miraba la puerta por la que había entrado y se preguntó si huiría de algo o de alguien, y si la marca del anillo tenía algo que ver con eso. Aunque lo ocultaba bien, estaba nerviosa. Detrás de la personalidad interesante de Samia había una historia y él quería conocerla.
–¿Tú siempre planificas todo lo que vas a hacer? –preguntó ella–. En ese caso, ¿por qué me voy a creer que has entrado en este bar sin una buena razón?
Si él le decía que había ido allí a encontrarse con el hombre que había adoptado al hijo de su hermano, ¿lo creería? Tanto la mujer que había usado su hermano como vientre de alquiler como el esposo de ella solo querían que Luca supiera que el hijo de su difundo hermano estaba sano y salvo y era querido, y que jamás reclamarían el trono de Madlena.
¿Y por qué iban a hacerlo?, había preguntado Maria, la madre del niño. ¿Quién en su sano juicio iba a querer ser de la realeza?
Luca estaba de acuerdo con ella. Conocía demasiado bien las limitaciones que eso impondría al niño.
Maria había decidido no seguir adelante con la maternidad de alquiler y se lo había dicho a Pietro antes de su muerte. Su esposo estaba de acuerdo con ella. El hijo era suyo y no necesitaba parientes de la realeza. Lo que más le había dolido a Luca era que Pietro no le hubiera dicho que anhelaba una familia, y se culpaba a sí mismo por haber estado fuera cuando su hermano superaba ese disgusto. Lo único que podía hacer ya por Pietro era guardar su secreto. La gente de Madlena necesitaba seguridad, no un trastorno más.
–He venido a arreglar un asunto de familia –dijo.
–Creo que eres un romántico disimulado –observó ella–. La familia lo es todo. O debería serlo.
Había una nota de anhelo en su voz.
–Para mí lo es –confirmó él, más curioso que nunca por conocer la historia de ella.
–¿Estás lejos de casa? Por tu acento diría que no eres francés.
–He venido navegando –le recordó él–. Podría venir de cualquier parte. Pero supongo que mi voz y mi nombre cuentan su propia historia.
–Es más bien el tono de tu voz –musitó ella, con los ojos medio cerrados–. Melaza oscura con toques roncos de bajo.
Él soltó una carcajada.
–No sé de qué me hablas.
Ella lo miró.
–Me parece que a ti te interesa contestar preguntas tan poco como a mí.
–Puede ser –respondió él, mirándola a los ojos.
El hecho de que siguieran hablando era ya un milagro en sí mismo. Desde la muerte de Pietro, él no tenía paciencia con nadie ni con nada. Descubrir que su hermano deseaba tanto una familia y sin embargo no se lo había dicho, lo había afectado mucho. ¿Cómo podía haber estado tan absorto en sí mismo que no se había dado cuenta de lo que le pasaba a su hermano? Tenía mucho que aprender si no quería fallarle a su país como le había fallado a Pietro.
–¿Adónde irás cuando salgas de aquí? –preguntó ella–. ¿Vas a volver a casa?
«Casa» para él eran el yate o una litera en unos barracones. Un palacio suntuoso con criados sirviéndole en todo momento era su última opción. La vida de su hermano había sido esa, pero Luca había entrado en las fuerzas especiales de Madlena, donde creía que podía ser más útil a su gente. Nunca había pensado que su separación de Pietro sería tan definitiva, ni que los recuerdos compartidos se verían teñidos por el dolor de saber que le había fallado a su hermano.
–Pareces triste y enfadado –comentó Samia con el ceño fruncido–. ¿Es culpa mía? ¿He dicho algo que te ha molestado?
–No estoy triste.
–Me alegra oírlo. Ser italiano solo puede ser motivo de celebración.
Él dudaba entre marcharse y poner fin a aquel encuentro, o quedarse y permitir que Samia lo distrajera de los recuerdos de su hermano, que amenazaban con astillarle la mente. Después de que su abuela enviudara y se fuera a vivir su vida, Pietro lo había criado y cuidado, ¿y dónde estaba él cuando su hermano lo necesitaba?
–Toda esa pasta deliciosa…
–¿Qué? –preguntó él, con voz dura.
La intrusión de Samia en su pena lo había sobresaltado. ¿Pasta? De todas las cosas que ella podía haber nombrado de Italia, el arte, la música, la arquitectura y los hermosos paisajes, su mente había ido directa a un plato de comida. Luca resopló y movió la cabeza.
–Seguro que tienes tanta hambre como yo –insinuó ella.
–¿Tú tienes hambre?
–¿Tú qué crees? –bromeó Samia–. Pero no tengo dinero suficiente y es imposible que nos den de comer aquí, aunque pudiera pagarlo. No hay ni una mesa libre.
Luca no le llevó la contraria, aunque solo tenía que levantar una mano para que les prepararan una mesa en el acto.
–¿Hamburguesa? –sugirió ella.
Él siguió su mirada hasta el paseo marítimo, donde había un puesto de hamburguesas a la sombra.
Un mensaje en el teléfono lo distrajo un momento. Era de uno de sus asesores en Madlena. Le comunicaba que llevarían al yate una de las cajas rojas diseñadas para contener documentos relacionados con asuntos de Estado importantes.
Contestó al mensaje.
«Quiero que investiguéis algo más. A una persona. Solo los puntos clave».
A continuación escribió el nombre de Samia.
–¿Has terminado? –preguntó ella con una mirada de desaprobación, cuando él se guardó el teléfono en el bolsillo.
–Mi mundo nunca duerme –contestó él.
–¡Pobrecito! –exclamó ella. Se volvió hacia la salida.
–Creía que tenías hambre. ¿No vienes conmigo? –preguntó él.
Ella se encogió de hombros.
–No te conozco de nada. Quizá debería largarme –comentó.
–Solo puedes decidirlo tú. ¿Tienes hambre o no?
–Sí, pero…
–Pero ¿qué? –preguntó él, impaciente.
–Si voy contigo, tienes que aceptar esto.
Luca miró el billete de diez euros que ella le ponía en la mano.
–Sé lo que cuestan las cosas en esta ciudad –insistió ella–. Es un lugar genial para enterarte de lo que ocurre, pero no para comer fuera.
–Tú no eres periodista, ¿verdad?
Ella se echó a reír.
–¿Por qué? ¿Tienes algo que ocultar?
–¿Y tú?
Ella lo miró de soslayo.
–Ahora los dos sentimos curiosidad –repuso ella con una sonrisa.
En los oídos de él resonaron campanadas de alarma. Estaban tan cerca, que captaba sin problemas el olor a flores silvestres de Samia y el calor de su cuerpo.
–No sé cómo puedes estar tan serio –musitó ella–. A mí me resulta imposible no sonreír en Saint-Tropez.
«Pero con marcadas ojeras», pensó él.
–Hace sol y el cielo es azul brillante. ¿Qué puede no gustarte de esto? –preguntó ella.
–¿Una mujer que no deja de hacer preguntas? –sugirió él.
Ella rio y se colgó la mochila que había dejado en el suelo. Echaron a andar entre