Y entonces… ¡plaf! Una invitación de los padres de Mike para comer en el campo, al lado de aquella casa infernal. La clase de mansión digna de una perfecta ama de casa, no una mujer que acababa de conseguir el trabajo de sus sueños. Eso, si no se casaba el sábado.
Willow estaba empezando a ver que, como esposa de Mike, no podría seguir haciendo su vida.
Willow Blake desaparecería para convertirse en la esposa de Mike Armstrong, heredero del propietario de una editorial. Y, con el tiempo, se convertiría en la madre de los correspondientes 2,2 niños, con una vida dedicada a las causas benéficas. En diez años, se habría convertido en su gran pesadilla, una copia perfecta de su madre.
Seguiría trabajando durante un tiempo, por supuesto, pero el periódico solo le encargaría crónicas sociales, entrevistas con celebridades locales y cosas por el estilo. Hasta que llegaran los niños. Aquella casa tenía que estar llena de niños. El padre de Mike ya hablaba de uno de los dormitorios como de «la guardería». Como si la decoración infantil no les hubiera dado una pista.
Y en cuanto a Mike, Willow no sabía lo que pensaba. De repente, se había vuelto distante, raro.
Y por eso, la carta en la que le ofrecían el trabajo de sus sueños seguía en su bolso, sin ser contestada. Era su salvavidas.
–Es una casa… más bien grande, Mike. No es tu estilo. No se parece nada al taller de Maybridge –estaba diciendo Cal.
–Eso depende de lo que uno considere grande –replicó Michael Armstrong, intentando cortar cualquier discusión sobre su estilo de vida. Cal era su mejor amigo y se conocían demasiado bien–. Willow creció en una mansión de diez habitaciones.
La emoción de Willow al ver la casa que les había regalado su padre lo había hecho darse cuenta de que no podía dar marcha atrás.
–Ya. Bueno, si a los dos os gusta, eso es todo lo que importa –dijo Cal–. ¿Cuándo vais a mudaros?
Mike miró la monstruosidad de casa que su padre le había regalado. Ni siquiera le había consultado antes de hacerlo porque sabía cuál sería la respuesta. El viejo zorro había dejado que Willow hiciera el trabajo sucio por él. Y como a ella le había encantado el regalo, Mike había tenido que tragarse un «no, gracias, papá». No podía rechazar aquel regalo.
Dándose cuenta de que Cal lo estaba mirando con cara de preocupación, Mike intentó sonreír.
–La casa estará lista cuando volvamos de la luna de miel.
–No pareces muy… –su amigo dudó, como buscando la palabra apropiada– optimista –dijo por fin. Pero Mike no aceptó la invitación para sincerarse–. Muy bien. Seguro que Willow y tú podéis vivir sin moqueta durante un mes. Y no hay prisa en amueblar la habitación de los niños –añadió, intentando aliviar la tensión–. A menos que haya algo que no me has contado. Eso explicaría el retorno del hijo pródigo.
–Mi padre estuvo unos días en el hospital. Por eso volví –explicó Mike–. Nunca fue mi intención quedarme en Melchester.
–Hasta que conociste a Willow –asintió Cal–. ¿Sabe ella que no piensas seguir con el periódico? Solo lo pregunto porque cuando estuvimos tomando una copa la semana pasada, tuve la impresión de que te veía como el empresario del año –añadió–. No le has contado lo de Maybridge, ¿verdad?
–Ocúpate de tus asuntos, Cal.
–Voy a ser testigo de tu boda. Esto es asunto mío.
–Ya la conoces. Willow pertenece a una de las mejores familias del país. Solo estaba haciendo tiempo escribiendo artículos de sociedad en el periódico hasta que uno de los amigos de su padre le ofreciera convertirse en Lady Algo.
–¿Perdona? ¿Has leído algo de lo que tu novia escribe en el periódico?
