Dijo–: El último manuscrito sí tenía el nombre de un remitente, Miroslav Valsorim, y la dirección era la librería Armas Antárticas.
La voz –«¿del cornúpeta?», pensó Clay– dijo:
–Pague en la caja, por favor, ahora no la puedo atender. En qué estábamos. Ah, sí. Yo soy Miroslav Valsorim. Soy el propietario de la librería. Somos, mis hijas y yo.
«El minotauro tiene descendencia», pensó Clay. Dijo:
–Mucho gusto, señor Valsorim.
–Igualmente, profesor ¿Richards?
–Sí, Clayton Richards, todos me dicen Clay.
El hombre con cabeza de toro se sintió en confianza.
–Mucho gusto, Clay –dijo–. Con respecto al tema de su llamada, ¿en qué le puedo servir?
Clay pensó que se trataba de un toro amable, un toro con un fuerte acento balcánico. Dijo:
–Quisiera saber por qué me envió su manuscrito y si usted también envió los anteriores.
–Hm –dijo el minotauro, en el centro del laberinto–. Lamento decirle que yo no le envié ese manuscrito ni tampoco los anteriores. A decir verdad, no sé de qué manuscritos me está hablando. Ciertamente, no son mis manuscritos –mugió.
El acento balcánico trajo a la memoria de Clay un olor a pólvora y altares de santos chamuscados. Tosió, carraspeó, dijo:
–Es una pena escuchar eso, porque su nombre es la única pista que tengo para descubrir quién me envía los manuscritos, es decir, para ser más claro, tenía la esperanza de que Miroslav Valsorim, o sea usted, fuera el autor.
El toro, ¿era bosnio? El toro, ¿era un hombre mayor? El toro, ¿era el esposo de la mujer bosnia que Clay vio en esa librería en 1962? El toro preguntó:
–¿Y por qué es importante para usted saber quién le envía los manuscritos?
Clay repitió esa pregunta mentalmente. ¿Por qué era importante? ¿Era importante?
Miroslav Valsorim se aclaró la garganta y súbitamente comenzó a hablar en tono jovial, un tono divertido, burlón, no poco cachaciento. Por ejemplo, dijo:
–¿Se trata, quizás, de manuscritos ofensivos, que contienen amenazas? ¿Son mensajes atrabiliarios o racistas? –rio–. ¿Son mensajes racistas? –dijo–. ¿Es usted, por casualidad, negro? –preguntó.
Clay lo imaginó afilándose los cuernos contra una pared de ladrillos y no supo qué responder: ¿era una broma?
–No soy negro –se escuchó–: Soy blanco, soy profesor de biología.
–Ah –dijo Miroslav Valsorim–: ¿Y no se puede ser negro y ser profesor de biología?
Hubo un silencio durante el cual Clay tuvo la pintoresca sensación de que el eco había vuelto, pero sin ningún sonido que duplicar.
–¿Es usted, por casualidad, racista, profesor Richards? –dijo el acento balcánico de Miroslav Valsorim, que no era solo balcánico sino indudablemente bosnio.
Un acento que parecía arrastrar niños encadenados por el borde de un camino entre dos montañas, pensó Clay. Dijo:
–No soy racista, tengo amigos negros –hizo una pausa seguida por una pausa que hizo Miroslav Valsorim y que este último cortó para preguntar:
–¿Tiene muchos amigos negros y por eso no es racista?
Un acento que cavaba fosas en el lecho seco de un río. Clay dijo:
–Tengo algunos amigos negr.
–¿Algunos amigos negr? –lo interrumpió Miroslav Valsorim.
–En Maine no hay mucha gente de color –quiso explicarse Clay.
–¿De color? –replicó Miroslav Valsorim, cuyo acento balcánico perseguía mujeres entre las zanjas de un campo de labranza–. ¿De qué color estamos hablando? –dijo–. Y entonces, ¿tampoco tiene amigos mexicanos? ¿Es usted, por amor de Dios, xenófobo?
