Margaret Way

La flor del desierto


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encontrar el camino de vuelta podía resultar muy, muy difícil.

      Al bajar las escaleras, se encontró a Francesca en el vestíbulo. Ella lo miró y sintió que la sangre afluía de golpe a sus mejillas. Estaba magnífico. Su cara, de rasgos duros, tenía un aspecto relajado. Le brillaban los ojos castaños y el pelo, recién lavado, se le rizaba en esas largas ondas naturales por las que algunas mujeres pagaban una fortuna en la peluquería. Francesca se asombró del deseo que sentía por él. El deseo dulce y elemental de una mujer que miraba al que sería su compañero perfecto.

      –¡Hola! –la voz grave y penetrante de Grant la turbó aún más.

      Tuvo que fingir un tono frívolo para que él no adivinara lo que estaba pensando.

      –Tienes un aspecto muy fresco.

      –Gracias a Brod –sonrió–. La ropa es suya.

      –Te sienta bien –dijo ella, con una suave mezcla de admiración y sorna.

      –Tú también estás muy guapa.

      Grant tenía una mirada divertida. Ella lucía una amplia falda de color azul marino, a juego con un top sin tirantes estampado con florecitas blancas y unas sandalias azules casi del mismo tono. Llevaba el pelo recogido en un moño trenzado que le sentaba muy bien. Grant se dio cuenta de que, al acercársele, su piel blanca se había teñido de un suave rubor.

      ¿Por qué al verla le daban ganas de ponerse a bailar? Desde hacía algún tiempo soñaba a menudo con hacerle el amor. Estaba convencido de que su sueño tenía que hacerse realidad y, al mismo tiempo, asombrado por no poder mantener la cordura. Pero, ¿qué tenía que ver la cordura con el deseo sexual? Sentía la necesidad de tener una aventura amorosa con Francesca. No podía elegir. Se fue directo a ella y, de pronto, ambos se encontraron bailando un tango improvisado y recordando cómo habían bailado sin parar en las bodas de Rafe y Brod.

      Había música en su interior, pensó Francesca. Música, ritmo, sensualidad. Ese hombre se estaba apoderando de ella por completo. La hacía florecer.

      –Ahora tengo la compañía perfecta –le musitó al oído, resistiendo a duras penas la tentación de meterse en la boca el lóbulo sonrosado.

      –Yo también.

      Francesca no pudo ocultar su turbación. No había decidido conscientemente enamorarse de Grant, pero se sentía tan atraída por él que no soportaba la idea de que se acabaran sus vacaciones en Kimbara.

      Rebecca, que había ido a buscarlos, aplaudió con entusiasmo al verlos bailar de esa manera.

      –¡Bravo! –exclamó–. No se me había ocurrido hasta ahora, pero esto es una buena pista de baile –reflexionó, mirando el amplio vestíbulo.

      –Y ¿para qué la quieres, si tenéis el viejo salón de baile? –preguntó Francesca sin aliento cuando, después de dar un último giro, dejaron de bailar.

      –Quiero decir para Brod y para mí –sonrió Rebecca–. Venid a tomar una copa. He puesto a enfriar una botella de Riesling. Se está muy bien afuera, en la terraza. El aire trae el olor de las flores y hay millones de estrellas.

      Rebecca tenía el pelo negro y lo llevaba suelto y peinado con la raya en medio, como le gustaba a su marido. La brisa que entraba por la puerta abierta agitaba el vuelo de su ligero vestido blanco.

      Encontraron a Brod cubierto con un delantal muy profesional. En la gran barbacoa de ladrillo se estaban asando las patatas. Había también rollitos de verduras preparados por Rebecca y una ensalada de nueces y champiñones que había hecho Francesca y a la que solo le faltaba el aliño.

