estaba trémula y anormalmente pálida.
–Lo siento –había remordimiento en su voz–. No quería ser rudo contigo. Me he dejado llevar. Como tú dices, me falta refinamiento.
Ella tal vez debió decirle cómo se sentía, cómo le había gustado aquel beso, pero sus emociones eran demasiado intensas. Se alejó y, con mano temblorosa, trató de arreglarse el pelo, al darse cuenta de que se le habían soltado algunos mechones largos y sedosos.
–No me has hecho daño, Grant –logró decir–. Las apariencias a veces engañan. Soy mucho más fuerte de lo que parezco.
Él se rio espontáneamente.
–Haces que me vuelva loco.
La miró mientras trataba de quitarse las horquillas para soltarse el pelo. Grant podía imaginarse a sí mismo cepillándoselo. Dios mío, debía de estar perdiendo la razón. Esbozó una sonrisa forzada que no se correspondía con la expresión de sus ojos.
–Creo que será mejor que llevemos el café. Se está enfriando –puso la cafetera de cristal en la bandeja–. Yo lo llevaré. Tú relájate. Procura que te vuelva el color a la cara.
Una orden curiosa, teniendo en cuenta que era él quien la había dejado en ese estado, sin aliento, reducida a un manojo de emociones turbulentas.
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