El Monaguillo - Frikidoctor

Viajar a Japón te rompe la tarde


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tragando saliva. No se atrevía a decir nada, como cuando no te atreves a decirle a tu padre que has roto una lámpara del salón de un balonazo. Recoges los trozos e intentas que no se note, pero se nota, porque en ese hueco ya no hay lámpara. No está, no hay lámpara. Se dan cuenta seguro. Porque no hay lámpara. La lámpara la has roto y ya no hay. No tiene arreglo. Tienes seis años y no sabrías ir a comprar una lámpara para que no se notara.

      Y ya por fin, en un inglés regular y con una cara de pena enorme, más triste que un mono con un plátano de plástico, decidió dar la noticia:

      —Disculpe, señor Señarís, pero no ha llegado su equipaje.

      Yo me preguntaba, ¿y cómo lo sabía? ¡Si nos acabábamos de bajar del avión! Frikidoctor puso cara de estar muy enfadado, la peor pesadilla para Vicente, que, al verlo, nos dijo que le siguiéramos y se puso a andar muy rápido, como para escapar de la indignación. En realidad quería que el mal rato se le hiciera lo más corto posible.

      Mientras los demás recogíamos el resto de las cosas, Vicente sacó un catálogo con todo tipo de maletas para que Frikidoctor dijera cuáles eran las más parecidas a las suyas. Al mismo tiempo, una compañera de Vicente, que yo creo que estaba por él porque le miraba con ojos golosos, ayudaba apuntando la dirección de nuestro hotel en Shibuya.

      ¡A MÍ NO SE ME ESCAPAN ESOS DETALLES! SOY COMO UN SABUESO DEL AMOR.

      Estuve a punto de decirle a Vicente que le pidiera salir a su compañera, porque era el típico despistado que no se daba cuenta de esas cosas, no reconocía las señales, pero tampoco quise jugar a ser Dios cambiando así el destino de una persona.

      Parecía que el viaje no podía empezar peor, pero, de repente, sucedió un milagro. Frikidoctor levantó la vista y al fondo de la terminal, al lado de la cinta transportadora y pegadas a la pared, estaban sus maletas.

      ¡Cuando se lo dijo a Vicente no se lo podía creer! Alguien habría sacado las maletas por error, y las había dejado allí, solas, huérfanas de padre. Vicente y Anita, llamémosla así porque ya es casi como de nuestra familia, salieron corriendo felices y contentos y trajeron las maletas de Frikidoctor como dos potrillos trotando por un prado.

      Todos los nervios y la vergüenza por haber dado un mal servicio al cliente dieron paso a una enorme sensación de alivio. Incluso Vicente correspondió a la mirada de Anita con una media sonrisa de Brad Pitt japonés, como diciendo, a esta la tengo en el bote.

      AMOR AMOR,

      ¡QUÉ BONITO!

      Seguro que a estas alturas se han casado ya por el rito sintoísta y tienen un chiquillo: Pedrito. Eso es así porque Vicente, en cuanto coge confianza, aunque no lo parezca, es un tigre.

      Por fin salimos del aeropuerto y había que ir al hotel. Necesitábamos coger un taxi muy grande, también llamado furgoneta, pero eso no iba a ser problema. En Tokio tienen de todo, furgonetas también.

      Yo ya lo sabía porque las había visto en los dibujos animados de Oliver y Benji, y, por cierto, estaba deseando ver un campo de fútbol japonés. En mi cabeza eso tenía que ser más grande que el bolsillo de un payaso, porque los chiquillos se tiraban casi veinte minutos corriendo para ir de portería a portería. Los partidos duraban una semana. Yo no veo eso bien. Una semana sin ir al colegio cada vez que hay partido. Al final, con ese sistema, es complicado que los niños se saquen la selectividad.

      Cuando iba a agarrar la puerta para abrirla, ¡resulta que se abría sola!, y me pasó como cuando vas a dar la mano a alguien, no te ve, y te quedas cuajado sin saber muy bien qué hacer, agarrando el aire, con una sensación de que te falta algo que dura un ratito.

