una aversión personal. ¡Causé una gran sensación en la primera conferencia anarquista judía al exigir que se investigarán las imputaciones contra Peukert! No se pudieron sustanciar las acusaciones en absoluto. Pero los acólitos de Most no se convencieron, cegados como estaban por la ultrajante elocuencia de Most. Y ahora... ahora... le seguirán de nuevo, a ciegas. De buen seguro no osarán manifestarse abiertamente contra mi acto, no los camaradas judíos, al menos. Después de todo, el fuego de Rusia todavía arde en sus corazones. Pero la actitud de Most hacia mí les influirá: empañará su entusiasmo, y así afectará a la propaganda. La responsabilidad de suscitar agitación a partir de mi acto recaerá con todo su peso sobre los hombros de la Muchacha. Será como un soldado solo en el campo de batalla. Lo dará todo de sí, estoy seguro. Pero estará sola. Fedya también me será leal. ¿Pero qué puede hacer él? No es un orador. No lo es él ni nadie más en el círculo de la comuna. ¿Y Most? Tuvimos todos un trato tan íntimo... Es su maldita envidia, y también su cobardía. Sí, sobre todo la cobardía... porque ahora ya no tiene motivos para estar celoso de mí. Acaba de salir de la cárcel... seguro que le dio un ataque de terror. ¡El alfeñique! Minimizará los efectos de mi acto, tal vez logre incluso atajar su influencia propagandística... Ahora estoy solo, si no fuera por la Muchacha, lo estaría del todo. Siempre ha sido así. ¿Acaso no lo estuvo «él», mi bienamado y «desconocido» Grinevitzky? ¿Acaso no estuvo aislado y fue despreciado por sus camaradas? Pero su bomba... cómo tronó su bomba...
Entonces no era más que un niño. Veamos... fue en 1881. Tenía unos once años. La clase se estaba reuniendo tras el receso del mediodía. Justo acababa de tomar asiento, cuando el profesor me llamó. Su largo puntero perfilaba como una bailarina una imaginativa silueta sobre el mapa gigantesco de Rusia.
—¿Qué provincia es ésta? —me preguntó.
—Astracán.
—Mencione sus principales productos.
¿Productos? el nombre de Chernishevsky cruzó mi mente. Estaba en Astracán, eso es lo que le había oído comentar a Maxim con mamá durante la cena.
—Nihilistas —le espeté.
Se oyeron algunas risas ahogadas, otros niños se rieron abiertamente. El maestro se puso lívido. Golpeó el suelo violentamente con el puntero, astillando el extremo afilado. De repente, se oyó un estruendo. Uno... dos... Los cristales de las ventanas cayeron sobre los pupitres con un pavoroso estrépito, el suelo tembló bajo nuestros pies. Se hizo el silencio en la clase. Lívido, el profesor dio un paso hacia la ventana, pero enseguida dio media vuelta y salió de la clase a toda prisa. Los alumnos le seguimos a la carrera. Me asombró la atmósfera de miedo y sospecha que se había adueñado de las calles. En casa, todos hablaban en voz baja. Padre miraba a madre con severidad, lleno de reproche, y Maxim nunca había estado tan callado, aunque tenía una expresión radiante y en su mirada se apreciaba un brillo insólito. Por la noche, los dos solos en la habitación, se precipitó hasta mi cama, se arrodilló, y me abrazó y besó, lloraba y me besaba. Aquel frenesí me asustó. «¿Qué ocurre, Maximotchka?», musité, con dulzura. Echó a correr por la habitación, besándome y murmurando: «¡Gloriosa victoria! ¡Victoria!»
Entre sollozos y haciéndome jurar que guardaría el secreto, me susurró unas palabras pavorosas, llenas de misterio: «La voluntad del pueblo... Depuesto el tirano... Rusia libre...»
XIII
Durante la noche me embarga la sensación de soledad. La vida queda tan lejos, tan atroz resulta su lejanía... siento que me ha abandonado en este desierto de silencio. El remoto resoplido de las máquinas de vapor, el chirrido de las sirenas en el río... agravan mi soledad. Y sin embargo me parece tan próxima esta vida monstruosa, enorme, palpitante de vitalidad, entregada a sus trabajos acostumbrados. ¡Cómo pude permitir que me arrojaran a esta oscuridad! Como una chispa que las llamas y el humo escupieran del horno para entregarla a las tinieblas de la noche...
