Juan Alvarez Guerra

Viajes por Filipinas: De Manila á Albay


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en minoría. En un momento en que Luís se separó de nosotros, no pudo por menos de decirme el Padre:—Pero, diga V., ¿por qué no quita á su amigo ese vicio de hablar en otra lengua que la nuestra?—En aquel momento cortó la interrogación la centésima vez que se le apagaba el tabaco, volvió la cabeza y en perfecto bicol sostuvo una conversación con su criado, conversación que sin duda debió versar sobre lo incombustible de la hoja, ó lo combustible del fósforo, pues tan pronto señalaba la escueta caja como estrujaba la mascada colilla que para llegar á tal estado había pasado por la llama de cien palitos.—Con que decía V. Padre, cuando se le apagó el cigarro, por qué no procuraba quitar á Luís el resabio de hablar francés con españoles, pues es muy sencillo—le dije muy bajito—porque todos tenemos nuestra correspondiente viga en el ojo, viendo la paja en el ajeno; la viga de Luís es el francés, la viga de V. es el bicol. Quince años dice que le sirve ese criado, pues bien, en ese tiempo él debía hablar español y no V. bicol. Esta razón le debió parecer tan fuerte que se sonrió, sacó de la manga otro tabaco, y … en efecto, pidió en bicol á su criado el primer fósforo, inaugurándose la segunda parte de fuegos artificiales.

      Veinticinco Säkerhets-Tandstikor, que es como si dijéramos veinticinco émulos de Cascante habían rozado el amorfo betún de la caja cuando sonaron las diez en el reloj de la cámara. Políticamente dimos las buenas noches, y en efecto, buena la fué para mí, pues no tardé en quedarme dormido el tiempo que invertí en contar unos cien golpes de la hélice, golpes que entre sueños los asemejaba yo á otras tantas pulsaciones de aquel monstruo de hierro, en cuyas entrañas dormía con la tranquilidad del que jamás había roto un plato.

      Aquí vendrían bien dos líneas de puntos suspensivos, ó el obligado cuentecito de duendes y aparecidos; pero como no se me apareció nadie, ni soñé que me cogía un toro, ó cosa que lo valga, renuncio á los puntitos y á soporíferas relaciones, limitándome á decir que con la luz del alba de un nuevo día volví á la vida real, entrando en el concurso social, como diría un aprendiz á objetivo subjetivo, habiendo previamente cubierto mis calzoncillos con telas menos ligeras.

      Salí de la cámara. La mar estaba tan perfectamente dormida, cual yo lo había estado dos horas antes. Una brisita impregnada de puras emanaciones azoadas daban elasticidad y bienestar á todo el cuerpo. Bienestar que en mí se aumentó al ver el inverosímil pié, por lo pequeño, de Enriqueta, la que subía por la escalera de la cubierta recogiendo ligeramente su saya de fuertes colores.

      Con la confianza que da el vivir bajo un mismo techo, y la que presta todo viajero, me acerqué á la mestiza, sirviéndome de introductor su pasado mareo. Hablamos de varias cosas, indiferentes al principio, acentuadas después, é intencionadas más tarde. Enriqueta tenía suelto su rizado y hermoso pelo, este arrancó de mis labios la primera palabra del arriesgado lenguaje de las personalidades. La mestiza por lo general es muy susceptible, así que es difícil abordar esos sabrosos discreteos en que entran en juego la galante frase, la emboscada promesa y las incipientes sensaciones.

      —Con tanto pelo como V. tiene no me extraña le duela la cabeza.

      —Gracias por la lisonja,—contestó Enriqueta sonriendo, al par que instintivamente jugaba con las espirales de uno de sus hermosos rizos.

      —No hay lisonja alguna, pues presumo no aceptará como tal el que la duela la cabeza.

      —Antes de los dolores que solo son presuntivos se ha ocupado de una abundancia que por mucha que sea, jamás creemos excesiva las mujeres.—Esta contestación me hizo comprender que no solo tenía á mi lado una mujer hermosa sino también una mujer discreta.

