la creación artística lo anecdótico, el caso ejemplar, se convierte en una expresión transparente que, para el drama, es expresión del destino, encarnada su aterradora impersonalidad en las circunstancias concretísimas de un arquetipo. Portador de un destino que puede ser, y que sin duda lo es en parte, el de cada ser humano, ese arquetipo se presenta ante nuestra imaginación como desprendido de aquellas circunstancias a través de las cuales recibe su realidad artística: concebimos a don Quijote, o a don Juan, con independencia de sus respectivas aventuras, caballerescas o eróticas, y más aún: ocurriéndoles incluso otras peripecias diferentes de aquellas que nos son conocidas. Las diversas versiones del don Juan, o el Quijote apócrifo de Avellaneda, los capítulos olvidados de Montalvo, y hasta, en fin, el Quijote de los que nunca leyeron el libro, lo demuestran. Pero esa entelequia, ese prototipo tan cargado de significación, ha surgido y se mantiene y cobra eficacia espiritual, no en la descripción de sus caracteres, tal como pudiera hacérnosla un filósofo, un psicólogo o un moralista, sino precisamente en aquellas concretísimas circunstancias de las que se desprende para comparecer ante nosotros con autonomía soberana, pero en función de las cuales ha sido creado. El toque del artista consiste en expresar lo universal bajo la forma de lo concreto, de un destino concreto, cuando se trata del poeta dramático.
Pues bien: universalidad más plena que aquella a que apunta el mito de Fausto no se me ocurre que pueda haberla dentro de lo susceptible de plasmación dramática. En el legendario personaje que Goethe configuró definitivamente para la literatura cobra expresión el ansia vital, con su raíz metafísica; un ansia donde se entrecruzan todos los impulsos que forjan los destinos humanos -tanto, que a ella puede asignársele en abstracto el Destino prometeico del hombre, o por lo menos, el destino del Hombre moderno en general, de este hombre moderno que contempla el universo desde el centro de su individual existencia, como campo de su incesante actuación. Así, pues, el empeño de la creación goethiana puede calificarse, en lo literario, de titánico, y a servirlo concurren desde luego los recursos asombrosos que era capaz de poner en juego para realizar la obra. A través de ella, parece inagotable la intuición del artista, que escruta la naturaleza manifestándose en la vida bajo todas sus formas, desde el punto mismo en que, desesperado el protagonista, en su afán de conocimiento, de los medios proporcionados por la razón y la tradición intelectual, proclama la acción como principio del mundo, y se lanza, en efecto, a actuar con frenesí fáustico. Pero la acción, la vida, lo conduce siempre de nuevo hacia la misma experiencia fundamental, situada en el fondo de las más diversas peripecias, por causa del carácter inmutable de la naturaleza, postulado básico de la filosofía de Goethe.
La tragedia radica en el hecho de que todas las formas de la acción, que son irrenunciables y tenidas por valiosas en sí mismas, contienen, sin embargo, un destino de error, y están cargadas con las terribles consecuencias de ese error, a las que no es posible escapar. La constante recaída en el yerro, y la siempre renovada afirmación del valor de la vida, pese a esos sus ineludibles yerros y al séquito de dolor que comportan, puede ofrecer el mejor indicio de la concepción goethiana del mundo. Comparemos dos casos, ambos extraídos del Fausto, para evidenciar con ellos de qué modo se repite esa misma estructura con diversos materiales. Ante todo, el hecho cardinal de la primera parte: la seducción de Margarita, donde se anuda la tragedia del hombre renovado que enfrenta la vida con una fuerza original. El apetito erótico le ha conducido esta vez hacia la acción, echando mano de los poderes diabólicos -las artes de Mefistófeles-, poderes que, por su procedencia, no pueden dejar de ser nocivos. En efecto: vemos cómo el narcótico dado a la madre de la joven no se limita a adormecerla, sino que la mata; vemos que la afortunada defensa del galán mata igualmente al hermano que lo acosaba; y que su fuga ante la justicia deja a la muchacha en el abandono, llevándola a la demencia y al crimen. El principio mismo de la acción alojaba ya en su seno el error y, con él, el destino trágico... Pero si de ahí pasamos a la segunda parte del poema, volveremos a encontrar, repetido, el mismo esquema con el incendio de la casita de Filemón y Baucis. Ahí Fausto se encuentra ya en el extremo de la ancianidad, y también sus apetitos son ahora secos, descarnados: ya no se trata de los cálidos impulsos del amor; lo que ahora desencadena el mal es la fría ambición, la codicia, la sed de dominio, pasiones propias del hombre caduco. Ya no entregará el tósigo por sus manos, ya no matará con sus manos, ya no será su cuerpo el que, seduciendo, ocasione directamente el daño: dará órdenes, que serán obedecidas con aterradora celeridad, con una diligencia espantosa, que extermina las ancianas vidas inocentes y, todavía, la vida joven de un pasajero casual. Bajo las cambiadas circunstancias, el Fausto viejo reincide, puesto que aún sigue viviendo, en los mismos yerros de la plenitud de su vida -sólo que este episodio postrero tiene un carácter tanto más horrible cuanto mínima es la justificación vital del desastre ocasionado. Si la tragedia de la seducción conmueve, la tragedia de la ambición, más que conmover, repugna- aunque no sea difícil descubrir detrás de esa repugnancia el sentimiento de una desolación atroz: es la vida que opera sobre su propia oquedad.
