Claudia Velasco

Lady Aurora


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poner la mente en blanco y rezar, o acabaría por perder la razón, y eso no debía pasar porque su propósito era encontrar una solución que la llevara de vuelta a su casa, al siglo XIX, lo antes posible, y para lograrlo debía mantenerse cuerda y despierta, atenta.

      Meg y Ben se pasaban las horas explicándole cosas e investigando, decididos a encontrar un remedio para su situación. Estaban muy entregados a su causa y no sabía cómo podría compensar todo lo que estaban haciendo por ella, ni siquiera tenía dinero para retribuir los gastos que estaba provocando, porque estaba segura de que vivir allí, aunque fuera en esa humilde casita del centro de Bath, era costoso para una mujer soltera e independiente como Meg. Y aquella era otra de sus preocupaciones, dejar de ser una carga para su amiga que, encima, trabajaba muchísimo.

      –Este hilo de Irlanda es una obra maestra –Zack cogió una de sus enaguas de la mesa, que ella había lavado y luego planchado con un artefacto «eléctrico» que expulsaba vapor y que casi se la quema, y la escrutó con una lupa. Aurora movió la cabeza y sonrió–. ¿En invierno usabais este mismo tipo de ropa interior o…?

      –En invierno usábamos enaguas de franela, salvo que fuera para un traje de gala, aunque yo no asistía a muchas cenas de gala.

      –¿Franela?

      –Sí. ¿Hay franela en este tiempo? Podríamos confeccionar unas, en mayo pasado la señora Higgins, la modista de mi tía Frances, nos enseñó a coser unas con refuerzo mejorado. Creo que puedo dibujar los patrones.

      –¡Santa madre de Dios! Por supuesto que quiero hacer enaguas de franela. Muchas gracias, Aurora.

      –De nada, será un placer.

      –¿Y las crinolinas?

      –¿Los miriñaques? –Zack asintió–. Solo las señoras mayores los utilizan y se mandan a hacer a medida, pero yo no me he puesto ninguno. Creo que en casa solo se lo he visto a las abuelas y a la tía Frances cuando asistía a algún baile en palacio.

      –¿Y el corpiño? Dice Meg que tu corpiño interior es extremadamente delicado, ¿cuándo me dejarás verlo?

      –Oh, no, señor, eso ya me parece excesivo.

      –Por supuesto, discúlpame.

      Ella lo miró de soslayo, él bajó la mirada y se concentraron en el bordado. Una pieza que Zack pensaba adherir a uno de los vestidos que estaba cosiendo para una clienta suya muy especial. Estiró el bastidor con cautela, porque no era el mejor bastidor que había tenido en su vida, y habló al cabo de unos minutos.

      –Zack, ¿crees que me podrías conseguir tela, hilos y cintas suficientes para hacer un vestido? Quisiera cortar y coser uno para Meg, para su baile de Regencia del año que viene.

      –Se volverá loca de felicidad.

      –Es lo menos que puedo hacer por ella, y con algo de suerte podré acabarlo antes de… marcharme.

      –Encantado. Dame una lista con lo que necesites y yo lo compro en Londres.

      –He pensado en vender alguno de los abalorios que tengo, no hay nada de mucho valor, pero tal vez los pendientes o…

      –¿Nada de mucho valor? Tienes mucho dinero en tus joyas, Aurora, que encima son vintage…

      –¿Vintage? ¿De qué vendimia?

      –No –se echó a reír–. Literalmente vintage es vendimia, pero en nuestra época el término vintage se aplica a objetos antiguos de diseño artístico y de gran calidad. No siempre de tanta calidad, pero al menos sí muy antiguos.

      –Vaya…

      –Y tampoco puedes venderlos por las buenas, unas joyas tan valiosas hay que tasarlas, certificar su origen y probar que son tuyas y no robadas.

      –Pero… ¿ni esta pulserita? Seguro que Charles comprenderá que haya tenido que venderla.

