madre. De grande, ese hijo, Joe Atanasio, también dijo hablar con Dios y también se hizo predicador, y por hablar con Dios en lugar de mirar el mundo acabó muerto en la vía de un tren, no sin antes tener un hijo y dejarlo en un orfanato de curas portugueses en Rhode Island, para ver si él también hablaba con Dios. El hijo de Joe fue Lawrence Atanasio, a quien los curas llamaban Lourenço pero a quien todos los demás conocían como Larry, el padre de John y Lucy. Larry, dijo Clay (entonces fue cuando lo dijo) era un hombre bueno, o un hombre normal, pero sus hijos lo volvieron loco y ahora estaba en el manicomio de Bangor hablando con Dios. John Atanasio era otra cosa. Decía que él no hablaba con Dios sino con el Diablo.
Le pregunté si con todo eso quería tranquilizarme o ponerme más nerviosa.
–Mañana domingo te voy a enseñar a disparar un rifle –respondió.
Cuando lo vi revisando su correo (habían pasado años desde lo de su esposa y sus hijos, pero él continuaba recibiendo cartas que le hablaban sobre ellos y le daban pistas falsas y jamás dejaba de leerlas), le conté que había ordenado sus libros en el estudio. Me dijo que quería verlos, de modo que salimos al jardín por la puerta de la cocina. Clay hizo un bulto con su correspondencia y yo di brincos entre charcos porque andaba sin zapatos. Circulamos una rotonda de piedra musgosa y coruscante, una glorieta destechada que era más vieja que la casa, y entramos al estudio. Clay revisó la disposición de los libros, mientras yo temblaba un poquito pensando que tal vez no debí tomarme la libertad de ordenarlos. Pero después de un rato me miró y me dijo:
–A veces siento que me conoces por adentro.
Me dio un beso en la frente, un beso como de padre.
Se puso muy serio pero al rato, sin motivo aparente, se le formó en la cara un visaje entre cómico y desquiciado.
–Una biblioteca –dijo– es como una caravana inmóvil en el centro de un páramo, como un carromato que decenas de jinetes invisibles sitian y acosan con arcos y flechas igualmente invisibles.
Me dio la impresión de que estaba citando de memoria. De inmediato (cosa inusual) habló sobre los años que pasó en la guerra.
–Hice muchas cosas –dijo–. Quemé casitas microscópicas. Vi piras de cuerpos en llamas. Una vez pasé una noche parado en medio de un pantano y escuché a una mujer que daba a luz en la orilla. Por la mañana vi un barco encallado en la copa de un árbol donde anidaban buitres. Pero lo único que regresa en mis sueños es el crepitar del fuego devorando los libros de una biblioteca.
No dijo qué biblioteca pero describió sus pasadizos y usó la palabra «crematorio».
Fue a la sala y volvió con un vaso de agua y se puso a revisar los libros.
Le dije que también había acomodado los que trajo encajonados de su oficina. Me preguntó si había visto unos fólders con cientos de hojas impresas a papel carbónico de tinta azul. Le conté que toda la semana me había dedicado a leerlos, de día en el jardín o al pie del lago o entre los caminos serpenteantes del cementerio y de noche encerrada en el estudio, alucinando y muerta de miedo de que John Atanasio viniera por mí.
–Olvídate de eso –dijo.
Me contó que no tenía idea de quién le mandaba los fólders y que en cierta forma los recibía por azar, pensaba él, porque los sobres en los que llegaban no venían a su nombre, aunque sí llevaban su dirección. El primero, el que estaba fechado en agosto de 1970, lo había recibido en setiembre de ese año. El de setiembre lo recibió en octubre. Y así con todos, como si alguien terminara de copiarlos, o de escribirlos, los fechara y de inmediato los pusiera en el correo, y él los recibiera un mes después, días más, días menos.
–Algo de azar hay –dijo Clay–. Pero no es solo azar. Porque la dirección es precisa: 1 Botany Place, Brunswick, Maine, 04011, Estados Unidos.
Tampoco aparecía el nombre del remitente, dijo, pero sí una dirección, que nunca era la misma aunque siempre era en Santiago de Chile.
