León Tolstoi

La felicidad conyugal


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bullía el recientemente pulido samovar; había nata, rosquillas y galletas. Katia, con sus manos regordetas, como buena ama de casa, enjuagaba las tazas. Yo, sin esperar el té y hambrienta después del baño, comía pan con gruesas capas de nata fresca. Llevaba puesta una blusa de lino con mangas anchas, y una pañoleta cubría mis cabellos mojados. Katia fue la primera que lo atisbó, todavía desde la ventana.

      —¡Ah! Serguéi Mijáilich —lo recibió—, justamente estábamos hablando de usted.

      Yo me levanté con la intención de ir a cambiarme de ropa, pero me topé con él en el momento en que llegué a la puerta.

      —¡Cuántas formalidades en la aldea! —dijo, mirando mi cabeza cubierta por la pañoleta y sonriendo—. No me dirá que se avergüenza delante de Grigori, y yo, verdaderamente, soy para usted como Grigori.

      Pero justo entonces me pareció que me miraba de un modo muy distinto de como me miraba Grigori, y me sentí incómoda.

      —Ahora vuelvo —dije, separándome de él.

      —¿¡Qué tiene de malo!? —gritó en dirección a mí—. Parece una campesinita joven recién casada.

      «Qué raro me ha mirado —pensé mientras me cambiaba rápidamente de ropa—. ¡Pero gracias a Dios que ha vuelto, estaremos más entretenidas!».

      Y, tras verme en el espejo, bajé gozosa por la escalera y, sin ocultar que me daba prisa, entré sofocada en la terraza. Él estaba sentado a la mesa y le hablaba a Katia de nuestros asuntos. Me echó una mirada, sonrió, y siguió hablando. Nuestros asuntos, según dijo, iban maravillosamente bien. Sólo tendríamos que terminar de pasar el verano en la aldea, y luego podríamos marcharnos o a Petersburgo, para la educación de Sonia, o al extranjero.

      —Si usted se fuera con nosotras al extranjero —sugirió Katia—, no estaríamos solas como en medio de un bosque.

      —¡Ah! Con ustedes iría a dar la vuelta al mundo —dijo medio en broma, medio en serio.

      —Pues no se hable más —dije yo—, vámonos a dar la vuelta al mundo.

      Él sonrió y meneó la cabeza.

      —¿Y mamá?, ¿Y mis asuntos? —preguntó—. Pero dejemos el tema, mejor cuéntenme cómo han pasado este tiempo. ¿No me dirá que de nuevo ha sucumbido a la tristeza?

      Cuando le conté que durante su ausencia había estudiado y no me había aburrido, y Katia corroboró mis palabras, él me alabó, y tanto con sus palabras como con sus ojos me colmó de caricias, como a un niño, como si tuviera el derecho de hacerlo. Me pareció indispensable contarle con todo detalle y, especialmente, con toda franqueza las cosas buenas que había hecho, y reconocer, como en una confesión, todo aquello de lo que él podría estar descontento. La tarde era tan hermosa que, cuando se llevaron el té, nos quedamos en la terraza, y la conversación era tan entretenida para mí que no me di cuenta de cómo poco a poco se había ido apagando el rumor de la gente. Aquí y allá se dejaba sentir, cada vez con más fuerza, el aroma de las flores, un rocío abundante había cubierto la hierba, un ruiseñor gorjeó por ahí cerca, en una de las lilas, y luego, al oír nuestras voces, guardó silencio; el cielo estrellado parecía venírsenos encima.

      Me di cuenta de que estaba anocheciendo sólo porque, de pronto, por debajo del toldo de la terraza, entró volando silenciosamente un murciélago y se sacudió cerca de mi pañoleta blanca. Me pegué a la pared y estaba a punto de gritar cuando el murciélago, tan silencioso como antes, reapareció a gran velocidad por debajo del alero y se escondió en la penumbra del jardín.

      —Cómo me gusta su Pokróvskoe —dijo él, interrumpiendo la conversación—. Me pasaría la vida entera sentado aquí en la terraza.

      —No se hable más, siga sentado —dijo Katia.

