yo podré llamarte Aurora.
–Por supuesto, muchas gracias –se estiró el camisón que le había dejado y buscó la bata con una mano.
–Deberías comer algo y así vamos poco a poco conociendo la casa.
–¿Qué hora es?
–Las dos de la tarde del domingo treinta de junio. Has dormido muchísimo y eso es bueno.
–¿Las dos de la tarde del domingo? ¿Me he perdido el servicio religioso? –guardó silencio al ver la cara de su anfitriona y ella le sonrió.
–No pasa nada porque no vayas a la iglesia un domingo, no te preocupes.
–Pero ¿podré ir otro día? ¿Hay alguna cerca?
–Por supuesto.
–No quiero importunar más de lo necesario, ni ser una molestia, pero mi tía me matará si… –de repente pensó que aquello carecía de importancia y cuadró los hombros–. Lo siento, es que es la costumbre.
–No te preocupes, lo entiendo. ¿Sabrás usar el cuarto de baño? –Aurora asintió no muy convencida y Meg entró en ese diminuto cubículo al que llamaba cuarto de baño para enseñarle otra vez cómo se tiraba de la cadena y se manejaban los grifos del agua caliente y el agua fría–. Tómate el tiempo que necesites, ahí te he dejado algo de ropa o puedes quedarte en camisón, estamos las dos solas en la casa.
–No sé cómo puedo agradecer…
–Shhhh, no pasa nada, estoy encantada de tenerte en mi casa.
Le acarició la mano y se marchó cerrando la puerta. Aurora la observó salir y luego se desplomó en la cama tapándose la cara con las dos manos.
Aún no era capaz de racionalizar lo que le estaba pasando, todavía era todo muy confuso, muy extraño, imposible, pero había decidido mantener la calma e ir paso a paso o se volvería completamente loca.
Lo primero era dar gracias a Dios de rodillas por haber encontrado en medio de tan trágicas circunstancias a personas como los Montrose, que no eran parientes de lord James Graham, pero que la habían tratado con una amabilidad y una generosidad extremas. El señor Richard Montrose, el primer ser humano que había visto tras despertar en medio de un campo desconocido, había sido un poco brusco y distante al principio, pero sus actos denotaban que se trataba de un caballero de los pies a la cabeza, y haber intercedido por ella para dejarla en manos de su hermana que, supo después, era una mujer médico, dejaban claro que era un hombre generoso de espíritu y muy misericordioso, porque jamás se habían visto, no obstante, la había auxiliado sin hacer demasiadas preguntas.
Lo tendría presente en sus oraciones el resto de su vida, lo mismo al doctor Benjamin Ferguson, joven cabal, que junto a la maravillosa señorita Montrose había logrado explicarle en pocas palabras y con mucho tiento que al parecer el truco de monsieur Petrescu había funcionado porque se encontraba en la Inglaterra del siglo XXI, concretamente en el Amesbury del año 2019.
Si se detenía a pensarlo podía perder la razón. Del Amesbury del año1819 al Amesbury del año 2019 en un suspiro, o en un sueñecito, porque solo recordaba haberse recostado en esa caja y haber cerrado los ojos. Nada más.
Antes de salir de Amesbury, de un campo de golf le explicaron ellos, estuvieron hablando muchísimo de su época. Le preguntaron nombres, fechas, costumbres, hábitos… Al principio no estaba muy dispuesta a contestar, pero a medida que fue conociéndolos y confiando en ellos de manera natural, fue respondiendo y ellos cotejando sus respuestas en un aparatito luminoso que llevaban en la mano. De ese modo, y sin pretenderlo, fueron creyendo en su verdad, ella en la de ellos y acabaron convenciéndola para buscar refugio en Bath, en casa de la señorita Montrose, que tenía un piso de soltera donde la podía alojar el tiempo que fuera necesario.
En ese momento empezó el verdadero drama de su vida.
Caminaron por el campo de golf hasta tener que entrar en un edificio extraño, de una sola planta, donde había mucha gente charlando, paseando, entrando y saliendo en medio de una luz estridente que cegaba bastante, pero que soportó porque sus dos nuevos amigos la cogieron del brazo para superar el trance sin desmayarse.
