los párpados y me ciega como si se tratase de una tortura enloquecedora.
—¡Levántate y desnúdate! ¿Pero qué te pasa?
La voz me asusta. Un resplandor imperturbable colma la celda. Más allá de la luz, sólo hay oscuridad, no puedo ver al guardia.
—Ahora acuéstate y duérmete.
Me dispongo a obedecer en silencio cuando de repente todo se vuelve negro ante mis ojos. Un miedo atroz me embarga el corazón. ¿Estoy ciego? Ando a tientas en busca de la cama, la pared... ¡No veo nada! Salto con un grito despavorido a la puerta. Un clic apenas perceptible llega a mis oídos despiertos. El torrente de luz me azota el rostro. ¡Oh! Puedo ver, ¡veo!
—¿Qué demonios te pasa? Vete a dormir, ¿me oyes?
Estoy acostado en la cama, inmóvil, en silencio. Me rondan unos temores extraños... ¡Este lugar tiene que ser terrible! Esta agonía... no puedo soportarla. ¡Veintidós años! ¡No hay esperanza! Tengo que morir. Moriré esta noche... Salgo arrastrándome de la cama conteniendo la respiración. El armazón de la cama cruje. Vuelvo sobre mis pasos aterrorizado y finjo dormir. Todo sigue en silencio. El guardia no me oyó. Incluso con los ojos cerrados percibiré la pavorosa linterna. Abro los ojos lentamente. Todo está a oscuras. Ando a tientas por la celda. La pared está húmeda y mohosa. Los olores son nauseabundos... No puedo vivir aquí. Tengo que morir. Esta misma noche... Algo blanco brilla con luz trémula en un rincón. Me agacho con cuidado. Es una cuchara. Por un momento la sostengo entre las manos con indiferencia, pero enseguida me embarga una gran alegría. ¡Ahora sí que puedo morir! Me arrastro de nuevo hasta la cama, sujetando nervioso la cucharilla. Me busco el corazón con la mano. Late con toda su fuerza. Aquí colocaré el extremo estrecho de la cuchara... Así... lo meteré, un poco más abajo, una presión constante, entre las costillas... el metal está frío. ¡Cuánto calor hay en mi cuerpo! Me rozo el costado con la cucharilla, como si me acariciara... Mis dedos buscan el filo. Está romo. Tendré que apretar fuerte. Sí, está muy romo. Con que sólo tuviese mi revólver. Pero entonces quizá el cartucho no estallaría. He aquí por qué Frick se salvó y yo tengo que morir. ¡Cómo me miraba en el juzgado! Había odio en sus ojos, pero también miedo. Me volvió la cara, no podía mirarme de frente. Vi que se sentía culpable. Pero vive. No terminé con él. Fracasé, fracasé...
—Silencio por ahí, o te meto en el agujero.
La voz bronca me sobresalta. Seguro que estaba gimoteando. Mejor que me cubra la cabeza con la almohada. ¿Qué estaba pensando? Ya me acuerdo. Él está bien y yo estoy aquí. No supe terminar con él. Vive. No es que importe demasiado, desde luego. Mi acto ha resultado en la posibilidad de hacer propaganda. Ése era el primer objetivo. Pero quería matarle, y vive. También fracasé con mi discurso. Me embaucaron. Mantuvieron la fecha en secreto. Les asustaba que asistiesen mis amigos. El fiscal y el juez no dejaban de interrumpirme, era exasperante. Ni siquiera leí un tercio de mi declaración. Y todo el efecto se perdió. ¡Cómo traducía aquel hombre! Se sintió profundamente agraviado cuando le corregí la traducción. No sabía que era ciego. Le pedí que regresara, y tuve que sufrir la tortura renovada de sus alaridos. Casi me sentí contento cuando el juez me obligó a que cesara. ¡Ese juez! Actuó con tal indiferencia, como si el asunto no le afectase en absoluto. No podía ignorar que la condena significaba mi muerte. ¡Veintidós años! Como si fuera posible sobrevivir a semejante condena en este lugar terrible. Sí, él lo sabía. Habló de aplicarme un castigo ejemplar. ¡Viejo villano! Lleva toda la vida haciéndolo; aplicando castigos ejemplares a las víctimas sociales, a las víctimas de su propia clase, del capitalismo. La burla feroz: ¿Tiene algo que decir para que la condena no se le imponga? Y mientras tanto no me dejó continuar con mi declaración. «El tribunal ya ha tenido mucha paciencia con usted.» Estoy contento de haberle dicho que no esperaba justicia, y no la obtuve. Quizá hubiera tenido que escupirle al rostro el epíteto que me saltó a los labios. No, hice bien en refrenar mi ira. De lo contrario, se habrían alegrado de poder proclamar que los anarquistas eran unos criminales vulgares. Este tipo de cosas terminan por perjudicarnos ante el pueblo. Nosotros, ¿criminales? Nosotros, que siempre estamos dispuestos a entregar nuestras vidas por la libertad, ¿criminales? ¿Y ellos, nuestros acusadores? Infringen sus propias leyes; sabían que no era legal multiplicar los cargos contra mí. A partir de un solo acto pergeñaron seis acusaciones, como si los «delitos» menores no se incluyesen en el mayor, que el propio hecho requirió. Estaban sedientos de sangre. Legalmente no podían caerme más de siete años. Pero soy un anarquista. He atentado contra la vida de un gran magnate, el capitalismo se ha sentido atacado en su persona. Desde luego que sabía que iban a sacar partido de mi negativa a que me representasen legalmente. ¡Veintidós años! El juez impuso la máxima condena para cada cargo. Bien, no esperaba menos. A fin de cuentas da lo mismo. Voy a morir de todos modos.