–Vivo con el Chronicle, Cal. Pero no estoy preparado para dormir con él –murmuró Mike–. Bueno, vale. Si dieran premios por escribir sobre la Asociación de Jardines locales, ella se los llevaría todos, pero supongo que entenderás por qué no le he pedido que se instalara en mi taller de Maybridge y viviera de lo que gano con mis propias manos.
–¿Lo que no estás dispuesto a hacer por tu padre estás dispuesto a hacerlo por amor? Si yo estuviera en tu pellejo, admito que haría lo mismo –sonrió Cal–. Quizá la guardería debe ser una prioridad después de todo.
–Mi padre cree que ha sido sutil dándonos pistas.
–¿El infarto no ha conseguido calmarlo?
–¿Infarto? Estoy empezando a sospechar que no era más que una indigestión.
Pero había conseguido lo que quería. Mike había vuelto a casa a toda prisa para dirigir el Chronicle y la revista Country Chronicle mientras su madre se llevaba al viejo Armstrong de vacaciones. Unas largas vacaciones. Debería haber salido corriendo cuando su padre, que odiaba ir de vacaciones, aceptó hacer un crucero de seis semanas.
–No sé. Quizá estoy siendo demasiado cínico. Fuera lo que fuera, le ha recordado que también él es mortal.
–¿Eso es todo? ¿No hay ningún otro problema?
Mike se pasó la mano por la cara.
–Bueno, tengo que cortarme el pelo antes del sábado –contestó, intentando apartar de sí aquella sensación de angustia.
Amaba a Willow. Ella había sido la única luz en la oscuridad cuando se vio obligado a volver a casa y tomar las riendas del negocio familiar.
Había entrado en la oficina aquella mañana, con un ánimo tan negro como la tinta del periódico, cuando se chocó con ella. El móvil que Willow llevaba en la mano había caído al suelo y después de comprobar que no se había roto, ella lo miró con expresión furiosa.
–¿Por qué no mira por dónde va?
Mike había estado a punto de replicar que era ella quien no miraba cuando, de repente, todo pareció pararse, incluido su corazón. Entonces Willow había sonreído, burlona.
–Ah, perdón. Qué mal educada soy. No se le debe gritar al jefe hasta, al menos, haber sido presentados. Porque tú eres Michael Armstrong, ¿verdad? Hay una fotografía tuya en el despacho de tu padre y…
–Mike –corrigió él, cuando consiguió despegar la lengua del paladar–. Y no soy el jefe. Solo voy a ocupar el puesto de mi padre durante unas semanas.
–Muy bien, Mike. Yo soy Willow Blake –sonrió ella, ofreciendo su mano–. Adiós. Llego tarde.
Mike se quedó mirándola con una sonrisa que hubiera hecho sentir complejo de inferioridad al gato de Alicia en el país de las maravillas.
Él solo había querido flirtear un poco. Y ella lo había mantenido a raya durante más tiempo del que esperaba. La caza había sido divertida y atraparla fue… como encontrar algo que hubiera perdido mucho tiempo atrás. Pero la había perseguido como Michael Armstrong, el jefe provisional del periódico para el que ella trabajaba. Willow era una chica difícil y Mike había tenido que echar mano de todas sus armas.
Cuando por fin la consiguió, no le pareció necesario explicar que solo estaba en Melchester provisionalmente.
Y entonces le había pedido que se casara con él.
Y lo había dicho de verdad.
El «sí» de Willow casi lo hizo gritar: «¡Que paren las máquinas… que cambien la primera página… tengo una gran noticia!». Y eso ahogó una vocecita en su interior que le decía que Willow creía estar a punto de casarse con el heredero de un imperio editorial. No un hombre que, en su vida real, vivía en lo que una vez había sido un establo. Un sitio en el que su vida era completamente diferente.
¿Tenía miedo de que ella no amara al verdadero Michael Armstrong? ¿Por eso no se lo había contado?
Una vez que su padre los había llevado a la casa, con el plano