Los ojos chinos no los corrige ni las conjunciones de sangre, ni el bisturí del operador, ni los cosméticos del tocador. La hija de mestiza europea y de padre europeo, ó sea la cuarterona, también se distingue y se define perfectamente, no dando lugar á que se confunda con la mestiza pura de india y europeo. Esta última es morena, sus ojos por lo regular son negros, su nariz algo deprimida, su pelo largo y de gruesa hebra y sus labios ligeramente abultados. El rasgo característico que define á la cuarterona de la mestiza, es que esta última conserva en toda su pureza las tradiciones de su airoso y pintoresco traje. La saya suelta, la diminuta chinela, la bordada piña, el alto pusod, la aplastada peineta y los pequeños aretes, constituyen su atavió, que jamás deja, á no ser que la Epístola de San Pablo se encargue de modificar trajes y costumbres, cosa que suele acontecer, casándose con europeo. En este caso, una de dos: ó el europeo se hace indio ó la india se hace europea; y digo india, pues que las costumbres de la mestiza por regla general, son las mismas de su madre. Las impresiones, hábitos y costumbres de la infancia no se borran con facilidad; así que la morisqueta, el lechón, el pequeño buyito, el lancape, el petate en el suelo, el cigarrillo á hurtadillas, el pelo suelto y la decidida afición al poto, á la bibinca, al sotanjú, á la manga verde y al gulamán es muy difícil hacerlas olvidar: en cuanto á que dejen de coser sentadas sobre el petate y á que hablen castellano con sus criadas, eso es imposible. En cambio en la cuarterona es muy común encontrar tipos que no solamente no usan chinelas, sino que aun dentro de casa están oprimidas con el corsé y las botitas; cuarteronas que dicen no hablan tagalo, ni comen lechón ni morisqueta y que tienen cama en alto, suscripción á La Moda Elegante, batas encañonadas, pendientes largos y escote cuadrado. En reserva les diré á ustedes que con mucho sigilo me dijo en una ocasión una india que servía á una mestiza cuarterona, que ó pesar de todo cuando decía su ama, de cuando en cuando mascaba un chiquirritín buyito y saboreaba un cigarrillo; pero que siempre lo hacía teniendo cerca el cepillo de los dientes y el agua perfumada. En cuanto al lechón—me dijo la doméstica—que solía comerlo, pero pura y exclusivamente por no desairar á alguna amiga.
Con arreglo á los anteriores apuntes, no nos cabe duda que nuestras dos desconocidas son mestizas de pura raza: el traje de la mayor hace suponer que es casada, y casada con europeo.
Durante los primeros platos que se sirvieron no tomaron parte en la conversación.
Miraban y comían con el embarazo propio de quien sabe es observado. Varias veces que la hermana menor alzó los ojos, encontró frente á frente los míos, que procuraban investigar lo que se albergaba tras aquellas negrísimas pupilas. El fondo de todo abismo es negro. Los ojos de la primera mujer que pecó no sé de qué color serían, pero los de la primera que obligó á pecar, de seguro eran negros.
Habiendo notado que por momentos se cubría de palidez el rostro de la más joven, no pude menos de interrogarla; su hermana se fijó un ella y repitió mi pregunta, con las circunstancias de hacerla más familiar y concluirla con un nombre.—¿Qué tienes, Enriqueta?—Nada,—replicó la interrogada,—sin duda un poco de mareo.—Vamos,—continuó aquella,—está visto que no puedes embarcarte ni en un bote; y es extraño; pues figúrense ustedes,—añadió dirigiéndose á nosotros,—que está bien acostumbrada á la mar, pues ella es del Puerto y yo de la Isla.
—¡Caramelo!—dije en mi interior,—pues menudo chasco me he llevado, yo que creía habérmelas con dos hijas de este extremo Oriente y me encuentro de manos á boca con Cádiz y San Fernando disfrazados de saya y candonga.
—Bien, pero esta señorita se embarcaría en ferrocarril.
—¡Cá! No señor—replicó aquella con la mayor naturalidad,—siempre nos hemos embarcado en baroto ó en parao.
—Pero, señora, ni en Cádiz ni en San Fernando hay barotos, ni menos paraos.