Un acento que enterraba muertos de día y por la noche los exhumaba, pensó Clay. Dijo:
–Tengo muchos amigos mexicanos, muchos amigos latinoamericanos.
–¿Mexicanos y latinoamericanos son lo mismo para usted? ¿Está usted de acuerdo con la Doctrina Monroe? –otra sonrisa (imaginó Clay).
Un acento que degollaba adolescentes y después se sentaba a cantar y sonaban guzlas y sevdahs y sevdalinkas: «¿Cómo será eso?», pensó Clay. Dijo:
–No estoy de acuerdo con la Doctrina Monroe.
–¿Está de acuerdo, entonces, con la Teoría de la Dependencia? ¿Es usted comunista, profesor Richards?
Jubilosamente de una fosa común salía ese acento, pensó Clay. Dijo:
–No soy comunista. Estudio pájaros, sobre todo pájaros sudamericanos.
–¿Y por qué pájaros sudamericanos? –preguntó Miroslav Valsorim, se aclaró la garganta, hizo un ruido con la nariz, dijo–: ¿Encuentra usted una diferencia, digamos, de talante, de carácter, de actitud ante la vida entre los pájaros de Sudamérica y los pájaros de Norteamérica? ¿Es usted protestante?
–Soy evangélico, aunque en verdad soy agnóstico, soy un científico.
–¿Y no se puede ser científico y tener fe en Dios? ¿Mira usted con desprecio a los religiosos? ¿Es usted, por casualidad, antisemita? –se rio para adentro Miroslav Valsorim, festejando su propia broma, o al menos eso pensó Clay. ¿Un ególatra? ¿Un hipócrita? ¿Un amargado?
En este punto, acicateado por esa primera incursión en la psicología de su interlocutor, Clay decidió abrir un paréntesis mental para preguntarse qué cosa había en la voz de Miroslav Valsorim que lo hacía imaginarlo unas veces como minotauro y otras veces como criminal de guerra en Yugoslavia. Lo primero, sin duda, tenía que ver con el enigma de los manuscritos y el aspecto laberíntico de la librería Armas Antárticas, que Clay había recordado intensamente en esos días. Manuscrito, librería, biblioteca, laberinto, minotauro: era una secuencia lógica casi inevitable. Lo segundo era claramente un prejuicio: el acento del hombre activaba en la memoria de Clay recuerdos de la guerra en los Balcanes, y de inmediato los crímenes que Clay presenció en Serbia y en Bosnia y en toda Yugoslavia, y de inmediato a los perpetradores de esos crímenes. «Cierra paréntesis», pensó Clay, no sin antes tratar de imaginar al bosnio sentado ante su escritorio entre columnas calamitosas de libros puestos bocabajo: «¿Como niños que duermen en el atrio de una iglesia sin saber que la muerte se les acerca con pasos sigilosos de hombre-toro?».
–¿Cuál era la pregunta? –dijo Clay.
–Si es usted antisemita –respondió Miroslav Valsorim.
–No, dijo Clay.
–Entonces –dijo el bosnio–, ¿los manuscritos que recibe contienen insultos homofóbicos? ¿Es usted homosexual?
–Son manuscritos de novelas, como ya le expliqué –dijo Clay.
Clay nunca se irritaba.
–¿Son malas novelas? –preguntó Miroslav Valsorim–. ¿Es eso? ¿Está usted estéticamente ofendido por la pobre calidad de las novelas que recibe?
Lo vio, lo creyó ver: los codos sobre el mostrador, un planisferio agujereado prendido con tachuelas sobre una pared de corcho, un gato cimbreante eludiendo torres de papel a sus espaldas, saltándole al hombro.
–Algunas son buenas, otras no –dijo Clay.
–¿Son novelas realistas, fantásticas, de ciencia ficción? ¿Son novelas que no se sabe si son realistas o fantásticas? ¿Eso le molesta?
–No –dijo Clay.
–¿Se