novela ridícula –dijo Clay–. El epígrafe parece una advertencia: el escritor es el pájaro y lo que canta es su obra, que ni él mismo comprende.
–Yo creo que significa lo contrario –lo interrumpí–. Que el entendimiento entra en el pájaro, es decir, en el escritor, a través de su garganta, o sea, cuando dice las cosas, cuando las escribe. Que la literatura es una forma de conocimiento.
–Será –dijo Clay.
–Bueno –dije.
–Porque Octavio Paz debe saber mucho de literatura. Pero, a juzgar por ese poema, en cuestiones zoológicas no da pie con bola.
–Octavio Paz colecciona pavorreales –dije.
–El tema –me interrumpió Clay– es que leí la novela y me pareció basura.
–¿O era Frida Kahlo?
–Cuando terminó el semestre, en diciembre, viajé a Quito para verte.
–Sí.
–De regreso en Maine, a principios de febrero, encontré dos novelas más, la del español al que corretean los fantasmas por un desierto que va desde el Estrecho de Magallanes hasta el Polo Norte, y la de los gemelos que pelean en el útero de su madre.
–O sea que también las leíste –dije.
–No lo habría hecho –se sentó a mi lado Clay, me dio un beso en la oreja–. Pero pasó una cosa interesante.
–Soy toda oídos.
–Un día fui al correo a comprar estampillas y la señora que me había atendido la otra vez, la señora-conejo, me dijo que se había tomado la libertad, como un favor para mí, claro, y también, para ser sincera, por curiosidad, de investigar quiénes habían vivido antes en mi casa. No fuera a ser que los paquetes que yo recibía los estuviera mandando alguien con la intención de que los leyera otra persona. Yo le dije que no podía ser, porque esta casa la construí yo, en un terreno que le compré al ayuntamiento.
–Exacto –dijo la señora-conejo–. Ese es el punto. Lo que descubrí es que, hasta 1948, la tierra donde hoy está su casa fue parte del cementerio que queda atrás, entre el bosque y la ribera.
–Yo maldije –dijo Clay– pensando por un segundo que mi casa estaba construida sobre ataúdes, aunque de inmediato entendí que eso no era posible, porque yo mismo había excavado los cimientos.
La señora-conejo le había leído la mente a Clay y dijo:
–No, no, no piense tonterías. Donde está su casa había un botánico, un jardincito ornamental destruido en 1940, que servía de entrada al cementerio. Yo, con esa información, tuve una corazonada y busqué la vieja dirección del cementerio, ¿y qué cree? En efecto era 1 Botany Place, porque la oficina del cementerio estaba en el jardincito ornamental donde ahora se encuentra su casa.
–¿O sea que la persona que te manda esos paquetes cree que los está enviando al cementerio? –pregunté.
–Es una teoría –le había dicho la señora-conejo.
–Uh –dije, afantasmando la voz–. Eso quiere decir que no solo recibes novelas de ultratumba sino que además son novelas enviadas a ultratumba.
A Clay no le hizo gracia mi chiste. Me preguntó si había leído todas. Le dije que iba por la sexta y que sí, pensaba leerlas de cabo a rabo. Entonces recordé el paquete que llegó a la casa el día en que Clay se fue a Boston, el que confundí con un sobre de revistas.
–Mira en tu correo –le dije–. Creo que hay una más.
Tumbó el bulto de cartas, recibos y circulares y sacó tres o cuatro sobres de manila, que fue revisando hasta llegar al tercero. Casi se le salen los ojos de la cara. El sobre era como todos, según me dijo al rato, excepto por dos cosas que me señaló con el dedo y que lo dejaron con la boca abierta –«Mira»–, mientras depositaba el paquete sobre los otros, –«Mira aquí»–, que yo había arrumado encima de su escritorio –«¿Has visto esto?»–, el sobre no venía de Santiago y –«No puede ser»–, no solo llevaba una dirección –«¿O sí puede ser?»–: también traía el nombre del remitente.
–¿Este es el tipo? –preguntó Clay.
