que tampoco necesitaba nada y que también era muy feliz, y me besaba. Y yo le creía, y me parecía tan indispensable, tan justo que todos fuesen felices. Pero Katia también era capaz de pensar en dormir e incluso se fingía enfadada; a veces me echaba de su cama y se quedaba dormida, y yo pasaba mucho tiempo todavía rememorando todo aquello que me hacía tan feliz. A veces me levantaba y volvía a rezar, y rezaba con mis palabras para agradecer a Dios esa felicidad que me había dado.
Y la habitación estaba en silencio; sólo se oía la respiración uniforme de Katia, que dormía, el tictac del reloj a su lado, y yo me daba la vuelta en la cama y susurraba algunas palabras o me persignaba y besaba la cruz que llevaba al cuello. Las puertas estaban cerradas, las contraventanas también; alguna mosca o mosquito, vacilando, zumbaba en un mismo lugar. Y yo tenía ganas de no salir nunca de ese cuartito; no quería que llegara la mañana, no quería que se desvaneciera esa atmósfera espiritual que me rodeaba. Tenía la sensación de que mis sueños, mis pensamientos y mis plegarias eran seres vivos que ahí, en la oscuridad, vivían conmigo, revoloteaban alrededor de mi cama, se quedaban a mi lado. Y cada uno de mis pensamientos era un pensamiento suyo, y cada uno de mis sentimientos era un sentimiento suyo. Entonces yo no sabía que eso era el amor, pensaba que siempre podría ser así, que era un sentimiento que se daba porque sí.
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