¡El monstruo! Sus ojos son implacables, vigilan cada puerta a la vida. Acechan cada aproximación, no sea que regrese a la vida, y conmigo los demás presos. Pobres desventurados, ¡cómo aumenta su impaciencia y nerviosismo a medida que se acerca el día del juicio! En sus ojos se adivina una mirada atormentada, en sus rostros demacrados se observa la inquietud. Caminan con debilidad, inseguros, consumidos por los largos días de espera. Sólo Negrito, el joven de color, conserva la alegría. Pero a menudo echo de menos la amplia sonrisa en su rostro bondadoso. Estoy seguro de que sus ojos estaban empañados cuando los tres italianos regresaron del tribunal esta mañana. Los condenaron a muerte. Joe, un chaval de dieciocho años, regresó a la celda con paso firme. Su hermano Pasquale pasó por delante de nosotros con la cara escondida entre las manos, llorando en silencio. Pero el viejo, el padre... mientras pasaba por el corredor lo vimos detenerse de golpe. Por un instante pareció perder el equilibrio, luego se cayó hacia delante, su cabeza se golpeó contra la barandilla y su cuerpo cayó inánime al suelo. Los guardias lo llevaron a rastras escaleras arriba sujetándolo por los brazos, sus piernas batían la piedra con un ruido sordo, el fresco carmesí se extendía por el pelo cano, un sopor vidrioso se adueñaba de sus ojos. De repente se puso en pie. Levantó los brazos, echó la cabeza hacia atrás y gritó con la voz rota, angustiado:
—¡Oh, Santa María! Sio innocente, inno...
El guardia empuñó la porra. El viejo se tambaleó y cayó.
—¡Preparados! ¡Al corredor de la muerte! —gritó el alcaide.
—¡In-no-cente, corredor de la muerte! —retumbó el eco burlón bajo el techo.
El viejo me quita el sueño estos días. Oigo el grito agonizante, su negra desesperación me hiela el tuétano. La hora de ejercicio se ha vuelto insufrible. Los presos me desesperan: todos están obsesionados con sus casos. La monotonía amortiguada de la rutina carcelaria se vuelve cada vez más insoportable. La crueldad y la brutalidad constantes resultan desgarradoras. Ojalá se hubiera acabado todo. La incertidumbre sobre el día de mi juicio es una tortura sin tregua. Llevo ya casi dos meses esperando. Tengo preparado el discurso que leeré ante el tribunal. Podría morir ahora, pero eliminarían mi explicación, logrando así que el pueblo no conociese mi objetivo y mi propósito. Se lo debo a la causa —y a los verdaderos camaradas—, no puedo abandonar la escena hasta que se celebre el juicio. Nada más me une a la vida. Con el discurso, mis oportunidades de hacer propaganda se habrán agotado. La muerte, el suicidio, es la única conclusión lógica y posible. Sí, sé que es obvio. Con que sólo conociera el día de mi juicio... ése será mi último día. El pobre viejo italiano... él y sus hijos al menos saben cuándo morirán. Cuentan cada día, cada hora les aproxima al final. Los ahorcarán aquí, en el patio de la cárcel. Acaso dieron muerte porque no les quedaba otro remedio, acaso mataron llevados por la pasión. El sheriff, sin embargo, los asesinará a sangre fría. ¡La ley de la paz y el orden!
A mí no me colgarán... y sin embargo me siento como si estuviera muerto. Mi vida ha tocado a su fin, sólo queda cumplir con el último rito. Y luego... bueno, seguro que encuentro una manera. Cuando haya terminado el juicio, me devolverán a la celda. La cuchara es de latón: la afilaré contra el suelo de piedra, muy silenciosamente, de noche...
—¡Número seis, al tribunal! ¡Número seis!
¿El celador ha llamado al número seis? ¿Quién hay en la celda seis? ¡Pero si es mi celda! Siento un sudor frío deslizándose por mi espalda. Mi corazón late con furia, me tiemblan las manos cuando me lanzo a por el periódico. Paso las páginas nervioso. Tiene que haber un error: mi nombre no aparece todavía en la columna donde viene el calendario de juicios. La lista se publica los lunes... ¡pero si éste es el periódico del sábado... ayer tuvimos servicio religioso, hoy tiene que ser lunes. ¡Oh, qué desastre! Hoy no me dieron el periódico, y es lunes... sí, es lunes...
La sombra cae a través de mi puerta. Oigo el clic de la cerradura.
—¡Dése prisa, al tribunal!
10. Puente en ruso.
11. El