A. W. Pink

Los diez mandamientos


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diciendo, “Porque yo soy Jehová tu Dios, fuerte, celoso, que visito la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen, y hago misericordia a millares, a los que me aman y guardan mis mandamientos”. De este modo somos informados que aquellos quienes lleven a cabo Su voluntad no trabajarán en vano, tal como los rebeldes no se escaparán con impunidad.

      Y décimo y finalmente, consideramos su interpretación, dijo el salmista, “amplio sobremanera es tu mandamiento” (119:96). Tan comprensiva es la Ley Moral que su autoridad se extiende a todas las acciones morales de nuestras vidas. El resto de las Escrituras no son más que un comentario de los Diez Mandamientos, sea animándonos a la obediencia con argumentos, atrayéndonos con promesas, restringiéndonos de la transgresión con amenazas o estimulándonos hacia las promesas y alejándonos de las transgresiones mediante ejemplos registrados en las porciones históricas. Correctamente entendidos, los preceptos del Nuevo Testamento no son sino explicaciones, amplificaciones y aplicaciones de los Diez Mandamientos. Se debe observar cuidadosamente que en las cosas expresamente mandadas o prohibidas siempre se implica más de lo que formalmente se declara. Pero seamos más específicos.

      Primero, en cada Mandamiento el principal deber o pecado se toma como un representante de todos los deberes o pecados menores, y el acto visible es tomado como representativo de todos los afectos que le están relacionados. Cualquiera que sea el nombre del pecado específico, todos los pecados del mismo tipo, con todas las causas y provocaciones del mismo, están prohibidas, ya que Cristo explicó que el sexto mandamiento condena no solamente el homicidio, sino también el impetuoso enojo del corazón. Segundo, cuando cualquier vicio se prohíbe, la virtud contraria es ensalzada, y cuando cualquier virtud es mandada, el vicio contrario es condenado. Por ejemplo, en el tercer mandamiento Dios prohíbe tomar Su nombre en vano, así que, por consecuencia necesaria, se ordena santificar Su nombre. Y como el octavo mandamiento prohíbe robar, así igualmente requiere el deber contrario: ganarse la vida y pagar por lo que recibimos (Efesios 4:28).

      “Y habló Dios todas estas palabras, diciendo: Yo soy Jehová tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre.” (Éxodo 20:1-2)

      Este Prefacio a la Ley Moral debe ser considerado con un respeto igual a todos los Diez Mandamientos (y no solamente al primero), ya que contiene los argumentos más fuertes para exigir nuestra obediencia a ellos. Como es la costumbre de reyes y gobernadores prefijar sus nombres y títulos delante del edicto enviado por ellos para obtener la mayor atención y veneración hacia lo que ellos publican, así es con el gran Dios, el Rey de reyes, quien estando a punto de proclamar la Ley para Sus súbditos, para poder afectarlos con una reverencia más profunda hacia Su autoridad y hacerlos más temerosos de infringir aquellos estatutos que son promulgados por tal poderoso Potentado y tal gloriosa Majestad, sella Su augusto Nombre sobre ellos.

      Lo que se acaba de señalar anteriormente es claramente establecido por aquellas palabras de Moisés que inspiran admiración al pueblo de Israel: “Temiendo este nombre glorioso y temible: JEHOVÁ TU DIOS” (Deuteronomio 28:58). “Yo soy Jehová tu Dios”. La palabra para “Señor” es “Jehová”, quien es el Único Supremo, Eterno y Auto-existente. La fuerza de esta palabra se nos acentúa en la frase “el que era, el que es, y el que ha de venir” (Apocalipsis 4:8). La palabra para “Dios” es “Elohim”, el plural de Eloah, porque aunque Él es uno en naturaleza, aun así Él es tres en Sus Personas. Y este Jehová, el Objeto Supremo de adoración, es “tu DIOS”, porque en el pasado Él era tu Creador, en el presente Él es tu Gobernante, y en el futuro Él será tu Juez. Además, Él es el “Dios” de Sus elegidos por medio de una relación de pacto y, por tanto, es Su Redentor. De este modo, nuestra obediencia a Su Ley es impuesta por estas consideraciones: Su autoridad absoluta, para engendrar temor en nosotros (Él es “el Señor tu Dios”); Sus beneficios y misericordias, para producir amor (“que te saqué… de casa de servidumbre)”.

