En nuestro esfuerzo por comprender las escrituras en sí mismas —una búsqueda interminable, por supuesto, pero a la que está llamada cada generación de creyentes— estamos obligados a leer el Nuevo Testamento en su contexto del siglo I. Es una tarea muy compleja de la que mucha gente supremamente inteligente se ocupa a tiempo completo toda su vida; sin embargo, todos debemos hacer el intento. Y aplica en todos los niveles
—formas de pensamiento, convenciones retóricas, contexto social, relatos implícitos, etc.— pero especialmente a las palabras y, particularmente, a los términos técnicos. Tomemos un ejemplo controversial, aunque no en nuestro contexto actual: en 1 Tesalonicenses 5: 3, Pablo dice “Cuando dicen ‘Paz y seguridad’, entonces la destrucción repentina vendrá sobre ellos”. Por supuesto, es fácil leer este texto en el contexto de una plácida sociedad alemana, por ejemplo, el 30 de octubre de 1517; o en una apacible escena estadounidense el 10 de septiembre de 2001. Pero es posible entender a Pablo si sabemos, como sabemos, que frases como ‘paz y seguridad’ formaban parte del inventario al que apelaba la propaganda del imperio romano en el momento.
Y eso es simplemente un comienzo. Cuanto más sabemos del judaísmo del siglo I, del mundo grecorromano de la época, de arqueología, de los rollos del Mar Muerto, y así sucesivamente, tanto más, en principio, podemos pisar la tierra firme anclados en la exégesis que, de otra manera, permanecería a nivel especulativo y a merced de una masiva eiségesis anacrónica, esto es, anclados en el contexto histórico sólido donde, si creemos en la escritura inspirada, esa inspiración ocurrió. Este es el punto en donde, por fin, debo entrar en un debate cercano con John Piper. El título de su primer capítulo ofrece una advertencia a sus lectores: “No todos los métodos ni las categorías bíblico-teológicas son esclarecedores”. Pues bien, es difícil estar en desacuerdo con esa negación, pero a medida que avanza el capítulo, queda claro que lo que él quiere decir es: “No te dejes seducir por N. T. Wright o cualquier otra persona que diga que necesitas leer el Nuevo Testamento dentro de su contexto judío del siglo I”. Y en ese punto, fundamental para todo su argumento y el mío, debo protestar.
Piper sabe, por supuesto, que parte de la tarea de la exégesis es entender lo que significaban las palabras en ese momento. Pero él afirma que las ideas del siglo I se pueden usar “para distorsionar y silenciar lo que los escritores del Nuevo Testamento pretendían decir”. Esto puede suceder, dice, de tres maneras.
Primero, el intérprete puede entender mal la idea del primer siglo. Sí, por supuesto. Pero el respaldo de Piper es extraordinario. “En general —escribe—, esta literatura ha sido menos estudiada que la Biblia y no viene con una conciencia contextual que coincida con la que la mayoría de los eruditos aportan a la Biblia” (Piper, 2007: 34s). Esto es muy extraño. Por supuesto, la literatura como los rollos del Mar Muerto, que se descubrieron recientemente, no se ha discutido tan extensamente, y su contexto sigue siendo altamente polémico; pero decir que ya tenemos “conciencia contextual” de la Biblia y, por eso, descartar la literatura o cultura de su tiempo, solo puede significar que vamos a confiar en la “conciencia contextual” de tiempos pasados, por ejemplo, los del Josephus, Alfred de Whiston, o los de La vida y los tiempos de Jesús el Mesías, de Alfred Edersheim, los cuales tuvieron un lugar de privilegio en los anaqueles de muchos clérigos y teólogos del siglo pasado, pero que ya están completamente desactualizados por los descubrimientos e investigaciones que se han hecho.3 No es el caso, como afirma Piper, que prestarles atención a los textos del siglo I signifique traer una interpretación segura de textos extrabíblicos para iluminar una lectura menos segura de un texto sagrado. El verdadero historiador prueba todo y no da nada por sentado. Sí, las modas académicas cambian, y lo que parece seguro hoy puede no serlo mañana, pero las obras que cita Piper para asegurarles a sus lectores que no necesitan preocuparse por estas nuevas lecturas tontas de los textos del siglo I —especialmente el primer volumen del conjunto llamado Justification and Variegated Nomism— no soportará el peso que él quiere darles. En la medida en que los ensayos son completamente académicos, no están a la altura que su editor asegura que tienen; en la medida en que pretendan estarlo, serán sujetos a cuestionamientos, pues serían, por decirlo suavemente, parti pris (Carson, 1992: 200; 2004). Por supuesto, decirlo no zanja la cuestión. Regresaremos a este problema luego. Lo menciono aquí solo para recordar que toda investigación de terminología debe ubicarse dentro de su contexto histórico.
