León Tolstoi

La felicidad conyugal


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      La felicidad conyugal

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      La felicidad conyugal (1859)

      León Tolstói

      Editorial Cõ

      Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.

      [email protected]

      Edición: Agosto 2020

      Imagen de portada: Shuttertock

      Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

Primera parte

      I

      Estábamos de luto por mi madre, que había fallecido en otoño, y pasamos todo el invierno solas en la aldea, Katia, Sonia y yo.

      Katia era una antigua amiga de la casa, una institutriz que nos había criado a todos, y de la que yo me acordaba y a la que quería desde que tengo memoria. Sonia era mi hermana menor. Pasamos un invierno triste y lúgubre en nuestra vieja casa de Pokróvskoe. El tiempo era frío, ventoso, y los montones de nieve eran más altos que las ventanas; estas casi siempre estaban congeladas y empañadas, y el invierno transcurrió sin que apenas fuéramos a ningún lado. Rara vez llegaba alguien a visitarnos; y quien llegaba no aumentaba ni la alegría ni el contento en nuestra casa. Todos tenían una expresión triste, todos hablaban en voz baja, como si temieran despertar a alguien; no reían, suspiraban y con frecuencia lloraban al mirarme y, sobre todo, al mirar a la pequeña Sonia con su vestidito negro. Era como si en casa aún se percibiera la muerte; la tristeza y el horror de la muerte flotaban en el aire. La habitación de mamá permanecía cerrada, y aunque a mí me daba mucho miedo, había algo que me empujaba a asomarme a esa alcoba gélida y vacía cuando pasaba frente a ella antes de irme a acostar.

      Yo tenía entonces diecisiete años, y mamá, el año en que murió, había pensado que nos mudáramos a la ciudad para que hiciera yo mi debut en sociedad. La pérdida de mi madre era para mí una aflicción muy grande, pero debo confesar que, gracias a esa aflicción, también me sentía yo joven, bonita, como todo el mundo me decía, y tenía la sensación de estar desperdiciando un segundo invierno allí, en el aislamiento de la aldea. Antes de que terminara el invierno, esa sensación de tristeza ocasionada por la soledad, y también el simple hastío, crecieron hasta tal punto que ya no salía de mi cuarto, no abría el piano ni tomaba un libro en las manos. Cuando Katia intentaba convencerme de que me dedicara a una u otra cosa, le respondía: «No tengo ganas, no puedo», pero lo que sonaba en mi alma era: ¿para qué? ¿Para qué hacer algo si de forma tan gratuita se desaprovechaban mis mejores años? ¿Para qué? Y a ese para qué no había más respuesta que las lágrimas.

      Me decían que había adelgazado y que estaba desmejorada, pero ni siquiera eso me importaba. ¿Para qué? ¿Para quién? Me parecía que mi vida estaba condenada a transcurrir en ese lugar solitario y apartado del mundo, en medio de una melancolía impotente de la que no tenía yo ni fuerzas ni ganas de salir. Hacia el final del invierno, Katia comenzó a temer por mí y decidió que me llevaría al extranjero costara lo que costara. Pero para eso haría falta dinero, y nosotros aún no sabíamos qué había quedado de mamá. Todos los días esperábamos al tutor, que debía venir y aclararnos el estado de nuestros asuntos.

      En marzo llegó el tutor.

      —¡Gracias a Dios! —me dijo Katia cuando yo, como una sombra, sin quehacer alguno, sin pensamiento alguno y sin deseo alguno, deambulaba de un rincón al otro—, gracias a Dios que por fin ha llegado Serguéi Mijáilich. Ha mandado a preguntar por nosotras y quiere venir a comer. Arréglate, Máshenka —añadió—, si no, ¿qué va a pensar de ti? Él las quería tanto a todas.