Agarro la cuchara febrilmente. La punta estrecha sobre mi corazón. Pongo a prueba la resistencia de la carne. De un golpe fortísimo lograré meterla entre las costillas...
Uno, dos, tres... El bajo metálico y profundo se queda flotando en el silencio, resonante, persuasivo. Al instante todo se pone en movimiento: arriba, a los lados, todo bulle de vida. Los hombres bostezan y tosen, sillas y camas se trasladan ruidosamente, pies pesados pisan los suelos de piedra. Se oye a lo lejos un estruendo grave como de un trueno. Se acerca, cada vez se oye más fuerte. Oigo las órdenes cortantes de los oficiales, el consabido clic de las cerraduras, las puertas que se abren y se cierran. El estruendo se oye cada vez más cerca, llega más nítido. Con un gemido el pesado carrito del pan se detiene frente a mi celda. Un guardia abre la puerta. Su mirada se fija en mí, curiosa, llena de sospecha, mientras el machaca me da una pequeña rebanada de pan. Apenas tengo tiempo para retirar el brazo cuando la puerta ya se cierra a cal y canto.
—¿Quieres café? Levanta la taza.
Entre los estrechos barrotes me vierten la bebida en la taza abollada y herrumbrosa de estaño. El líquido humeante rebosa en la semi-oscuridad de la celda y me quema los pies desnudos. Con un grito de dolor suelto la taza. Parece que hay manchas de sangre en el suelo del corredor débilmente iluminado.
—¿Qué significa esto? —me grita el guardia.
—Ha sido sin querer.
—Quieres pasarte de listo, ¿no? Pues se te van a pasar las ganas. ¡Eh, Sam! —el oficial se dirige con un gesto al machaca—, el A7 sin cena, ¿me has oído?
—A sus órdenes, señor.
—También se queda sin café.
—Sí, señor.
El guardia me mira de arriba abajo con odio y desdén. La maldad se refleja en su rostro. Sin querer, doy un paso atrás en la celda. Su ojos recalan en mis pies desnudos.
—¿Es que no tienes zapatos?
—Sí.
—¿Sí? ¿Podrías decir «señor»? ¿Tienes zapatos?
—Sí.
—Póntelos, maldita sea.
Se pasa con la lengua una porción enorme de tabaco de mascar de una mejilla a otra. Un chorro marrón me salpica los pies con un silbido. «Maldita sea, póntelos.»
El traqueteo y los ruidos han cesado; los pasos se han alejado hasta desaparecer. Todo sigue a oscuras en el corredor. Sólo algunas sombras ocasionales pasan fugazmente, silenciosas, fantasmales.
II
—Adelante, ¡en marcha!
La larga columna de presos vestidos a rayas se asemeja a una serpiente ondulante con su cuerpo negro y gris que culebrea al avanzar, si bien parece que no se mueve un paso. Un millar de pies pisan el suelo de piedra a un ritmo constante, con acentos crecientes y decrecientes que se suceden a medida que las distintas divisiones, flanqueadas por oficiales, se aproximan y finalmente pasan frente a mi celda. Caras feroces, repugnantes en su impasible indiferencia o en su lascivia maligna. De vez en cuando, un cabeza bien formada, una mirada inteligente, o una expresión comprensiva, que no hace sino acentuar los rasgos de la columna a rayas: basta y siniestra, con la mirada culpable y traicionera de un animal acorralado y cazado sin