      A las dos horas de conversación estoy completamente seguro que Enriqueta lo estaba también de no haberse equivocado al conceptuarse bonita, circunstancia que la sabe toda la que lo es, antes de que la pongan el primer vestido largo, pero que las gusta comprobar siempre que se presenta ocasión, no en la luna del espejo sino en la frase y en los ojos del hombre con quien hablan. La mujer hasta los treinta años, constantemente está alerta, á la primera palabra que se cruza con un individuo del sexo opuesto, se pone en guardia; si no le agrada contrae las cejas y su contestación fría y displicente le dice atrás paisano, siguiendo imperturbable su camino; si por el contrario le agrada, entonces el disimulo es imposible, en este caso procede una proclama incendiaria y el motín es casi seguro.

      La impertinente voz de Matilde llamando á su hermana cortó nuestra conversación.

      Hasta el almuerzo no volvió á salir Enriqueta de su camarote. Mientras duró aquel se habló de distintas cosas, sin que pudiese reanudar la conversación pendiente, pues no bien se sirvió el café se volvieron á la cámara las dos mestizas.

      Por la tarde tuve ocasión de acercarme á Enriqueta de quien supe varios detalles de su vida. Aquella era mestiza inglesa, su padre respetable comerciante escocés había heredado de sus mayores toda la rigidez de los principios puritanos, en cuya doctrina hacia dos años había bajado á la tumba, dejando á Enriqueta bajo la guarda de Matilde, casada hacia algún tiempo con un comerciante español quien á la sazón se encontraba en la provincia de Albay dedicado á su profesión.

      Enriqueta varias veces había significado sentimiento por ausentarse de Manila; traté de indagar la causa y á vuelta de algunos rodeos supe que aquella iba todos los sábados al cementerio protestante, en cuyo solitario recinto descansaban los restos de su padre, cuya tumba tenía limpia de ramas y malezas el filial cuidado de Enriqueta, quien me dijo que el pequeño enverjado que cierra el mausoleo estaba recubierto de las rojas campanillas de las trepadoras enredaderas, á cuya sombra se resguardaban gran número de macetas en las que se criaban pintadas y caprichosas flores.

      —Siento no estar en Manila en esta ocasión,—dije cuando concluyó

       Enriqueta de darme aquellos pormenores.

      —¿Y por qué lo siente V.?—me replicó aquella.

      —Lo siento porque quizás cuando V. vuelva á Manila encontrará secas y mustias las flores, mientras que si yo estuviese allí las hallaría cual las dejó.

      —Mi ausencia será corta, pues mi cuñado trata de realizar su negocio, y nos volveremos en seguida; entretanto he dejado bien gratificado al guarda, con promesa de aumentar el premio, si á mi vuelta encuentro en perfecto estado el pequeño jardín que sombrea los dorados caracteres que señalan sobre el mármol el nombre de mi padre.

      Enriqueta al pronunciar aquellas palabras se quedó callada, vagando su mirada por el Océano en cuyo majestuoso desierto quizá evocaría su querida memoria. Hay silencios que deben respetarse. Enriqueta por largo tiempo no separó sus negrísimas pupilas de las azules ondas, cuya movible superficie retrataba las cenicientas nubes que preceden á la noche. Esta bien pronto nos envolvió con sus sombras.

      —¿Conoce V. la provincia de Albay?—dijo Enriqueta rompiendo el silencio.

      —No, señora; es la primera vez que voy á ella, y lo hago como el que nada busca ni desea.

      —Ya deseará y buscará.

      Yo no pude sondear toda la intención de aquellas palabras.

      —¿Y piensa V. describir su viaje?—añadió Enriqueta.

      —No pienso escribir una línea más. Todos los hombres nacemos con una cruz que llevar y un calvario que recorrer, la cruz del escritor es muy pesada y su calvario muy largo, así que creo imposible el que vuelva á emprender tan espinoso camino.

      —Creo haber oído ó leído no sé en donde, que la palabra imposible no estaba en el diccionario español.

      —Si V. la borra del mío, de seguro no estará—repliqué no con malicia sino con ingenua seguridad.

      —De modo que si yo borro esa palabra, no habrá imposible para V.; pues bien,—me dijo con gran viveza,—queda borrada, escriba V.

      —¿Lo manda V.?

      —Si tuviera derecho para ello lo mandaría; Como no lo tengo solo me limito á expresar un deseo.—Al decir esta última palabra, sin duda creyendo había ido más allá de lo que se proponía,