No, era mi propia culpa. Debería haberme aferrado a mis valores y principios, pero quería hacerla feliz. No comprendía que el amor mutuo y verdadero significa aceptación. Con el tiempo, comprendimos los dos que ya no nos amábamos. A mí me sedujo su sofisticación al principio y lo que a ella le atrajo de mí fue mi disposición de dejarla moldearme en lo que ella esperaba que fuera su marido. Cuando ya no me seducía ni estaba dispuesta a dejarme…
–El matrimonio se rompió.
Él asintió y apoyó los dos codos sobe la mesa.
–¿Y qué hay de ti?
–¿De mí?
–¿Has estado casada alguna vez?
Ella pensó en decirle que no era asunto suyo, pero después de su confidencia, no le pareció justo.
–Sí, lo estuve.
–¿Divorciada?
–Sí.
–Supongo que no querrás contarme por qué.
Denise supo que la decepción en su voz tenía menos que ver con la curiosidad que con el hecho