claro, yo había envasado la maleta como una lata de calamares en salsa americana. De esas latas que cuando las abres te salta el líquido a presión y no lo ves venir. Para no organizar más escándalo, decidí pagar el exceso de peso y poder así enfrentarnos al último reto de la terminal: el control de seguridad.
No sé si os habréis dado cuenta de que soy una persona nerviosa, inquieta. A mí el estrés no me viene bien. El control de seguridad es algo que no está hecho para mí.
Me puse en la fila y, cuando me tocaba, se me acercó un vigilante y me dijo que si llevaba líquidos, que si llevaba portátil, iPad, que me quitara los zapatos, que me quitara la correa, que si llevaba algo en los bolsillos, monedas, que el reloj también pitaba… Me llegó toda la información de golpe y no supe gestionarla. Era la misma sensación que cuando tu madre te dejaba solo en la cola del súper, veías que te tocaba pagar ya y ella no llegaba. Así me sentí, desbordado.
Resulta que llevaba un bote de gomina de más de cien mililitros, y, como no me lo dejaban pasar, me pareció buena idea echármelo de golpe en la cabeza para no desperdiciarlo. Se me puso el pelo como a Josep Pedrerol. Parecía que me habían echado levadura Royal.
Recuerdo que a Frikidoctor le pitó el bisturí, pero como tiene carné de médico, le dejaron seguir sin problema. Lo que sí le quitaron fue una bolsa de caramelos de café con leche que hace una señora que se quedó viuda. Menos mal que se los confiscaron, porque siempre te ofrece uno de los que lleva en el bolsillo, que están ya como de microondas, y al final te lo comes por compromiso, se te pega en las muelas y te tiras dos horas para poder volver a abrir la boca.
QUE SE DEJEN DE SUPERGLÚ Y USEN CARAMELO DE CAFÉ.
Por fin estábamos preparados para subir al avión. Había una cola más larga que cuando salió el Pokémon Rojo. Mientras esperaba me saqué el título de socorrista. Había chiquillos que cuando les tocaba, la cara ya no se parecía a la del pasaporte. Además, volvía a pasar algo parecido a lo del control de seguridad. Antes de subir al avión tenías que llevar el equipaje de mano, la documentación, la tarjeta de embarque… Y todo al mismo tiempo que mirabas tu número de asiento y buscabas el hueco para colocar la maleta. Me estaba saturando como la web de Renfe.
Por fin, estábamos todos sentados. El primer vuelo era corto, por lo que no me preocupaba tanto el asiento que me tocara. Hacíamos escala en Frankfurt. Desde que me enteré que la escala era allí, ya tenía en mente las famosas salchichas. Pasar por Frankfurt y no comerte una salchicha es como pasar por Jaén y no beberse un vaso de aceite.
Le pedí a Jorge Salvador que nos dejase tiempo en la escala de Frankfurt para poder pasear por la terminal en busca de un puesto de los que están montados en un carrito para comprarla. La verdad es que el bueno de Jorge me entendió perfectamente.
Al final fui el único que se la comió. Frikidoctor, Kike y JuanG fueron más conservadores, sabiendo que luego venía un vuelo de once horas, y que la salchicha en el estómago podía hacerse fuerte y tomar el control del cuerpo.
Fuimos a nuestra puerta de embarque rumbo a Haneda, aeropuerto de Tokio. En este vuelo sí que me preocupaba el asiento, menos mal que el avión estaba medio vacío. Estar once horas en la misma postura solo lo aguanta un youtuber.
Mi objetivo era conseguir un asiento en salida de emergencia. Encontré uno libre y, cuando me senté, vino la azafata y me dijo algo en inglés. No me enteré de nada. Podía haber dicho que me asomaba un testículo que yo seguiría tan normal. Luego me enteré de que me había preguntado si estaba dispuesto a actuar en caso de emergencia. Viendo la presencia física que tengo, me ofendió la duda.