      “No tendrás dioses ajenos delante de mí.” (Éxodo 20:3)

      Consideremos brevemente su significado. Notamos su número singular: “tú”, no “ustedes”, dirigiéndose a cada persona individualmente, porque cada uno de nosotros está involucrado aquí. La frase “No tendrás dioses ajenos” implica fuertemente el significado de que tú no deberás tener, poseer, buscar, desear, amar o adorar a ningún otro. Estos son llamados “dioses ajenos” no porque lo sean, sea por naturaleza o por oficio (Salmo 82:6), sino porque los corazones corruptos de los hombres los hacen y estiman como tal, por ejemplo ver Filipenses 3:19 (“cuyo dios es el vientre”). La fuerza de las frases “Delante de Mí” o “Mi rostro”, se puede evaluar mejor al ver Su palabra a Abraham, “Anda delante de mí y sé perfecto” o “recto” (Génesis 17:1), es decir, condúcete con la conciencia de que estás siempre en Mi presencia, que Mi ojo está continuamente sobre ti. Esta idea es muy penetrante. Estamos siempre listos para descansar satisfechos con tan solo sentirnos aprobados delante de los hombres y mantener una presentación razonable de santidad exterior; pero Jehová escudriña nuestro más íntimo ser y no podemos encubrir de Él ninguna lujuria, secreto o ídolo escondido.

      Ahora consideremos el deber positivo ordenado por este primer Mandamiento. Dicho brevemente es este: Tú deberás escoger, adorar y servir a Jehová como tu Dios, y solo a Él. Siendo quien Él es (tu Hacedor y Gobernador, la Suma de toda excelencia, el Objeto supremo de adoración) Él no admite rival y nadie puede competir contra Él. Observa la absoluta razonabilidad de esta demanda y la locura de infringirla. Ese mandamiento requiere de nosotros una disposición y conducta adecuadas a nuestra posición delante del Señor nuestro Dios, quien es el único Objeto apropiado de nuestro amor y el Único capaz de satisfacer el alma. Requiere que tengamos un amor por Él más fuerte que todos los otros afectos, que lo tomemos a Él como nuestra más alta porción, que le sirvamos y obedezcamos supremamente. Requiere que todos esos servicios y actos de adoración que prestamos al Dios verdadero sean hechos con la máxima sinceridad y devoción (esto está implícito en la frase “delante de Mi”), excluyendo negligencia por un lado e hipocresía por el otro.

      Al señalar los deberes requeridos por este mandamiento, no podemos menos que citar la Confesión de Fe de Westminster. Estos son “el conocimiento y reconocimiento de que Dios es el único Dios verdadero, y nuestro Dios (1 Crónicas 28:9; Deut. 26:17, etc.); y adorarlo y glorificarlo en consecuencia (Salmo 95:6, 7; Mateo 4:10, etc.), por medio del pensamiento (Malaquías 3:16), de la meditación (Salmo 63:6), de los recuerdos (Eclesiastés 12:1), la alta estima (Salmo 71:19), la honra (Malaquías 1:6), adoración (Isaías 45:23), de nuestra elección (Josué 24:15), amor (Deuteronomio 6:5), deseos (Salmo 73:25), temor (Isaías 8:13), fe en Él (Éxodo 14:31), confianza (Isaías 26:4), de nuestra espera (Salmo 103:7), nuestro deleite (Salmo 37:4), de nuestro gozo en Él (Salmo 32:11), nuestro celo por Él (Romanos 12:11), invocaciones, dándole toda adoración y agradecimiento (Filipenses 4:6) y rindiendo toda obediencia y sumisión a Él con todo nuestro ser (Jeremías 7:23), teniendo cuidado de agradarle en todas las cosas (1 Juan 3:22), y afligidos cuando en cualquier cosa Él es ofendido (Jeremías 31:18; Salmo 119:136), y caminando humildemente con Él” (Miqueas 6:8).

      Todos estos deberes pueden ser resumidos en algunos deberes principales. Primero, la búsqueda diligente y de toda la vida de un conocimiento más completo de Dios tal como Él es revelado en Su Palabra y Sus obras, ya que no podemos adorar a un Dios desconocido. Segundo, el amar a Dios con todas nuestras facultades y fuerzas, lo que consiste en un serio anhelo de Él, un gozo profundo en Él y un celo santo por Él. Tercero, el temor de Dios, que consiste en un asombro por su majestad, suprema reverencia a Su autoridad y un deseo de Su gloria, ya que así como el amor de Dios es el motivo que da origen de la obediencia, así el temor de Dios es el gran impedimento de la desobediencia. Cuarto, el adorar a Dios de acuerdo con Sus indicaciones, cuyas principales ayudas son: el estudio y meditación en la Palabra, la oración y la puesta en práctica de lo que nos es enseñado.

      “No tendrás dioses ajenos delante de mí”. Esto es, no darás a nadie ni a nada en el Cielo o en la tierra esa lealtad interna