–Cuando recibí el primero –dijo Clay–, lo abrí porque pensé que era un mensaje sobre mi familia, y cuando vi que no, de todas maneras lo leí, porque lo enviaron a esta casa y porque estaba en español, y no hay mucha gente en Maine que hable español, de modo que pensé que tenía que ser para mí. Además, yo había estado en Santiago meses antes, en el mismo viaje en el que después pasé por Quito, cuando te conocí, hace más o menos un año.
Me abrazó por la cintura, pero yo lo repelí en el acto y me senté en el piso del estudio y le pedí que me siguiera contando.
–Leí la novela con un poco de estupor –dijo–. Primero, por descubrir que era una novela, porque a quién se le ocurre mandarme el manuscrito de una novela: yo soy profesor de Biología, no de Literatura. Mi español es bueno pero no soy escritor ni crítico literario: yo solo sé de pájaros. La segunda razón de mi estupor era egocéntrica y artificial. Dado que yo había recibido el manuscrito, lo leí pensando en que algo en él tendría que ver conmigo; y, puesto que había llegado a mi casa, lo leí como si fuera una carta para mí. Al terminar, una vez que vi que la historia no me tocaba, me pareció una pérdida de tiempo. No obstante, cuando llegó el segundo manuscrito, en octubre, a pesar de que era casi el doble de largo, y pese a mi decepción anterior, también lo leí. Esa es la novela que ocurre en la Patagonia, la de los niños zombis que se sublevan contra la dictadura de Juan Manuel de Rosas, en el siglo diecinueve.
Asentí.
–Con esa pasó algo extraño –me miró–. Algo que me hizo sospechar. La historia, como has visto, es un pandemonio, una cosa macabra y ridícula a la vez, pero tiene una escena divertida, en medio de su escabrosidad. Algo que sucede al final, cuando los niños zombis, ya derrotados, se retiran hacia el sur, a la Tierra del Fuego. En los alrededores de Ushuaia se cruzan con un grupito de científicos, comandados por un naturalista europeo, un hombre muy peludo, de ojos grises y barba gris, alto, de gesto bondadoso, que se llama Karl Hermann Konrad Burmeister, un hombre menor de lo que parece, que anda por los cincuenta pero luce como de cien, un falso anciano que se baja del caballo y les habla en alemán a los niños zombis. Les explica que la tierra donde viven (aunque después se corrige y dice «la tierra que habitan») es la más hermosa del mundo, y los sienta entre los carámbanos rotos del deshielo antártico, en las inmediaciones de un lago en cuya superficie se reflejan picos nevados (a pesar de que no hay montañas alrededor, como si el lago no fuera un espejo natural sino un hueco o un decorado o la pantalla de un televisor). Los sienta cerca del lago y les muestra dibujos de aves de la región, dibujos de caranchos, caracaras, chimangos y aguiluchos, es decir, de aves de rapiña patagónicas, y de algunos mamíferos y de indígenas patagones y cordilleras y archipiélagos que se deshuesan del continente. Los niños zombis lo escuchan hechizados y hechizados miran los dibujos y se van quedando dormidos y cuando duermen el alemán los rocía con petróleo y los enciende con una tea y los mira correr desorientados, deshaciéndose en carbunclos antes de alcanzar el lago, cosa que provoca la hilaridad de los demás viajeros, que se ríen groseramente cogiéndose las barrigas.
Me reí (pero también pensé que yo no recordaba ese episodio).
–No hacía seis meses –se tendió Clay en el piso, colocó mis pies en su regazo–, yo había escrito para el Bowdoin Orient un pequeño reporte sobre las expediciones de Karl Hermann Konrad Burmeister al sur de Argentina. Encontrarlo en esa novela me hizo pensar que tal vez, después de todo, sí había algo en los manuscritos que tenía que ver conmigo. Apenas pude, fui a la oficina de correo a preguntar si era posible saber el nombre del remitente. La respuesta, bastante obvia, fue que no. La señora del correo, una mujer mayor, con dientes de roedor y unas hebras de pelo recogido en colas a los lados (una mujer, en suma, con la apariencia de un Oryctolagus cuniculus, es decir, con cara de conejo), me dijo que lo mejor que podía hacer era escribir a esas direcciones y preguntar. Lo hice pero nunca me respondieron. En noviembre llegó el tercer manuscrito, otra vez desde Santiago. Esa es la novela acerca de Octavio Paz y un arquitecto obsesionado por las cárceles y los sótanos, que se inicia con un epígrafe de Octavio Paz, ¿te acuerdas?
Cantan los pájaros, cantan