Ya lo tenía todo: el asiento perfecto, mis series, música… Estaba preparado para afrontar el largo viaje que teníamos por delante. Además, estaba separado de Frikidoctor. Llegamos a hacer el vuelo juntos y pido la baja.
Se me sentó al lado un señor que cogió el sueño rápido. Creo que estaba viendo en la pantalla el canal de Teledeporte. Sin embargo, yo estaba nervioso porque mi última experiencia en avión había sido un vuelo a Melilla en un día de mucho levante. Aquello se movía más que un niño después de tragarse un azucarillo.
QUÉ MAL LO PASÉ…
Por ahora todo estaba yendo bien, y poco a poco me fui relajando hasta que de repente noté que, como diría Woody de Toy Story, había un amigo en mí. La salchicha de Frankfurt no había dicho su última palabra.
Para un vuelo tranquilo que tengo, resulta que mi capricho alemán quería un papel protagonista en esta historia. El primer síntoma fue el sudor frío en la espalda. Ahí supe que el tiempo jugaba en mi contra. Pasó la azafata a dar la cena y qué cara me vería que directamente me puso un menta poleo.
A partir de ahí era una lucha contra el crono. Lo primero que hice fue localizar el baño. Me puse de pie y con paso firme crucé el pasillo, dejando tras de mí numerosos avisos de lo que se venía. Abrí la puerta y supe que había llegado el momento de enfrentarme a una de las escenas más dantescas que un ser humano tiene que afrontar: cagar en el avión. ¿Sabes cuando pintas con un espray de los de grafiti? ¿Sabes cuando vas al autolavado que te cuesta sujetar la manguera de la fuerza que hace? Aquello fue algo impresionante. Lo peor de todo es que me encerré para que no entrase nadie. Tuve que respirar un aire más cargado que en Chernóbil.
Cuando no me quedó más remedio y tuve que salir, recuerdo a cámara lenta cómo las azafatas vinieron corriendo a clausurar el baño. Lo tuvieron que precintar como en CSI cuando hay un asesinato.
Volví a mi asiento siendo consciente de que había dejado el baño para que entraran los pintores. Por suerte, ya quedaba poco para aterrizar.
Después del viaje más largo y accidentado del mundo, llegamos a Tokio. ¡Qué ganas! Lo que se te hace más largo es el ratito en el que el avión ya está aparcado y no se deciden a abrir la puerta.
¿Qué están haciendo durante todo ese tiempo? Si hemos llegado, ¿por qué no abren? Es como si llegaras de vacaciones al apartamento de la playa en Benidorm, aparcaras y dijeras: «Pues ahora me voy a quedar aquí encerrado al sol veinte minutos con las ventanillas subidas antes de bajarme». No tiene sentido.
Por fin abrieron. Y como había muchos pasajeros japoneses, estaban todos preparados con su equipaje de mano, listos para salir, como un ejército.
Unos cuantos pasos más y pisaría la tierra japonesa que tantas glorias me había dado. Pero, como vas a leer, en este viaje todo se complicaba.
Íbamos andando por la pasarela y salió a nuestro encuentro un japonés bajito, con gafas y peinado con raya en medio, con cara de llamarse Vicente. En realidad igual se llamaba Ryuichi Sakamoto, pero para que le cojáis más cariño le vamos a llamar Vicente.
Vicente tenía una carpeta en la que había escrito un nombre con letras muy gordas: José Fernando Señarís Romay. Claro, no os suena el nombre. A nadie le suena porque todo el mundo le llama Frikidoctor. Creo que en el colegio ya le llamaban así. Teniendo en cuenta las aficiones del doctor, yo pensaba que se lo llevaban detenido por hacer spoilers de alguna serie japonesa, vamos, sería lo normal, ya le han denunciado muchísimas cadenas, pero no.
A Vicente se le veía apurado y con cara de pena, como un perro sin cola. Tenía que dar una mala noticia, y los japoneses, que son expertos en atención al cliente, que son más serios que el funeral de un ruso, habían cometido un error. Algo inaceptable en su cultura.
Habían perdido las maletas de Frikidoctor. Le habían