      —Sí, siga sentado… —susurró él—; la vida no se sienta.

      —¿Por qué no se casa? —preguntó Katia—. Sería usted un marido extraordinario.

      —Porque me gusta estar sentado —río—. No, Katerina Kárlovna, usted y yo ya no estamos en edad de casamiento. Hace mucho tiempo que han dejado de verme como a un candidato al matrimonio. Yo también, hace mucho, lo di por perdido, y desde entonces me siento bien, la verdad.

      Me pareció que decía esto de manera afectada pero seductora.

      —¡Vaya! Treinta y seis años y da la vida por concluida —dijo Katia.

      —¡Y cómo! —continuó él—. De lo único que tengo ganas es de estar sentado. Y para casarse hace falta algo más. Pregúntele a ella —añadió, señalándome con la cabeza—. Es a ellas a las que hay que casar. Y nosotros nos alegraremos por ellas.

      En el tono de su voz había una tristeza velada y cierta tensión que no se me escapó. Guardó silencio un momento; ni Katia ni yo dijimos nada.

      —Imagínese —continuó, cambiando de posición en la silla— que de pronto me casara, por un desafortunado acaso, con una muchachita de diecisiete años, digamos con Mash…, con Maria Alexándrovna. Es un magnífico ejemplo, estoy muy contento de que haya salido aquí…, es el mejor ejemplo.

      Yo me reí y no entendía por qué o de qué estaba él tan contento y por qué había salido ahí…

      —Dígame la verdad, con la mano en el corazón —dijo él dirigiéndose a mí en tono burlón—, ¿acaso no sería para usted una desgracia unir su vida a la de un hombre viejo que ya ha vivido, que sólo tiene ganas de estar sentado, mientras que usted sabe Dios qué quiere, qué le pasa por la cabeza?

      Me sentí incómoda, guardé silencio sin saber qué contestar.

      —No, no le estoy pidiendo su mano —dijo riendo—, pero dígame la verdad, cuando por las noches usted deambula por las avenidas arboladas no es con un marido como yo con quien sueña. Eso sería una desgracia para usted, ¿no es cierto?

      —No sería ninguna desgracia… —atiné a decir.

      —No obstante, no estaría bien —añadió él.

      —No, pero puedo equivo…

      Pero él me interrumpió de nuevo.

      —Ya lo ve, y ella tiene toda la razón, y yo le estoy agradecido por su sinceridad y estoy contento de que esta conversación se haya producido entre nosotros. Pero eso no es todo, para mí sería la más grande de las desgracias — añadió.

      —Qué extravagante es usted, y sigue siendo el mismo —dijo Katia, y salió de la terraza para ordenar que dispusieran la mesa para la cena.

      Cuando Katia se fue, ambos guardamos silencio, y todo a nuestro alrededor guardaba también silencio. Sólo un ruiseñor inundaba el jardín, pero ya no como por las tardes, entrecortada e indecisamente, sino como por las noches, sin darse prisa, reposado; y otro ruiseñor, desde el fondo del barranco, por primera vez esa noche, le respondió a lo lejos. El que teníamos más cerca calló, como si por un momento prestara atención, y luego, con más brusquedad y más intensidad, rompió a cantar con un sonoro trino. Y en el nocturno mundo de los pájaros, ajeno al nuestro, sus voces sonaban con una serenidad monárquica. El jardinero se retiró a dormir al invernadero, las pisadas de sus gruesas botas resonaban por el camino cada vez más distantes. En la colina, alguien silbó dos veces muy penetrantemente, y luego todo quedó de nuevo en silencio. Una hoja vaciló apenas audiblemente, vibró el toldo y, oscilando en el aire, una fragancia aromática llegó hasta la terraza y se extendió por ella. Me resultaba incómodo callar después de lo que se había dicho, pero no sabía qué decir. Lo miré. Sus ojos brillantes se volvieron a mirarme en medio de la penumbra.

      —¡Qué maravilloso es vivir! —dijo.

      Yo suspiré, no sé por qué.

      —¿Diga?

      —¡Qué maravilloso es vivir! —repetí.

      Y de nuevo guardamos silencio, y de nuevo me sentí incómoda.