      –Vamos a ver, no te preocupes, no tienes que vender nada, no necesitas dinero. Todos estamos encantados de acogerte aquí, Meg la primera, así que olvídate de eso. Yo te traigo las telas y todo lo demás como un regalo, es mi negocio y las consigo a un precio estupendo. No me cuesta nada, no le des más vueltas.

      –Bueno, pero no me parece bien.

      –Me estás enseñando muchísimo y me ayudas a bordar, tómalo como una retribución a tu trabajo.

      –Buenas tardes.

      De repente una voz de hombre, ajena e inesperada, los interrumpió y Aurora se puso de pie de un salto para mirar a los ojos al señor Richard Montrose, que se había materializado en el saloncito sin anunciarse. Tampoco había nadie que lo anunciara, calculó de pronto, así que obvió la descortesía y le hizo una pequeña genuflexión.

      –Caramba, Richard, siempre tan imponente –Zack bufó mirándolo de arriba abajo, él movió la cabeza y sonrió a Aurora–. No te hemos oído llamar.

      –Tengo llaves. ¿Dónde está Meg?

      –En el supermercado, estará a punto de llegar.

      –Ok. Hola, Aurora, ¿qué tal lo llevas?

      –¿Que cómo estoy? Muy bien, muchas gracias, milord, ¿y usted?

      –Salvo por el hecho de que no soy ningún lord, todo bien, gracias.

      –Lo siento, señor, es la costumbre.

      –Vale.

      Se adentró en el salón y echó un vistazo a la mesa donde tenían esparcida su ropa, patrones, tela e hilos de bordar, se giró hacia la ventana y Aurora aprovechó para agarrar su ropa interior expuesta allí como en un mercado, y tirarla en una silla que cubrió de inmediato con un cojín. Zack quiso tranquilizarla con un gesto, pero ella no le hizo caso y se quedó quieta y de pie, tiesa como un palo, observando a ese hombre alto y apuesto que vestía de negro, sin corbata ni chaqueta, y que llevaba los tres primeros botones de la camisa desabrochados.

      Sin querer miró la minúscula porción de su pecho al descubierto y dio un paso atrás desviando los ojos hacia el suelo. Él caminó por la estancia observándolo todo en silencio y finalmente les sonrió.

      –Voy a buscar una cerveza, ¿queréis algo?

      –Tranquilo, yo te la traigo –se apresuró a contestar Zack y salió disparado hacia la cocina. Aurora cayó en la cuenta de que estaba a solas con dos hombres desconocidos, y se empezó a marear.

      –¿Qué tal estos días en Bath? Mi hermana dice que estupendamente.

      –Muy bien, señor, un poco desconcertantes, pero muy bien, muchísimas gracias. Margaret es una amiga maravillosa.

      –Lo sé. ¿Qué hacéis? ¿Coser y bordar todo el día?

      –Señor Montrose –se alisó la falda de ese vestido tan sencillo que Meg le había regalado y supo que estaba roja como un tomate, pero se aguantó la vergüenza e hizo el intento de mirarlo a los ojos. Esos ojazos azules enormes y tan fríos–. Richard, quería aprovechar que lo veo otra vez para agradecerle sinceramente y como es debido lo que hizo por mí la semana pasada. Nunca podré olvidarlo y, si alguna vez necesita algo de mí, lo que sea, quiero que sepa que tanto mi familia como yo hemos contraído una deuda eterna con usted.

      –No fue para tanto.

      –Para mí sí, me atendió y me dejó en manos de personas como su hermana…

      –Que es una chica excepcional y la mejor persona del mundo, espero que lo tengas en cuenta.

      –Claro, por supuesto.

      –¡Rick! –Meg entró cargada de bolsas y lo miró entornando los ojos–. Ya sabía yo que ese cochazo de fuera solo podía ser tuyo. Vamos, ayúdame con la compra.

      –¿Por qué no haces la compra por Internet y dejas que te la traigan a casa?

      –¿Porque me gusta ir al súper? Hola, Aurora, ¿todo bien?

      –Sí,