Gustavo Faverón

Vivir abajo


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y las tumbas del cementerio. El primer jueves la voz habló sobre la novela del bibliotecario que vive en una isla frente a Valparaíso. Dijo (la voz) que detectaba en la novela la influencia de Bioy Casares y de La Eva futura de Auguste Villiers de l’Isle-Adam, cosa natural, dijo, porque La Eva futura es una de las fuentes de Bioy. También dijo que parecía un libro argentino («Trasunta argentinidad», dijo, o quizás dijo: «Tiene un Zeitgeist o un je ne sais quoi rioplatense») pero que un escritor argentino jamás escribiría sobre Chile, de modo que quedaba descartada la posibilidad de que fuera argentino. Más factible era que se tratara de un chileno argentinizado, es decir, un chileno que deviene argentino, o de un uruguayo de pathos bondadoso y psique deteriorada, o sea, cualquier escritor uruguayo.

      El segundo jueves habló (la voz) sobre la novela de los niños zombis de la Patagonia. Dijo que el autor debía haber crecido entre dos mundos, en una zona de intercambio o fagocitación cultural y que sin duda era un autodidacta, pero no un indio ni un mestizo, sino un criollo blanco, marginal en la metrópoli, probablemente un hijo de campesinos del sur argentino, y se arriesgó a proponer que fuera un descendiente de los antiguos gauchos judíos. En ese momento tropecé con una lápida y desperté, aunque ya estaba despierta. El siguiente jueves la voz habló sobre la novela del arquitecto que dialoga con Octavio Paz. Dijo que era un desmontaje del obsoleto discurso de la democracia occidental (representado en el constructor de cárceles) y un aniquilamiento del anquilosado conservadurismo latinoamericano (representado en Octavio Paz y sus corbatas de seda). Después entró en dudas (la voz) y dijo que algunas páginas delataban una indecisión política preocupante («Huele a gringo», dijo).

      El cuarto jueves soñé con la novela de los fantasmas mapuches que persiguen a un conquistador español y la voz dijo que el escritor era alguien que no conocía los desiertos y sin embargo los cruzaba subrepticiamente como un coyote, ya fuera un coyote de cuatro patas o un delincuente fronterizo de Chihuahua o Tamaulipas. El quinto jueves la voz habló sobre la novela de los gemelos que se pelean en el vientre de su madre. Al parecer, a la voz le había gustado más que a mí. Dijo que el autor, sin embargo, le parecía un postmarxista demasiado heterodoxo y dijo sentirse preocupada (la voz) por la estabilidad emocional del novelista, que era a todas luces un suicida en potencia. Más adelante dijo que había en la novela una clara influencia ideológica de Octavio Paz (muy perceptiva, la voz), pero que, por suerte, se trataba del Paz de El laberinto de la soledad, que estaba equivocado pero no tanto como el Paz de Los hijos del limo, que estaba literalmente en la vía pública y más confundido que Hamlet. El siguiente jueves la voz dijo no haber leído la sexta novela, lo que era a todas luces falso, pero cuando quise argumentar lo contrario declaró que no tenía tiempo para hablar de literatura.

      El séptimo jueves la voz disertó sobre la novela de los traficantes de órganos. Tras describirla como un texto sucio, macabro, truculento, morboso, corrupto, atrofiado por las infinitas enfermedades que engendra el capitalismo americano en el resto del planeta, una novela denigrante en la que el lector acaba siendo víctima ultrajada, residuo insalubre y miasma tosida por la boca de un cadáver descuartizado por la habilidosa mano homicida del imperialismo, dijo que la novela le encantó y que el autor no podía ser sino un escritor chileno, hijo de padres de extrema derecha, pero socialista él mismo, y por lo tanto desheredado, cosa en la que se reafirmó tras consultar los resúmenes y las muestras de los demás manuscritos y después me recomendó sentarme en la tumba de Immanuel Apfelmann, sin dar más explicaciones.

      El octavo jueves tocaba la novela del poeta boliviano que se mata en el Titicaca y en efecto la voz se refirió a ella. Dijo que su primera tentación era pensar que se trataba de un escritor paceño o santacruceño, trajinado tanto en la prosa como en la poesía, y que, de ser así, no había más candidato que Jaime Saenz, porque al resto de los escritores bolivianos les faltaba horizonte, quizá debido al problema de la mediterraneidad. Después añadió que también podía ser la argentina Alejandra Pizarnik. Tras decir eso, la voz me contó que Alejandra Pizarnik había muerto hacía poco, dato que me conmovió y cuya veracidad confirmé esa misma semana.

