éxitos le había dado en Rievisor y en la «primera parte». El resultado es un engendro que poco después de presentado resulta ya completamente previsible (como casi todo en estos torsos) y que ni siquiera hace reír. A través de él, Gogol se burla de las utopías occidentales, planteando que éstas propugnan cambios culturales y sociales con medidas como repartir ropa interior para las campesinas... Si Chichikov coge un libro de arte de la biblioteca de Koskariov, lo que hay en él es descrito como pornográfico; si hay algún libro de filosofía occidental, ésta resulta abstrusamente ridícula... Koskariov es, en definitiva, un personaje-bodrio, perfecto opuesto de construcciones geniales como la de Pliuskin.
Murasov
Éste es, en mi opinión, uno de los modelos más felizmente carbonizados de ese Gogol que nunca llegó a ser de la «segunda parte». Si el arquetipo salvador del mundo es en esta parte de Almas muertas el millonario benéfico, aquí se encuentra al que lo es por antonomasia. Un personaje movido por la inconsecuente manía de interceder por funcionarios corruptos o terratenientes derrochadores y salvarlos amparándose en que «sólo son hombres» y en que dentro de ellos hay una misión que cumplir. ¿Quién sabe si la clemencia de Murasov con los pecadores no era sino una manera del autor de imaginarse a un padre Matviei misericordioso con sus propios «pecados»? Allá donde la estulticia y la corrupción de los personajes de la «primera parte» era creíble, esta santurronería resultará por completo inverosímil. Hasta cierto punto, el despliegue de consejos de Murasov se parece sobremanera a la estética de los Fragmentos. Aquí, en cambio, el aconsejado (Jlobuyev, por ejemplo) asiente como un corderito a las reconvenciones de su gurú.
Murasov, con todo, muestra una doblez y una capacidad de manipulación no sólo absurdas sino hasta un tanto sospechosas; le advierte a Chichikov que no va a ser perdonado, que ha caído bajo una ley inexorable que está más allá del poder de los hombres; y, sin embargo, le planteará al príncipe que se ve obligado a abogar por Chichikov porque sus maldades son frutos, como las de cualquier hombre, de su rudeza y su ignorancia... hasta podría decirse que carecen de intención (véanse pp. 565 y 566).
Si la redención de Chichikov implicaba la creación de mostrencos literarios como Murasov, estaba claro que Gogol se hallaba incapacitado para cumplir la doble tarea de continuar Almas muertas y redimir a su héroe.
El príncipe
En la línea de la versión corregida del Kopieikin, en la que las autoridades se ven exoneradas de culpa, el príncipe que aparece en «Uno de los últimos capítulos» es una nueva forma gogoliana de plegarse al poder. La aparición de este personaje al final resulta además tan paralela a la temática de Rievisor que parecería que es, en realidad, una reencarnación sin vida de la genial amenaza abstracta que, al final de la pieza de Gogol, sume a las autoridades de la ciudad; la inoportunidad y el fracaso condenan aquí de nuevo el despliegue literario de Gogol del que, de nuevo, será el fuego quien lo exonere (véase el apartado «El tema recurrente: Almas muertas y Rievisor»).
Algunos personajes secundarios de la «segunda parte»:
Platonov, Jlobuyev y Lienichyn
He agrupado aquí a una serie de personajes artificiales, creados con una intención puramente funcional. Ni su textura literaria es sólida ni aportan al conjunto nada de original.
Platon Platonov es un joven eternamente hastiado, en el que se percibe parte del hastío del propio Gogol. En realidad, parece una extensión de la personalidad de Tientietnikov.
En una acción llena de torpeza, Platonov conduce a Chichikov junto a personajes como Kostansoglo o Vasilii Platonov en los que el autor considera que la acción ha de aterrizar. Sin duda, sería un personaje de una «novela» y no de un «poema» (véase «Almas muertas como poema»); es decir, nada de lo que le interesase al Gogol de la «primera parte».
Jlobuyev es el prototipo del terrateniente desorganizado, que se diferencia de los de la «primera parte» en que carece de la dignidad que aquéllos tenían, por eso resultará increíble. Murasov lo redimirá mandándolo a misiones en las que además de predicar el bien haría de espía para él. Se trata de otro ejemplo de personaje-bodrio.