Mas ¿qué hay de común entre el Fausto enamorado y su tragedia, y el Fausto decrépito de la segunda parte? Nada más que la comunidad estructural de la humana existencia. Pues la ambición inmensa del mito elaborado por Goethe, empeñado en personificar la raíz metafísica de la vida, hincada en el suelo de la naturaleza y nutriéndose de sus jugos, le obliga a encaminar la acción de su héroe en todas las direcciones imaginables, presentarla bajo todas las posibles manifestaciones, multiplicar al infinito sus episodios, con lo que la personificación se hace evanescente, tirando un poco al símbolo y a la alegoría. Fausto quiere ser la cifra de todas las potencias vitales reunidas en un haz individual; en verdad, si no presenta el perfil de un destino humano, es porque le falta la univocidad -lo que equivale a decir: la limitación- de la vida encarnada y concreta.
Todavía en la primera parte, el poeta se mantiene dentro de la forma dramática, que a duras penas basta a contener su ímpetu lírico: pensamiento y sentimiento brotan a raudales, la rebasan por todas partes, desbordando el acontecer de la acción. El núcleo es, sin embargo, teatral en un sentido plenario, tanto que muchas de las escenas pueden ser ofrecidas como ejemplo entre los más altos de la correspondiente técnica: baste recordar la entrada de Margarita en su alcoba recién visitada por Mefistófeles, la huella de cuya presencia percibe inexplicable y vagamente; el diálogo de la tentación en casa de Marta; el prodigioso artificio de la escena del jardín, cuando sucesivas pasadas alternas de las dos parejas marcan las etapas de una seducción fulminante y, a pesar de ello, graduada en el tiempo; la escena de la prisión, con la angustia de la fuga en lucha contra la pesada fatalidad que le pone pies de plomo... Pero en la segunda parte el lirismo ahoga al drama, dando la impresión de que, en medio de su esplendor, se hubiera disuelto la concentración mítica. El aspecto filosófico del drama se destaca a un primer plano, de manera que la intuición fundamental de la naturaleza y de la vida se traduce aquí en pensamiento más que en acción, en sentimiento más que en acontecimiento, en palabras más que en obras. Aquel postulado: en el principio era la acción, que Goethe había establecido con una intención muy honda y sobre cuya base se erige toda su concepción del universo, es, reducido en su alcance, lema indudable de toda poesía dramática. Acción, precisamente acción; y de este modo, por efecto de esta exigencia fundamental, el drama presenta una severidad de línea a la que sólo con mucha dificultad sería capaz de ajustarse la inspiración lírica; ésta requiere una libertad muy amplia para poder dar cauce a los variadísimos estados subjetivos que reclaman tal forma poética. Pues bien, puesto a hacer obra dramática, Goethe, lejos de ceñirse al rigor de su postulado, transporta la gran riqueza de sus estados íntimos, de lírica esencia, a la estructura de su poema dramático, que adquiere, bajo tan inaudito caudal, un brillo, una diversidad y un movimiento -en puridad, distinto del movimiento dramático- que arrebatan y suspenden el ánimo de una manera por completo ajena a la emoción del arte teatral.
Falta ahí, en efecto, el carácter unívoco por cuya virtud la criatura fingida supera a las de carne y hueso en punto a humanidad, al concentrar en sí con la intensidad desesperada de un puro destino aquello que presta calidad a la vida del espíritu y la eleva sobre la mera biología, lo que humaniza al hombre. El Fausto no nos da un arquetipo humano como don Juan o el rey Lear o Tartufo; la superhumanidad de Fausto consiste más bien en que todos los destinos posibles, que el dramaturgo nos ofrece vinculados al carácter singular de su héroe, pero que juntos coinciden en la común