      Serguéi Mijáilich era un vecino cercano, y un buen amigo de nuestro difunto padre, aunque mucho más joven que él. Además de que su llegada cambiaba nuestros planes y abría la posibilidad de dejar la aldea, yo desde muy niña me había acostumbrado a quererlo y a respetarlo; y Katia, aconsejándome que me arreglara, adivinaba que, de entre todos nuestros conocidos, era frente a Serguéi Mijáilich quien más me dolía presentarme bajo una luz desfavorable. Además de que yo, como todos en casa, empezando por Katia y Sonia, su ahijada, y terminando con el último de los cocheros, lo quería por costumbre, él tenía para mí un significado especial por algo que en una ocasión había dicho mamá estando yo presente. Había dicho que le gustaría para mí un marido como él. En ese momento me pareció sorprendente y hasta desagradable; el héroe que yo había imaginado era totalmente distinto. Era delicado, pálido, frágil y melancólico. Y Serguéi Mijáilich, que ya no estaba en su primera juventud, era alto, corpulento y, según creía yo entonces, siempre estaba alegre; sin embargo, aquellas palabras de mamá se me quedaron grabadas, y todavía hace seis años, cuando tenía yo once y él me hablaba de «tú», jugaba conmigo y me llamaba «niña-violeta», de vez en cuando me preguntaba, y no sin temor, qué haría si de pronto a él se le ocurriera casarse conmigo.

      Serguéi Mijáilich llegó antes de la comida, a la que Katia había añadido un pastelillo de crema con salsa de espinacas. A través de la ventana lo vi aproximarse a la casa en un trineo pequeño, pero en cuanto dobló la esquina, volé a la sala con la intención de fingir que no había estado esperándolo. Sin embargo, cuando en la entrada se oyeron sus pisadas, su voz sonora y los pasos de Katia, no me pude contener y salí a recibirlo. Él, con la mano de Katia entre las suyas, hablaba en voz alta y sonreía. Al verme, se detuvo y durante un tiempo se quedó mirándome, sin saludar. Fue una situación incómoda para mí, y sentí que me ruborizaba.

      —¡Ah! ¿Será posible que sea usted? —dijo él con su manera resuelta y sencilla, agitando los brazos y acercándose a mí—. ¡Cómo ha cambiado! ¡Cómo ha crecido! ¡Vaya violeta! No, ya no, ahora es usted toda una rosa.

      Tomó mi mano con su mano grande y la apretó tan fuerte y tan cordialmente que casi me hizo daño. Pensé que me besaría la mano, y tuve la intención de inclinarme hacia él, pero él volvió a apretarla sin dejar de mirarme directamente a los ojos con esa su mirada llena de brío y jovialidad.

      No lo había visto en seis años. Había cambiado mucho: había envejecido, estaba más moreno y se había dejado patillas, lo que no le favorecía en absoluto; pero conservaba su manera de ser sencilla, abierta, honesta, sus pronunciados rasgos faciales, sus inteligentes y brillantes ojos y su sonrisa cariñosa, como de niño.

      Al cabo de cinco minutos dejó de ser un huésped y se volvió como de la familia para todos nosotros, incluso para los criados, que, según se desprendía de su oficiosidad, estaban especialmente contentos de que hubiese venido.

      Se comportaba de manera muy distinta a la de los vecinos que nos habían visitado tras la muerte de mamá y que consideraban su deber guardar silencio o sollozar mientras estaban en casa. Él, por el contrario, estuvo conversador, alegre, y no dijo ni una sola palabra a propósito de mamá, de modo que al principio esa indiferencia me resultó rara y hasta descortés por parte de una persona tan cercana. Pero luego entendí que no se trataba de indiferencia, sino de franqueza, y me sentí agradecida.

      Por la tarde, Katia sirvió el té en la sala, en el lugar de siempre, como lo hacía en vida de mamá; Sonia y yo nos sentamos a su lado. El viejo Grigori le trajo la antigua pipa de papá que acababa de encontrar, y él, como antaño, se puso a pasear de un lado a otro de la habitación.

      —¡Cuántos cambios terribles ha habido en esta casa! Nada más pensarlo… —dijo, deteniéndose un momento.

      —Sí —asintió Katia con un suspiro y, cubriendo el samovar con la montera de tela, lo miró a punto de echarse a llorar.

      —Usted, supongo, se acuerda de su padre —se dirigió a mí.

      —Poco —respondí yo.

      —¡Y qué bien se lo pasaría ahora con él! —pronunció en voz baja y pensativa mirando mi cabeza por encima de mis ojos—. ¡Yo quise mucho a su padre! —añadió en voz aún más baja, y tuve la impresión de que sus ojos brillaban más todavía.

      —¡Y ahora Dios se la ha llevado a ella! —balbució Katia, y en ese momento