      El último jueves, la voz habló con acento cubano acerca del noveno manuscrito, el de la gente que se muere y sueña con la vida de otro. Pese a su desparpajo caribeño, la voz fue muy cauta y no quiso proponer ninguna hipótesis sobre el autor. Dijo que le parecía una novela escrita contra la historia, una novela acerca del final de la historia y escrita en un claro en la jungla: escrita donde nace o donde muere una civilización o donde el último sobreviviente de una civilización medita con los bárbaros respirándole en la oreja, sin darse cuenta de que el bárbaro es él. Después una cierta melancolía pareció apropiarse de ella (de la voz) y la hizo hablar sobre béisbol y después sobre el béisbol en Cuba, que a veces jugaban los campesinos en los claros de los cañaverales. De allí pasó a hablar sobre Alejo Carpentier y, por ende, sobre música afrocubana. Después habló sobre música indígena de América Latina. Eso la condujo a señalar que el instrumento más típico de la música andina era la zampoña. Dijo que eso era divertido, porque el nombre «zampoña» venía del nombre de un instrumento italiano llamado «zampogna», una especie de gaita, que llegó a Italia desde Grecia, un instrumento que en griego se llamaba «sumfōnia», término que, con el correr de los años, dio origen a las palabras «zampogna», «zampoña» y «sinfonía». De allí pasó a hablar sobre músicos barrocos italianos como Alessandro Scarlatti y su hijo Domenico Scarlatti y después acerca del barroco hispanoamericano, que no era ni temprano ni tardío, sino otra cosa que parecía fracturada y fuera del tiempo, como un fósil que de pronto se echara a caminar. Esa evocación la hizo recordar a los zombis haitianos de las novelas de Carpentier, que atraviesan cañaverales donde los cubanos jugarían béisbol, y después siguió hablando de béisbol un rato más y después se despidió.

      Yo terminé esas nueve semanas conflictuada por el hecho de que la voz (mi voz (en los sueños)) nunca defendió mi hipótesis de que se tratara de una autora mujer y también porque la voz parecía abrigar una fobia antiamericana que yo no compartía. Le conté a Clay mi desventura y él pareció obviarme pero al rato, cuando le resumí lo que la voz había dicho en el noveno sueño, se alegró y dijo que él tenía una zampoña y se perdió por el arco que une (o divide) las dos salas. Subió y bajó la escalera y regresó del laboratorio con la zampoña y un charango con cuerpo de armadillo que tocamos el resto de la noche, a pesar de que ninguno sabía qué hacer con ellos. Cuando Clay cantó Turn on Your Love Light (a las tres o cuatro de la mañana del noveno jueves, en el jardín de las rotondas de piedra, donde cada uno se puso a bailar a un ritmo diferente, una especie de ronda de a dos en la que participaron las ánimas del cementerio), miré a Clay y le encontré un vago parecido con Jerry García.

      Para entonces ya no teníamos solo nueve novelas, sino muchas más, porque siguieron llegando, pero el ciclo de conferencias de la voz se cerró en esa fecha.

      Clay aceptó una invitación para dar una charla en Santiago y a mediados del año siguiente viajó a Chile, decidido a buscar a Miroslav Valsorim. En la Universidad Católica dio una conferencia sobre el lugar que ocupaban las aves en la cultura mapuche en comparación con el lugar que ocupaban en la cultura guaraní. Como solía ocurrir cuando Clay hablaba ante académicos latinoamericanos, los biólogos y los ornitólogos pensaron que eran paparruchas y que sonaban sospechosamente antropológicas, mientras que los científicos sociales pensaron que era un palabreo bobalicón y que la relación entre los mapuches y las aves se podía explicar contemplando una cazuela mapuche de pollo con locro. Nada de eso dejaron traslucir en el ágape que vino después (en el que, sin embargo, le recomendaron a Clay una cazuela mapuche), ni en las salidas y los paseos de las siguientes cuatro noches. Durante las mañanas y hasta entradas las tardes, Clay acudió a la Biblioteca Nacional de Santiago. Se zambulló en archipiélagos de manuscritos y legajos a la deriva y consiguió rescatar más de un documento crucial para su libro sobre Karl Hermann Konrad Burmeister.

      En su última noche en Santiago, llamó a Miroslav Valsorim para decirle que al día siguiente estaría allá y confirmar por enésima vez la dirección. Al día siguiente, apenas si se detuvo en el hotel de Valparaíso para dejar el equipaje. Ni siquiera subió a su habitación: en la recepción pidió que le consiguieran transporte y un portero lo embarcó en un taxi que lo dejó en la esquina de la calle Simón Bolívar y la avenida Brasil. El taxista