La experiencia de la luminosidad artificial del lugar casi le provocó náuseas, pero mucho peor fue ver la ropa de sus habitantes, chillona, escasa y muy similar, porque tanto hombres como mujeres vestían con pantalones, no vio ningún vestido bonito, no llevaban chaquetas, ni sombreros y se hablaban a gritos. Aquella gente chillaba mucho y todo olía a penetrantes perfumes que se mezclaban con otros aromas menos identificables, como un olor metálico, pesado y denso que saturaba el aire y que había notado nada más despertar en medio del campo.
Polución había dicho Meg que se llamaba, cuando le explicó la sensación de ahogo que le provocaba, y dio por hecho que tenía que ver con alguna mina de carbón cercana o alguna industria manufacturera de esas que empezaban a poblar Londres.
Una vez sortearon la luz, la gente, las voces altas y los olores penetrantes, llegaron a una explanada donde había muchos vehículos de colores, con ruedas pequeñitas, que esperaban pegados, unos al lado de los otros y en perfecto orden, a que los engancharan a sus caballos, o eso creyó ella erróneamente, porque al final no fue así ya que Meg y Ben (que se habían empeñado en que los llamara por su nombre de pila) la miraron a los ojos y le hablaron de los coches modernos, los vehículos a motor que no usaban la fuerza de ningún animal para moverse y que iban a tener que utilizar para llegar hasta Bath.
Santa madre de Dios. Recordar la experiencia de entrar en ese pequeño espacio con olor a encierro, sentarse en una de sus butacas pegadas al suelo y sentir cómo se ponía en marcha y se movía suavemente por una carretera negra con rayas blancas le provocó una náusea y se fue corriendo al cuarto de baño, pero no vomitó. Ya había devuelto bastante de camino a Bath, porque aquello se movía sinuosamente y muy rápido, y era peor que ir en barco.
Pararon unas tres veces hasta que se acostumbró al vaivén y finalmente, tras cruzarse con cientos de vehículos iguales al suyo, llegaron a la preciosa Bath, donde su tía Janet, una hermana de su madre, tenía su casa de veraneo, aunque obviamente en el siglo XIX y no en esa ciudad inmensa que se fue abriendo delante de sus ojos hasta que dejaron el coche pegado a una acera y entraron en casa de Margaret Montrose, que se parecía bastante a las nuevas residencias que ella ya había visto en Londres.
Hasta allí todo más o menos bien para ser una joven inexperta de 1819, eso sí, gracias a la ayuda inestimable, la comprensión y el apoyo de sus nuevos amigos, que fueron en todo momento hablándole, explicándole y calmándola cada vez que se asustaba o se paralizaba por lo que veía. Los dos habían tenido una paciencia infinita y no sabía cómo podría compensar todo ese esfuerzo, no lo sabía, porque no estaba en casa y estaba atada de pies y manos, pero lo haría, algún día lo haría porque se lo merecían todo.
Se miró en el espejo y se inclinó para lavarse la cara. La víspera, tras entrar en esa casa donde la señorita Montrose vivía completamente sola, sin siquiera una doncella, y rogar que no encendieran la iluminación artificial que le hería los ojos, se había quedado charlando hasta muy tarde con Meg, que no se cansaba nunca de escucharla, con la boca abierta, tomando notas en una libreta con hojas blancas y muy finas, y una pluma que no necesitaba tinta, y después se había dado un baño en esa bañera pegada a la pared.
La tina o bañera era de porcelana blanca, o eso parecía, rectangular y estaba junto a la pared, rodeada de azulejos y con una especie de cortina transparente para aislarla del resto del cuarto de baño. No era necesario cubrirla con una toalla para suavizar el tacto, le explicó Meg, que además le enseñó que tenía grifos de agua caliente y fría, y que podía regularlos a su gusto, lo que la hizo comprender inmediatamente por qué esa joven prescindía del servicio doméstico. Allí todo era funcional y sencillo, todo muy limpio y cómodo para las personas, que podían arreglárselas perfectamente solas, cosa que le gustó sobremanera.
En cuanto se metió en esa bañera, su cuerpo se relajó y se tranquilizó. Era la primera vez en su vida que no tenía a ninguna doncella merodeando cerca para llevarle más agua caliente,