y tomar un poco de aire. No podía presentarse delante de sus tíos así de agitada, así que esperó a calmarse, a la par que los sirvientes pasaban por su lado apresurados haciendo venias y luchando por conseguir llegar a tiempo con sus tareas previas a la cena.
Gracias a Dios, ella se había cambiado hacía un rato, o la empresa hubiese resultado imposible con tanta dama acicalándose y reclamando más doncellas o más agua caliente en sus habitaciones. Gracias a Dios siempre iba un paso por delante de las demás y se organizaba bien, y se miró de soslayo en el espejo de cuerpo entero que presidía el rellano de la escalera, dando el visto bueno al peinado y al vestido, que era un precioso modelo de muselina azul cielo confeccionado en Londres.
–¡Lady Aurora!, milady, por favor –llamó Iris, la doncella de su tía, y ella saltó–. La están esperando y lady Frances no está de muy buen humor. Dese prisa, por Dios.
–Ya voy, muchas gracias, Iris.
Le sonrió y continuó el recorrido a buen paso hasta las habitaciones privadas de su tía Frances FitzRoy, de soltera Burrell, duquesa de Grafton, su «segunda madre» tras la muerte de sus padres en un accidente marítimo hacía seis años, aunque en realidad lady Frances ejercía poco como madre y sí mucho más como una tutora exigente y severa a la que costaba horrores complacer.
Tocó la puerta, cerró los ojos y rezó, mientras esperaba la venia para entrar, y cuando al fin se la dieron pasó a la estancia donde su tío Hugh FitzRoy, V duque de Grafton, y hermano mayor de su padre, esperaba con las manos a la espalda junto a la chimenea, aunque esta estaba apagada.
–Entra, Aurora, no te quedes ahí de pie como un pasmarote –fue la bienvenida de su tía, apareciendo en el saloncito con la peluquera y una de sus doncellas pegadas a sus faldas.
–Buenas tardes, milady. Tío Hugh.
–Hola, niña, ¿cómo estás?
–Muy bien, gracias, milord, ¿y usted?
–Te hemos llamado porque necesitamos que tomes una decisión, Aurora –interrumpió su tía y ella la miró–. Ni mañana, ni pasado y mucho menos el mes que viene. Necesitamos que tomes hoy mismo una decisión y nos la comuniques antes de que te vayas a la cama.
–Usted dirá, tía.
–Habla tú, querido, y rapidito, que nos están esperando para la cena.
–Al fin nos hemos decidido por dos pretendientes…
–¿Perdón? –soltó sin poder controlarlo y los dos la miraron ceñudos.
–Por respeto a tus padres, que en gloria estén, y a sus deseos de no comprometerte antes de tu presentación en sociedad, hemos esperado un año, pero ahora ya tienes diecinueve años, Aurora, cumples los veinte dentro de cuatro meses y no podemos esperar más. Hemos recibido muchas propuestas matrimoniales que se han acumulado encima de mi mesa, pero tu tía ha tenido la generosidad de ocuparse personalmente de ellas, las ha estudiado minuciosamente con nuestros abogados y finalmente nos hemos decantado por dos candidatos.
–No sabía nada, tío, porque lo cierto es que yo no…
–¿No quieres casarte? ¿Quieres convertirte en una solterona triste y marchita? –intervino su tía y ella tragó saliva–. Ya sé que tienes sueños y pajaritos en la cabeza, muchacha, pero eso se ha acabado, te hemos dado un margen de tiempo más que suficiente y ahora es el momento de elegir un buen marido. Ya me he ocupado yo de que puedas escoger entre dos candidatos óptimos, nobles, ricos y con una posición extraordinaria.
–Uno es Robert Hamilton, futuro marqués de Exeter, creo que lo conoces bien. Tiene treinta años, ha estudiado Derecho, pasó por el ejército y está entrando en política. Ya sabes que es un poco crápula, pero es un buen chico –«¿un poco crápula?», pensó Aurora rememorando el comportamiento de Robert Hamilton, que era un encantador beodo sin remedio–. El otro es lord Peter Russell, hermano del duque de Bedford. Con algo de suerte su hermano le cederá algún título en su testamento.