      La conversación comenzó a fluir. Pusieron la carne a asar y Rebecca fue a la cocina a preparar una salsa al estragón. Mientras esperaban, Grant llevó a Francesca a la baranda para contemplar la luna, que se reflejaba en la suave superficie cristalina del arroyo.

      –Qué noche tan maravillosa –suspiró ella, alzando la vista hacia el cielo estrellado–. La Cruz del Sur está siempre sobre el tejado de la casa. Es muy fácil verla.

      Grant asintió.

      –Rafe y Ally no pueden verla desde Estados Unidos. La cruz se va moviendo poco a poco hacia el sur.

      –¿De veras?

      –Sí, señorita –él hizo en broma una reverencia–. Es por el movimiento circular de la tierra sobre su eje. La Cruz del Sur era ya conocida entre los pueblos del mundo antiguo, babilonios y griegos. Creían que formaba parte de la constelación de Centauro. ¿Ves aquella estrella lejana, al sur? –la señaló con el dedo.

      –¿La que brilla más?

      Grant asintió.

      –Es una estrella gigante. Señala el Polo Sur. Hay muchas leyendas aborígenes sobre las estrellas y la Vía Láctea. Te contaré alguna uno de estos días. Quizás una noche que acampemos al raso.

      –¿Hablas en serio?

      Hubo un breve silencio.

      –Podría arreglarse –dijo él, en tono burlón–. ¿Crees que sería una buena idea: nosotros dos solos bajo las estrellas?

      –Creo que sería maravilloso –Francesca suspiró de pura emoción.

      –¿Y si los dingos empiezan a aullar? –bromeó él.

      –Sí, ya lo sé. Sus aullidos son lúgubres, por no decir aterradores –se estremeció un poco al recordarlos–, pero te tendría a ti para protegerme.

      –¿Y quién me protegería a mí? –él la tomó de la barbilla para mirarla de frente.

      –¿Tan peligrosa soy?

      –Sí, creo que sí –contestó él, pensativo–. Estás fuera de mi alcance, Francesca.

      –Y yo que creía que eras un hombre que apuntaba a las estrellas –bromeó ella.

      –Los aviones son más seguros que las mujeres –afirmó él secamente.

      –De modo que, con lo inofensiva y pequeña que soy, ¿te parezco un gran peligro? –la voz de Francesca era apenas audible, pero muy intensa.

      –Sí… Menos en mis sueños secretos –se sorprendió diciendo él.

      Era una tremenda declaración que hizo a Francesca vibrar como la cuerda tañida de un instrumento musical.

      –Eso es muy revelador, Grant. ¿Por qué me cuentas algo tan íntimo? –preguntó, turbada.

      –Porque, en cierto modo, tú y yo tenemos mucho en común. Creo que lo supimos desde el primer momento.

      –¿Desde la adolescencia? –sencillamente, no podía negarlo–. Y, ahora, ¿vamos a tener una relación diferente?

      –No, señorita –su voz se hizo más grave–. Tú estás hecha para la grandeza. Eres la hija de un conde. Venir al desierto es para ti una forma de escapar, de huir de la realidad. Un intento de liberarte de la presión de tu posición social. Supongo que tu padre espera que te cases con un hombre de tu clase. Con un miembro de la aristocracia inglesa. Con el hijo de una familia importante, por lo menos.

      Era verdad. Su padre esperaba ciertas cosas de ella. Incluso tenía pensados dos posibles pretendientes.

      –También soy hija de Fee –ella trató de desviar la cuestión–. Eso me hace medio australiana. Fee solo quiere mi felicidad.

      –Lo que significa que tengo razón. Tu padre espera mucho de ti. No le gustaría perderte.

      Francesca negó con la cabeza, casi suplicando.

      –Papá nunca me perderá. Lo quiero. Pero él tiene su propia vida, ¿sabes?

      –Pero no tiene nietos –dijo Grant con sencillez–. Necesita un heredero: el futuro conde de Moray.

      –Olvidemos todo eso, Grant –exclamó Francesca.