Lienichyn es otro personaje incoherente dibujado como un enemigo de las tradiciones del pueblo ruso y un usurpador de terrenos, que colabora con Chichikov en la falsificación del testamento de la tía millonaria de Jlobuyev, pero que luego cuando entra en escena parece un calco de Manilov, lo que deja aún más perplejo al lector.
ALGUNOS SÍMBOLOS DE ALMAS MUERTAS
Uno de los aspectos más sorprendentes de Almas muertas es su abundancia simbólica. En realidad, será difícil acceder a la entraña de esta obra sin antes llevar a cabo una suerte de desciframiento.
Las botas y el barro
La bota es un elemento omnipresente en Almas muertas, que parece aludir al orden y la asepsia, frente al barro, que representa lo farragoso y lo sucio de la vida, y los efectos del tiempo o el uso que menoscaban ese orden reflejado por la bota, abriendo la puerta al caos. Para Katherine Lahti, la oposición barro-bota habría de ser entendida en clave de la recurrente oposición artefacto-naturaleza. La naturaleza, el barro, es lo indeterminado, lo inquietante, mientras que la bota es lo que confiere seguridad, lo que permite entender el mundo como un cosmos. El barro, como elemento natural, guarda una relación simbólica con la realidad; la bota como artefacto podría asociarse a la literatura. La bota cuidada o elegante remite al relato inmaculado; sin embargo, hay veces en las que es la realidad la que parece establecer el (des)orden del relato (como cuando una muchacha tiene tanto barro en los pies que parecen botas –p. 148–) e incluso veces en las que la idea de la caída en el amargo pozo de la realidad se describe como una caída de la bota en el barro; así, el Chichikov desenmascarado públicamente por Nosdriov se siente «en sentido literal como si se hubiera metido en un charco sucio y hediondo con una bota maravillosamente cepillada» (p. 257).
Lahti pondrá en relación esa oposición bota-barro con otra aún más desagradable, «perros que chupan a personas que van limpias». Para la autora, tendría sentido un estudio de la analidad de Almas muertas, pues es frecuente el que personas o cosas caigan al barro... y, no obstante, la porquería podría ser considerada como un cierto «artefacto» del hombre, lo que haría que barro y bota fuesen dos partes de lo mismo (véanse pp. 149-150).
El jardín
El jardín, en cambio, encarnaría el perfecto equilibrio entre la obra de la naturaleza y la obra del hombre. No obstante, no hay que pensar que este símbolo se proyecte como una efusión del gusto por una armónica precisión geométrica que se trasladase como ideal estético y, cómo no, como ideal literario, sino que, llevada al plano figurado, la idea del jardín es el perfecto espejo de lo que Gogol quiere hacer en su obra y, por ende, de la posición de su relato respecto de la realidad. De ese modo, será, paradójicamente, en la gloriosa descripción del jardín de Pliuskin donde se concentren todos los ideales artísticos del autor:
Un jardín viejo y amplio se extendía por detrás de la casa, daba a la aldea y luego desaparecía en el campo; parecía cubierto de hierbajos y abandonado, pero era lo único que refrescaba esta espaciosa aldea y lo único que resultaba completamente pintoresco en su propio abandono pictórico. [...] En una palabra, todo estaba bien, como no lo inventa ni la naturaleza ni el arte sino como está tan sólo cuando ambos se unen, cuando al trabajo del hombre, a menudo acumulado en vano, le sigue el definitivo cincel de la propia naturaleza, y aligera las pesadas masas, destruye la regularidad toscamente perceptible y los miserables defectos a través de los cuales aparece un plano no disimulado y desnudo y da un extraño calor a todo lo que fue creado en el frío de la mesurada pureza y pulcritud. (P. 200, las cursivas son mías.)
Con el jardín de Pliuskin, Gogol está ofreciendo su idea de lo que tiene que ser la obra literaria y, en el fondo, su idea de Almas muertas; ésta entroncará con el excurso referente a los escritores y con todos los momentos en los que la obra se convierte en metaliteratura.
Naturalmente, el jardín de Pliuskin, es decir, la literatura de Gogol, irrumpe en medio de una literatura (la de principios del siglo XIX en Rusia) definida por criterios muy diferentes, como puede verse en el jardín que aparece