«Miroslav Valsorim», decía el sobre. «Librería Armas Antárticas, Simón Bolívar 298, Valparaíso, Chile». Lo abrimos y encontramos un mecanoescrito de doscientas cincuentaiún páginas numeradas arriba a la derecha. Copias carbónicas, tinta azul.
Por la noche dormimos en el estudio, yo leyendo la sexta novela, él leyendo la última, o sea la novena, y refunfuñando de cuando en cuando. Le pedí que dejara encendida la lamparita de querosene cuando se pusieron a aletear las aves en la ventana y dejaron de saltar las ardillas en el techo. Por la mañana Clay limpió y engrasó tres rifles y en las primeras horas de la tarde caminamos hasta la orilla y me enseñó a disparar. Con el primer tiro, la culata del rifle me golpeó la barbilla y me abrió el labio inferior pero no me sentí mal. El segundo me zapateó entre el hombro y la clavícula. A partir del tercero sentí que estaba golpeando a la puerta de mi casa después de muchos años. «¿Qué casa?», pensé. Me pregunté cuánto hubiera dado por tener un rifle y saber usarlo, antes, unos años antes. Le insistí a Clay en seguir practicando, hasta que empezó a oscurecer, o sea muy tarde, porque en el verano en Maine el día se mete hasta muy adentro de la noche y el sol brilla hasta las nueve. Entre sombras seguí disparando, disparando y cargando de nuevo y otra vez disparando, entreviendo una cara en las ramas de los árboles reclinados sobre el mar, una cara que primero fue una serie de rostros hipotéticos –¿John Atanasio?–, pero después fueron otros y después uno solo.
Cuando comenzó el semestre, en los primeros días de setiembre, Clay le pidió a la secretaria del Departamento de Biología que consiguiera el número de teléfono de la librería Armas Antárticas. La secretaria era una mujer dulce y silenciosa, muy eficiente, una boliviana bonita de treintaipico, esposa de un militar americano, a la que Clay le pedía todo tipo de favor y los cumplía sin chistar. Días más tarde, Hilda (así se llamaba) buscó a Clay en su oficina para decirle que no había ninguna guía telefónica de Valparaíso en ninguna institución de Maine. Al rato volvió y dijo que, con un poco de suerte, en la biblioteca del college podría haber un banco de datos de librerías sudamericanas. Un estudiante en la biblioteca le dijo a Clay que, en efecto, ese banco existía y lo condujo a un archivador en un sótano donde, bajo el rubro «Chile», solo encontraron librerías santiaguinas. Clay se entristeció y de regreso a casa me pidió que lo acompañara a caminar por el bosque. Cuando salimos, le pregunté por qué sus esferas y sus campanas de metal llenas de grano no atraían pájaros (porque era verdad: él constantemente las atendía, pero nunca había pájaros comiendo de ellas). Me dijo que los pájaros de esa región no comían esas cosas.
La respuesta era absurda pero me dejó conforme. Sentí que quería darle un beso.
La luz de la luna facetaba el vuelo de los zancudos. Una nube de vaho se levantaba del mar, se aquietaba en el cementerio, se encaracolaba en las rotondas y llegaba al estudio cabizbaja y entristecida. Encendí una lámpara de querosene. Le pregunté a Clay si ya estaba preparado para dormir en su cuarto. Me dijo que él creía que era yo la que no quería dormir ahí.
–Supongo que ninguno de los dos quiere –dije.
Desplegamos las bolsas de dormir en el piso.
En las semanas anteriores yo había terminado de leer la séptima novela, sobre una banda de traficantes de órganos que se camuflan como libreros de segunda mano y cuyos clientes son estudiantes de medicina. La encontré decepcionante. Infinitamente inferior a la sexta. Lo único bueno es el monólogo final de un viejo librero al que la policía captura y que le explica a un detective que no entiende por qué tanto alboroto, si vender órganos humanos y vender libros es lo mismo, porque un libro no es otra cosa que un órgano humano, uno que conecta el corazón unas veces con el cerebro y otras veces con el páncreas. También había leído la octava, la más corta de todas, fechada en mayo de 1971, cuyo protagonista