Tal vez sea un mensaje cifrado en mi código genético. Quizás he dejado de lado una vocación como guitarrista. Luego recuerdo que graphein es la palabra que los griegos reservan para escribir y que esta procede por vía directa del indoeuropeo gerbh: arañar, rascar. Que escribir consiste en arañar una superficie (arena, cera, piedra, arcilla) para inscribir signos en ella; pero, también, que hay que arañar lo que nos rodea para descascarillarlo y asomarse al magma que se esconde tras la superficie pulida de las cosas, y que ese, tal vez, sea el sentido más profundo que se esconde tras la escritura. O simplemente arañar (escribir) para defendernos, para sobrevivir a la amenaza que se cierne sobre nosotros. Que escribir puede ser un ejercicio activo y/o pasivo, un ataque pero también una defensa.
El anterior es un razonamiento hermoso, carente de realidad como la mayoría de los pensamientos, pero hermoso. Una hermosa justificación para recluirme en la pereza y no cortarme las uñas. Las palabras tal vez no alcancen la verdad, pero son un lenitivo ideal para acomodarse a la mera facticidad de lo que sucede.
Aunque al final acabo haciéndolo. Cortarme las uñas. Todo antes que enfrentarme a la historia, al documento que me reclama en la pantalla, a los personajes y la trama. Luego pienso que las uñas también merecen su literatura. De hecho grabo un vídeo cortándomelas. Un primer plano de mis manos y la pequeña tijera de punta curva sajando lúnulas perfectas. Después lo cuelgo en mi perfil de Facebook. Alguien dijo de Goethe que era fino hasta cortándose las uñas. Me parece un elogio fastuoso. Quiero comprobar si alguno de mis amigos opina lo mismo al contemplar mi escena de manicura.
Debería ponerme a escribir (ya acumulo una hora de retraso) pero no me apetece. En realidad me encuentro en uno de esos momentos de desamor por mi propia obra. Siempre me ocurre, pero ello no impide que una vez tras otra me invada la sensación de ser un mediocre, de que lo que tengo entre manos es un fiasco, una pérdida de tiempo, un auténtico bodrio. Luego pasa el tiempo y todo se ordena. Pero ese plazo de tiempo es siempre demasiado largo y lleno de incertidumbres. Hay que atarse al mástil y resistir la tentación de tirarlo todo por la borda. Mi personaje me sigue pareciendo endeble. Sé que es normal, que los personajes son gérmenes, que necesitan tiempo para ganar músculo y psicología, pero soy por naturaleza impaciente. He acabado con la vida de muchas plantas escarbando en la tierra para comprobar si había germinado la semilla. He abandonado la construcción de muchos personajes apenas balbucieron su primera palabra. La propia palabra, personaje, me resulta fastidiosa, como un doble degradado de la palabra persona. Esa je sufijada que suena a broma de mal gusto. Más que un sufijo, una nariz de payaso o un cáncer.
Uno tarda un año o dos, a veces hasta cinco u ocho en escribir un libro. Hay obras estacionales y obras generacionales. Una novela puede crecer como una plantación de trigo o como un arbusto que se aferra a la tierra, demasiado lento en cualquier caso para que este crecimiento se convierta en espectáculo. Quién tiene paciencia para espiar el movimiento de un glaciar o el espigamiento del tallo. La literatura es como ese árbol del que solo nos acordamos cuando da su fruto.
Opto por fregar las tazas y los platos del desayuno. Fregar está bien. Es relajante. Con las manos mojadas y llenas de espuma uno puede dejar volar la imaginación. Es lo que tiene la rutina, realizar una actividad que ocupa una parte infinitesimal de tu cerebro. No hay nada como dominar una técnica para que la parte creativa del cerebro se sienta a sus anchas. Solo el dominio exhaustivo de la técnica puede propiciar que aflore esa gracia que llamamos talento. Creo que al menos un tercio de mi literatura (de lo bueno que pueda haber en ella) ha brotado en esos momentos en apariencia intrascendentes: fregando, tomando una ducha, recortándome la barba o pelando patatas. Esa es la razón por la que uno debería escribir como se afeita o friega un plato, con esa despreocupación, para que el noventa y nueve por ciento restante de tu cerebro pueda abrirse al mundo y conectar con cosas realmente importantes.
El hombre ha logrado la verticalidad al caminar, y la horizontalidad a través de la erección. En esa sujeción al ángulo recto se cifra parte de su anatómica perfección.
He dejado el plato en el escurridor y he regresado corriendo a mi puesto frente al ordenador para anotar ese pensamiento, antes de que regrese a la inconsciencia de donde provino.