–Peter Russell es viudo, tiene hijos y casi cuarenta años –susurró y su tía soltó un bufido.
–¿Y qué quieres? Si has tardado tanto tiempo en ponerte en el mercado tendrás que aceptar las propuestas que vengan y estas son de las mejores. Peter Russell es muy rico y tiene una casa de campo maravillosa en Bedfordshire.
–Yo…
–Yo me casé en segundas nupcias con tu tío Hugh y hemos sido muy felices.
–Por supuesto, pero…
–Una dama de tu posición, a tu edad, ya está casada, y si no ha podido ser, al menos ya ha cerrado un buen compromiso matrimonial.
–Tu tía tiene razón, Aurora, y ha sido muy amable dedicando tanto tiempo a esta elección. Deberías estar agradecida.
–Y lo estoy, milord, pero lo cierto es que me ha sorprendido, yo… en fin… llegado el momento pensé que podría elegir por mí misma.
–Y eso harás, entre los dos candidatos que hemos seleccionado para ti.
–¿Tienes otra propuesta o preferencia? –interrogó su tía con ojos inquisidores y Aurora negó con la cabeza–. ¿Qué ocurre con Andrew Cameron? Siempre has mostrado predilección por ese escocés tan… pobre.
–No es pobre, milady –se apresuró a defenderlo y Frances FitzRoy esbozó una sonrisa maliciosa–, pero solo es un buen amigo, no un pretendiente.
–Tú vales dos mil libras al año, para ti es pobre. En fin –dio por zanjada la charla y Aurora miró a su tío con los ojos muy abiertos–. Tienes unas cuantas horas para darnos un nombre, anunciaremos el acuerdo en seguida, ambos están aquí por el cumpleaños de tu tío, así que será la ocasión perfecta para oficializarlo. Celebraremos la fiesta de compromiso en octubre, en Londres, y te casarás en junio del año que viene. Todo resuelto. Puedes irte.
–Lo siento –no se movió y se estrujó la falda para contener la ira que de repente le empezó a subir por todo el cuerpo, respiró hondo y los miró alternativamente–. Lo siento, estoy muy agradecida por su gestión, milady, y con sus planes de boda para mí, pero me parece una decisión muy importante que no puedo, ni debo, tomar de forma tan precipitada, ni siquiera había pensado en casarme tan pronto, así pues, si me disculpa…
–Hugh, querido, ¿puedes dejarnos a solas?
La duquesa forzó una sonrisa y el duque, aliviado, abandonó la habitación muy de prisa. Aurora lo observó salir en silencio y luego se giró hacia su tía, que la estaba mirando con un desprecio tal que sintió un escalofrío por toda la columna vertebral. Sin embargo, no se movió y esperó con calma a escuchar lo que le tuviera que decir.
–Salid todas de aquí, necesito hablar con esta muchacha a solas.
–Claro, excelencia –la modista y la doncella se esfumaron y lady Frances se le acercó con mucho ímpetu.
–Te recogí en mi casa cuando eras una cría de trece años que se había quedado sola en el mundo. Mi esposo adoraba al cabeza loca de tu padre y, aunque yo apenas te conocía, te di un techo, ropa y comida. Has crecido con mis hijos, hemos cuidado de ti y soportado tus rarezas, así que ahora vas a mostrar un poco de agradecimiento y vas a aceptar el marido que he elegido para ti sin rechistar, sin una réplica, y te vas a largar de una maldita vez de mi casa.
–Milady… –saltó al escuchar el improperio y ella se le puso muy cerca al notar que se aferraba a la pulsera de seda que llevaba en la muñeca derecha.
–¿Qué es eso?
–Una pulsera, milady.
–Eso ya lo sé. ¿Quién te la ha dado?
–Charles… –susurró y cuadró los hombros–. Lord Charles Villiers, milady.
–¿Recibes regalos de hombres? ¿Quién eres? ¿Una cualquiera?
–Conozco a Char… a lord Villiers de