En particular, me parece que Piper, en una nota al pie de página que es clave,4 se inclina demasiado en una dirección peligrosa, ahuyentando —al parecer— la posibilidad de leer a Pablo de maneras distintas a la suya antes de que, incluso, aparezcan en el horizonte. En respuesta a mi aseveración (que me pareció indiscutible) en la que digo que, para entender una palabra, tenemos que “comenzar con el mundo más amplio [en el que vivió el escritor], el mundo que conocemos en nuestros glosarios, concordancias y otras herramientas de estudios sobre cómo se utilizaban las palabras en ese mundo, y tenemos que estar al tanto de la posibilidad de que un escritor construya sus propios matices y énfasis particulares”, Piper dice que esto oculta dos hechos: primero, que el uso que un autor le dé a una palabra “es la evidencia más crucial sobre su significado”, y, segundo, que “todos los otros usos de la palabra son otras instancias tan vulnerables de ser malentendidas como el uso bíblico”. No tenemos acceso a “cómo se usaron las palabras en ese mundo —afirma Piper— aparte de los usos particulares como los que se registran en la Biblia”. Esto me parece que exagera dramáticamente el caso. Por supuesto, cada uso en cada fuente debe estar sujeto a preguntas, pero cuando nos encontramos con una palabra o término que se usa de manera consistente a lo largo de una variedad de producción literaria de un período particular, y cuando, luego, encontramos esa misma palabra o término en un autor que estamos estudiando, la presunción natural es que la palabra o término significa allí lo mismo que significó en otra parte. Esto es hasta que el contexto se rebele y produzca un sentido tan extraño que nos veamos obligados a decir: “Espera un momento, algo parece estar equivocado. ¿Hay otro significado para esta palabra además del que estábamos dando por sentado?”. Y, en cuanto a la insistencia de Piper —con la cual, en un último análisis, por supuesto que estoy de acuerdo— sobre que “el tribunal de apelación final es el contexto del propio argumento de un autor” (2007: 61), yo respondo: Sí, absolutamente sí; y eso significa tomar Romanos 3: 21-4 :25 en serio como un argumento completo y descubrir el significado de sus términos clave dentro de dicho argumento. Significa tomar Romanos 9: 30-10: 13 en serio como un argumento completo y descubrir dentro de ese argumento por qué Pablo hace uso de Deuteronomio 30 como lo hace, y de qué manera eso nos permite, precisamente desde el contexto de su propio razonamiento, descubrir el significado de sus términos clave. Significa también —y subyacente a los dos anteriores— tomar Romanos 2: 17-3: 8 seriamente como parte de un solo desarrollo argumentativo y descubrir el significado de sus términos clave dentro del argumento. Y, tristemente, noto que, al menos en este libro, Piper nunca trata con ninguno de esos grandes argumentos, sino que se contenta con recoger trozos de versos aislados. Casi cualquier cosa se puede demostrar de esa manera.
Este no es en absoluto un punto abstracto o teórico de lexicografía. Es, antes bien, un problema que se relaciona directamente con la frase “la justicia de Dios”, como veremos más adelante, y con muchas otras palabras, frases y líneas completas de argumentación paulinas. Después de todo, ¿cuál es la alternativa? Tristemente, el propio trabajo de Piper lo hace evidente. Si no traemos al texto categorías de pensamiento del siglo I, relatos rectores, etc., tampoco nos aproximamos con una mente en blanco, una tabula rasa. al contrario, venimos con las preguntas y los problemas que hemos aprendido de otros lugares. Este es un problema perenne en todos nosotros; pero, a menos que declaremos, aquí y ahora, que Dios no tiene más luz para desentrañar su palabra santa —que todo en la escritura ya fue descubierto por nuestros mayores, cuya interpretación no se puede mejorar y que todo lo que tenemos que hacer es leerlos para descubrir lo que nos dice—, entonces, las investigaciones ulteriores, más concretamente a nivel histórico, son precisamente lo que se necesita. Sé que Juan Calvino estaría totalmente de acuerdo con esto. En otras palabras, no constituye ningún argumento decir que un paradigma particular “no encaja bien con la lectura ordinaria de muchos textos y deja a mucha gente común no con la experiencia gratificante de un momento de iluminación, sino