Xavier de Maistre creía que era en esos momentos en apariencia intrascendentes cuando el alma se alejaba de la bestia que somos para sobrevolar el mundo y dialogar con las potencias angelicales. Thomas Alba Edison decía que su trabajo consistía en un uno por ciento de inspiración y un noventa y nueve por ciento de transpiración. Yo creo que, al menos en el caso de la creación, se trata de todo lo contrario, un minúsculo porcentaje rutinario y mecánico (teclear, pretender un uso estándar del lenguaje, respirar, imaginar que alguien algún día leerá lo que estás escribiendo) y un profundo iceberg indeterminado, un bosque donde perderse para encontrar (o no) el camino.
Soy un hombre que friega, que cocina y que escribe. También follo, aunque esa actividad figure en este momento entre paréntesis. Me pregunto cuántas cosas puede hacer un hombre y que se le siga considerando como tal. O, por el contrario, cuántas puede dejar de hacer. Es como el chiste de la araña a la que le van cortando patas.
Recibo una llamada de Giulia, mi agente literaria. Me pregunta cómo va todo. Le digo que bien. Que cómo va lo suyo (acaba de ser madre por segunda vez). Sé que quiere que hablemos de mi proyecto de novela pero a mí no me apetece. Pronto me saca de mi error. Me llama para recomendarme una exposición estupenda de Borges en La Casa de América. Estuvo la semana pasada. Por qué no me llamó, le digo. Me responde que fue una visita relámpago. Las agentes literarias tienen algo de agentes de inteligencia (en realidad son verdaderas agentes de inteligencia en el sentido de que no dejan de hablar con hombres y mujeres inteligentes, de tratar de llevar esa inteligencia a otros idiomas), siempre en tránsito de un país a otro, de una mesa de café a otra. En esa exposición (conoce mi debilidad por el autor argentino) hay material de primera, dice. Una foto, por ejemplo, en la que Borges aparece disfrazado de Hombre Lobo. Borges y el Lobo Feroz. Una metáfora que tardo unos instantes en digerir, como uno de esos platos desconcertantes cuya fusión de ingredientes parece sospechosa a la inteligencia pero a la que sin embargo nuestro paladar se rinde sin paliativos. Sí, iré a verla, le respondo. Parece contenta ante la aceptación de su propuesta. Tal vez Giulia sea más inteligente todavía de lo que supongo y se proponga de manera sibilina ir introduciendo variables en mi cabeza que solo quedarán despejadas en una novela o en un poema. Nos despedimos hasta la próxima.
Consulto mi perfil de Facebook. A propósito del vídeo hay un solitario ‘me gusta’ junto a numerosos emoticonos que expresan asombro, tristeza y, sobre todo, asco.
Aún estoy muy lejos de convertirme en Goethe.
Es febrero y cuento piscinas. Navego con Google Earth por la geografía de Cabo de Palos y cuento piscinas. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete… hasta perder la cuenta. Examino sus formas (curvas, rectilíneas, mixtas), sus tonalidades de azul. Baño mis pupilas en cada una de ellas. Me relaja, me refresca, me hace sentir de vacaciones aunque aquí haga frío. Google Earth ha hecho posible un nuevo turismo del siglo XXI. Creo que podría tirarme horas (de hecho lo hago a menudo) paseando sobre la superficie de La Tierra. Google Earth nos ha dotado de la perspectiva de un astronauta, de un flaneur espacial. Es mejor que ser multipropietario. Es mejor, incluso, que ser dios.
Casi todas las piscinas están vacías, pero si me acerco lo suficiente puedo entrever objetos flotando en las aguas de algunas de ellas. Un flotador amarillo. La figura de alguien que toma un baño... Y un barco. Un pequeño barco de vela que flota en una piscina. Por qué razón alguien decidirá meter un barco en una piscina. Imagino a los dueños pescando, sentados en la cubierta, esperando a que pique alguno de los peces que ellos mismos han criado en sus aguas. Regreso a la figura humana. Un señor con barriga (ser señor es, sobre todo, tener barriga), una adolescente... Me acerco más. Es una mujer. Soy dios y le pongo nombre: Eva. No sabe que la observo. Me gusta su piscina. Me gusta su bikini. Me enamoro del puñado de píxeles que dibujan su figura. Sé dónde vives, Eva. Podría ir a hacerte una visita. Podría comprar un apartamento en tu urbanización y, por tanto, convertirme en tu vecino. Aunque, en realidad, no puedo. No tengo dinero para eso. Me entran unas ganas horribles de robar un banco para poder comprar ese apartamento y bajar a esa piscina