—Pero sí en Cavite y en San Roque.
—¡Ah! vamos, con que esta señorita es de San Roque y V. de Cavite.
—Cabal, ella del Puerto y yo de la Isla.
Entonces recordé que las caviteñas se llaman andaluzas, conociendo á Cavite por el nombre de la Isla y á San Roque por el del Puerto, siendo tan marineras y tan resaladísimas las dichosas niñas, que en una ocasión una de aquellas, que veía que á un chiquillo lo iba á tirar el caballo que montaba, le gritó:—¡Fondea, muchacho, fondea!
El mareo de Enriqueta debió ir en aumento, pues antes de concluir la comida se levantó, diciéndole á su hermana:—Acompáñame, Matilde.
Enriqueta y Matilde, pues ya sabemos sus nombres, abandonaron la mesa, quedando solamente el sexo fuerte.
El almuerzo terminó, y siguiendo la añeja costumbre, el fraile se despidió de nosotros para buscar una tranquila y cómoda digestión en unas horas de siesta. En la ligera conversación que tuvimos durante el café, supe que aquel reverendo padre hacia la friolera de cuarenta y siete años que arribó á estas playas. Mientras saboreó el café habló largamente con su criado, quien en su larga práctica de quince años que estaba á su servicio, debía conocerle perfectamente sus gustos y necesidades. Siento no poder trasladar ni una sílaba de lo que se dijeron, pues lo hicieron en bicol, única forma de entenderse, pues el criado no conocía ni una sola palabra de las que forman la rica y armoniosa lengua castellana.
Sentados en cómodos sillones de bejuco y aspirando, sino el aroma, por lo menos el humo de un segundo habano, quedamos sobre cubierta, Luís, el capitán y mi persona. Se habló del viaje, de las costas que íbamos perdiendo en los horizontes y de varios episodios de abordo, quedando, por último, en silencio, aletargados de esa dulce somnolencia á que predispone un buen almuerzo, una temperatura agradable y una retorcida hoja de Cagayan.
Las horas de la tarde fueron anunciándose una á una en los golpes del bronce, dados por el vigilante guarda de proa.
A las cinco se sirvió la comida.
Las mestizas no se presentaron.
La mar se había rizado á las caricias de un fresco Noroeste.
Los balances cada vez más sensibles avivaron la comida, que fué servida en la cámara.
Cuando subimos sobre cubierta se desvanecía en los horizontes del Poniente la luminosa transparencia del día, yendo poco á poco borrándose los contornos de los monstruosos grupos que dibujan en las nubes los últimos destellos del sol.
A la tenue y melancólica luz del crepúsculo divisamos á la banda de babor una cenicienta faja. Eran las costas de Tayabas. Sobre aquellos picachos de eterna verdura fijaba mi vista con la misma insistencia con que lo hace el que trata de reconocer á larga distancia las facciones de un sér querido.
La campana de proa anunció la oración.
La marinería cesó en sus faenas, reinó el silencio y la plegaria alzó su vuelo á otros mundos. La mía fué un recuerdo para los seres queridos que habitan aquella lejana tierra que iba perdiéndose entre los crespones de la noche. El nombre de Tayabas arrancará siempre una vibración á nuestra alma.
Concluída la oración nos dimos las buenas noches, siguiendo las legendarias costumbres de nuestros abuelos, cubrimos nuestras cabezas y tomamos asiento al abrigo de la camareta del timón.
En una de las discusiones que se suscitaron, Luís, siguiendo su eterna manía, trató de convencer al Padre de que el guingón que se fabricaba en Francia aventajaba en mucho al que producen los telares de Barcelona; el buen Padre que no conocía Francia, ni su guingón, que era español rancio y por ende castellano viejo, que se levantaba invariablemente á las cinco, comía la prosaica olla con mucho azafrán, sobra de jamón y falta de huesos, á las doce, que la monumental jícara de espeso chocolate le era tan necesaria al cuerpo á las cinco, como necesarios para la guarda de su regla los maitines á las doce, oía sin pestañear á mi buen amigo Luís, sonriendo maliciosamente. En el curso de la conversación, Luís mezclaba no pocas palabras francesas. El Padre tenía constantemente detrás de su sillón á su criado, quien encendía más de una