      El taxi japonés no es como el taxi español. El japonés está lleno de tapetes de ganchillo para poner en el cabecero de cada asiento, pero no un tapete cualquiera, a lo loco. Son tapetes blancos de abuela, de esos que ponen en los sofás de sus casas.

      Teniendo en cuenta que Tokio tiene una de las mayores flotas de taxis del mundo, ¿querrá eso decir que los japoneses ponen a trabajar a sus abuelas de sol a sol haciendo tapetes? Yo dejo aquí este tema para por si alguien quiere investigarlo. Ya se lo he mandado a Gloria Serra de Equipo de Investigación, pero por lo que sea dice que no lo ve. ¡Cómo cuenta las cosas Gloria, eh! ¡Cómo pone énfasis, la tía!: ¡Qué ocultannnn! ¿Qué nos escondennnn? ¿Por qué no nos quieren contestarrrr? Seguro que habéis leído esto con la voz de Gloria. Son cosas misteriosas que pasan… ¡Se lo voy a decir a Iker Jiménez!

      Nada más sentarte dentro, te das cuenta de que para ser taxista japonés tienes que ser un genio de la informática. Hay instaladas un montón de máquinas distintas: el GPS, dos móviles, una centralita, un traductor digital y más cosas que ni él sabe para qué las quiere.

      Con un taxi japonés puedes hacer aterrizar una nave espacial. Pero a pesar de tantos trastos, tantos cacharros como tenía, el muy pájaro nos llevó al centro en hora punta por la M-30 de Tokio, y si ya se nos había echo largo el viaje en avión y el incidente de las maletas del aeropuerto, imaginaos un atasco en la capital japonesa.

      Cuando era pequeño había un anuncio de Coca-Cola que decía cantando: «El atasco es fenomenaaaal, el disgusto no debe durar». ¿Os acordáis? Se bajaba la gente de los coches y se ponían a bailar, otros se subían al techo a tocar la guitarra, todo el mundo desfasando, los chiquillos corriendo por la carretera… ¿Seguro que era Coca-Cola lo que estaban tomando?

      ¿NO SERÍA OTRA COSA QUE TAMBIÉN EMPIEZA POR COCA?

      En Tokio, como en todas partes, nadie se baja a bailar en los atascos. Todo el mundo va muy serio, con cara de sueño, deseando que aquello se mueva.

      Después de la odisea en la hora punta, por fin llegamos al hotel, agotados, pero más contentos que un piojo en una rasta. Ahora sí que estábamos en Japón. Ahora sí que iba a empezar nuestra aventura.

      Los hoteles japoneses están muy limpios, son muy silenciosos, pero las habitaciones son muy pequeñas. Es más grande el pasillo. En Tokio el lujo es el espacio y tampoco estaba el presupuesto como para volverse loco. El problema es que como llevábamos tantas maletas para llenarlas de cacharros para la sección, había que tomar una decisión: o entran las maletas en la habitación, o entran las personas. Las dos cosas a la vez no eran posibles.

      Entonces Kike, en un sacrificio heroico por el programa, se quedó con las maletas vacías de todos y eso le obligaba a dormir en una esquina de la cama pegado a la pared. Eso sí, es delgado como un espadachín, el más flaco de España. Si los jugadores de la selección española de fútbol fueran como Kike, en vez de alquilar un hotel de concentración alquilarían una habitación para todos, y resuelto.

      Yo llegué a mi habitación con los últimos coletazos del perrito caliente que me amargó el vuelo, y no tuve más remedio que ir al baño.

      Allí hice un descubrimiento: el váter. En Japón todo el váter gira en torno al chorrito de agua que te limpia al acabar. Un chorrito con muchísima puntería. Da siempre en el centro de la diana. Está muy bien pensado. Pero no os creáis que es cualquier cosa, no; está lleno de botones y controles con configuraciones para todos los gustos. Más que un váter parece la mesa de un DJ. Como estaba en japonés, me quedé mirándolo como mira un abuelo el mando a distancia de Movistar, sabiendo que si lo enciende igual le espera algo bueno, pero con un poco de desconfianza también.

      Por fin me decidí, me senté, operé, y, con mucha intriga, le di a un botón. Se oyó el ruido de maquinaria poniéndose en marcha y de repente noté que me regaba un